Tomás Martínez - El Cantor De Tango
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Barrio tranquilo de mi ayer,
como un triste atardecer
a tu esquina vuelvo viejo…
Sudaba a mares. Le dije que nos fuéramos -me contó Alcira-, le dije tontamente que ya Felipe Andrade sin duda había cantado con él en su eternidad, pero me rechazó con una firmeza o fiereza que antes jamás había mostrado. Me dijo: "Si para los demás fueron dos tangos, ¿por qué van a ser también dos para el amigo que más quise?"
Sin duda había hablado del tema con Sabadell, porque el guitarrista me interrumpió con el preludio de Como dos extraños.
– La letra de esa canción es un conjuro contra el pasado intacto que Martel trataba de resucitar, -me dijo Alcira-. Esa tarde, sin embargo, en la voz de Martel fluyó un pasado que no estaba muerto, como no puede estar muerto lo que sólo ha desaparecido y permanece y dura. El pasado de aquella tarde se mantenía, tenaz, en el presente, mientras él lo cantaba: era el ruiseñor, la alondra del principio del mundo, la madre de todos los cantos. Todavía no puedo entender cómo respiraba, de dónde sacaba fuerzas para no desfallecer. Me descubrí llorando cuando le oí decir, por segunda vez:
Y ahora que estoy frente a ti
parecemos, ya ves, dos extraños:
lección que por fin aprendí.
¡Cómo cambian las cosas los años!
Yo misma estaba recordando lo que jamás había vivido.
Con la última palabra de Como dos extraños Martel se vino abajo, mientras la gente de Parque Chas pedía otro y otro tango. Cuando cayó en mis brazos le oí decir, sin fuerzas: "Lleváme al hospital, Alcira, que no doy más. Lleváme que me muero".
Ya no recuerdo si Alcira me contó ese episodio la última vez que la visité en el hospital Fernández o semanas más tarde, en el café La Paz. Sólo recuerdo la medianoche de diciembre con el cielo en llamas, y Alcira a mi lado, exhausta, de pie ante la enfermera que trataba de consolarla y no sabía cómo, y el silencio que se posó sobre la sala de espera, y el olor a flores rancias que ocupó el lugar de la realidad.
ÚLTIMO
Diciembre 2001
Durante esos días enloquecidos compré algunos mapas de Buenos Aires y fui trazando en ellos líneas de colores que unían los lugares donde Martel había cantado, con la esperanza de encontrar algún dibujo que descifrara sus intenciones, algo parecido al rombo con el que Borges resuelve el problema de "La muerte y la brújula". Las figuras geométricas imperfectas varían, como se sabe, según el orden en que se enlazan los puntos. Si partía de la pensión donde había vivido, en la calle Garay, podía descubrir el contorno de una mandrágora, o una y griega algo torcida que se parecía a la Caput Draconis de la geomancia, o hasta un mandala semejante al círculo mágico de Eliphas Levi . Veía lo que quería ver.
Llevaba mis mapas a todas partes y componía nuevos dibujos cuando me aburría de leer en los cafés. Trazaba líneas entre los lugares donde, según Virgili, el librero, Martel había cantado antes de que yo llegara a Buenos Aires: los hoteles para amantes de la calle Azcuénaga, frente al cementerio de la Recoleta, y el túnel subterráneo que hay debajo del obelisco, en la Plaza de la República. En la colección de diarios de la Biblioteca Nacional -aquella donde Grete Amundsen se había perdido meses atrás- busqué indicios de por qué Martel había elegido esos sitios. Los únicos relatos que encontré fueron el de una pareja asesinada en pleno polvo dentro de un hotel por horas, a fines de los años sesenta, y el de un fusilamiento en el obelisco durante los primeros meses de la dictadura. No parecía haber relación alguna entre los dos hechos. El asesino del hotel era un marido celoso al que la policía había llamado por teléfono, en los tiempos en que se delataba a los adúlteros. Ni siquiera fue procesado: tres médicos certificaron que había sufrido un ataque de enajenación y el juez lo absolvió a los pocos meses. Y la muerte en el obelisco era otra de las tantas que sucedieron entre 1976 y 1980. Pese a que se trataba de una feroz exhibición de impunidad, ningún diario argentino daba cuenta del hecho. Encontré el dato por azar en The Economist, donde el corresponsal en Buenos Aires escribía que un domigo de junio de 1976 -el 18, creo-, un grupo de hombres con cascos de acero llegó poco antes del amanecer a la Plaza de la República en un automóvil sin placas de identificación. Una persona también joven, desconocida, fue arrastrada a través de la plaza: la apoyaron contra el granito blanco del enorme obelisco y la fusilaron con una ráfaga de metralla. Los asesinos se alejaron en el mismo auto, abandonando el cadáver, y nada se supo de ellos.
Fui cayendo en la cuenta de que, mientras no supiera en qué otros lugares de Buenos Aires había cantado Martel, no lograría completar el dibujo -si es que había algún dibujo-, y tampoco me atrevía a incomodar a Alcira por algo que tal vez fuera una idea loca. Cuando le preguntaba si sabía dónde más había actuado Martel para sí mismo, aparte de los sitios que ya conocíamos, ella, afectada por lo que sucedía en la sala de terapia intensiva, sólo balbuceaba algunos nombres: Mataderos, los túneles, el palacio de Aguas , y se marchaba. Estoy haciendo memoria, me respondió una vez. Voy a escribir una lista de los lugares y te la voy a dar. No lo hizo sino mucho después, cuando yo estaba marchándome de Buenos Aires.
Muchas de mis tardes estaban vacías, emponzoñadas por el desgano. A medida que se acercaba la Navidad me repetía que era ya tiempo de regresar a casa. Había recibido algunas tarjetas de amigos que lamentaban mi ausencia en la fiesta de Acción de Gracias, a fines de noviembre. Entretenido en imaginar cómo sacar a Bonorino del sótano del aleph, la celebración me había pasado inadvertida. Tenía la cabeza en cualquier parte y empezaba a preocuparme. A este paso, pensé, se me acabarán las becas sin haber llegado a escribir siquiera un tercio de la disertación.
Leí que en la salita del teatro San Martín, donde había visto algunas obras maestras del cine argentino, iban a dar Tango!, que se anunciaba corno "nuestra primera película sonora". La obra estaba fechada en 1933, cuando habían pasado ya seis años desde que Al Jolson cantara en The Jazz Singer. Imaginé que la información estaba equivocada. Y lo estaba. En los dos años anteriores se había filmado en Buenos Aires uno que otro melodrama hablado, como Muñequitas porteñas, con discos que intentaban sincronizar en vano los diálogos con las imágenes. Lo que importa, sin embargo, es que cuando vi Tango! estaba convencido de que ése había sido el adiós argentino a la época muda.
El argumento era inocuo, y lo único interesante era la sucesión de dúos, tríos, quintetos y orquestas típicas, que interrumpían a ratos las ejecuciones para que los actores declamaran sus parlamentos. TheJazz Singer había aportado al cine una frase inmortal, You ain't heard nothing yet, Ustedes no han oído nada todavía. En la primera escena de Tango!, una cantante robusta, disfrazada de malevo, rompía el fuego con un verso que desataba al instante una tormenta de significados: Buenos Aires, cuando lejos me vi. El primer sonido del cine argentino había sido, entonces, aquel par de palabras, Buenos Aires.
Mientras veía distraído la película, cuyos diálogos se me escapaban, no sé si por la dicción turbia de los actores o porque la banda de sonido debía ser muy primitiva, tuve miedo de que la ciudad se retirara de mí un día y ya nada fuera entonces como había sido. Me quedé sin respirar, con la esperanza de que el presente no se moviera de su quicio. Terminé sintiéndome en ningún lugar, sin tiempo al cual aferrarme. Lo que yo era se había perdido en alguna parte y no sabía cómo recuperarlo. La película misma me confundía, porque tenía una estructura circular en la que todo volvía a su punto de partida, incluyendo a la gorda disfrazada de malevo, que reaparecía en el minuto final, cantando una milonga que aludía -eso creí- a Buenos Aires:
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