Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Andrade, el Mocho, era sólido, enorme, oscuro como el cantor, pero con el pelo indócil y una voz atiplada, de hiena. Su madre ayudaba a la señora Olivia en los trabajos de costura y, cuando las mujeres se reunían por las tardes, al Mocho no le quedaba otro remedio que acompañar al inválido Estéfano. Se habituaron a jugar a las cartas y a compartir las novelas que retiraban de la biblioteca municipal de Villa Urquiza. Estéfano era un lector voraz. Mientras uno tardaba dos semanas en leer Los hijos del capitán Grant, el otro empleaba una en La isla misteriosa y Veinte mil leguas de viaje submarino, que sumaban el doble de páginas. Fue el Mocho quien investigó en los kioscos de parque Rivadavia y de la calle Corrientes dónde estaban enmoheciéndose los ejemplares perdidos de la revista Zorzales del 900 y fue también él quien convenció a su madre, a la señora Olivia y a una vecina que dieran otra vuelta en el tren fantasma mientras Estéfano grababa El bulín de la calle Ayacucho en la cabina electroacústica de un parque de diversiones.

Así como uno soñaba con ser un cantor de tango seductor y gallardo, el otro quería ser un fotógrafo épico. Al inválido lo desalentaban las piernas raquíticas, la ausencia de cuello, la vergonzosa joroba. A Mocho lo perdía la voz, que aun a los veinte años se le desbarrancaba en gallos y graznidos. En noviembre de 1963, junto a otros dos conspiradores, arrastró por la calle Libertad, en pleno centro de Buenos Aires, un busto de Domingo Faustino Sarmiento, mientras gritaba por un altoparlante: "¡Acá va el bárbaro asesino del Chacho Peñaloza!" La escena pretendía ser insultante: la voz del Mocho la volvió ridícula. Aunque llevaba su cámara de fotos al cuello para captar la indignación de los transeúntes, el fotografiado fue él, en la primera página del vespertino Noticias Gráficas. Por esa época, Estéfano comenzó a cantar en los clubes.

Su amigo aparecía en mitad del recital, avanzaba hacia el escenario y le tomaba un par de fotos con flash. Luego, desaparecía. En los primeros días del otoño de 1970, se cruzaron en la noche del Sunderland y en una mesa del fondo bebieron por el pasado. Martel era ya Martel y todos lo llamaban así, pero para el Mocho seguía siendo Téfano.

– Un día de éstos, -le dijo, me voy a Madrid y vuelvo en el avión negro con Perón y Evita.

– A Perón no lo van a dejar entrar los militares, -lo corrigió Martel. Y nadie sabe dónde está el cadáver de Evita, si acaso no la tiraron al mar.

– Ya vas a ver, -insistió el Mocho.

Meses más tarde, Aramburu fue secuestrado por algunos jóvenes que fueron a buscarlo a su propia casa. Lo juzgaron durante dos días y al amanecer del tercero lo ejecutaron con un balazo en el corazón. Durante semanas, los conspiradores fueron buscados en vano, hasta que una mañana de julio la filial cordobesa de ese pequeño ejército, que se hacía llamar Montoneros, quiso apropiarse de La Calera, un pueblito de las sierras. El secuestro de Aramburu había sido una obra maestra de estrategia militar; la toma de La Calera, en cambio, reveló una torpeza insuperable. Dos de los guerrilleros murieron, otros cayeron heridos, y entre los documentos que la policía descubrió esa tarde estaban las claves del secuestro de Aramburu. Todos los nombres de los conspiradores fueron descifrados menos uno, FAP. Los investigadores del ejército atribuyeron esas letras a la sigla de otra organización, Fuerzas Armadas Peronistas, que dos años antes había invadido los montes de Taco Ralo, al sur de Tucumán. Eran, sin embargo, las iniciales de Felipe Andrade Pérez, alias el Ojo Mágico , alias el Mocho .

Durante seis meses, Andrade ocupó un cuarto en la casa ocre de la calle Bucarelli. En reuniones que duraban hasta el amanecer, discutía allí los detalles del secuestro de Aramburu con los otros conjurados. Su misión consistía en ayudar al dueño de casa, ciego de un ojo e inhábil con el otro, a dibujar los planos del departamento donde vivía el ex presidente y a fotografiar el garaje contiguo de la calle Montevideo, el bar El Cisne -que estaba en la esquina- y el puesto de revistas de la avenida Santa Fe, donde siempre había gente. Memorizaban las fotos, tomaban notas y luego quemaban los negativos. Dos semanas antes de la fecha elegida para el secuestro, el Mocho diseñó el itinerario de la fuga. Fue él quien encontró los descampados donde el prisionero debía ser trasladado de un vehículo a otro; fue también él quien decidió que el último vehículo, una camioneta Gladiator, llevara una carga hueca de fardos de alfalfa, dentro de la cual viajaría el secuestrado y los hombres que debían vigilarlo. Lo que más le importaba de aquella aventura era registrar con su cámara cada uno de los pasos: la salida de Aramburu del edificio de la calle Montevideo custodiado por dos falsos oficiales del ejército; el terror de su cara en la Gladiator; los interrogatorios en la finca de Timote, donde lo llevaron para juzgarlo; el anuncio de la condena a muerte, el momento de la ejecución. A última hora, sin embargo, le ordenaron que se quedara en la casa de la calle Bucarelli, para que comandara la eventual retirada. Los conspiradores grabaron cada una de las palabras que Aramburu balbuceó o dijo durante aquellos días, pero no tomaron fotografías.

El jefe del operativo, que era un aficionado, trató de registrar su imagen recortada sobre una pared blanca, pero el rollo se rornpió al apretar el obturador por quinta vez y las tomas se perdieron.

Quedar al margen de la aventura decepcionó tanto al Mocho que desapareció de Parque Chas sin avisar, corno tantas otras veces. Los conspiradores temieron que los denunciara, pero su naturaleza no era la de un traidor. Se alojó bajo nombres falsos en una pensión de mala muerte, y a la semana siguiente regresó a la calle Bucarelli a buscar su ropa.

La casa estaba vacía. En el laboratorio fotográfico, sobre la pileta de revelado, encontró los negativos de tres fotos tomadas, sin duda, por el torpe y cegato dueño del lugar. Identificó las imágenes al instante, porque sus compañeros las habían enviado a todos los diarios de la mañana, y algunos las exhibieron en la primera página. Una reproducía los dos bolígrafos Parker, el pequeño calendario y la traba de corbata que Aramburu llevaba cuando lo capturaron; otra exhibía su reloj de pulsera; la tercera, una medalla entregada en mayo de 1955 por el Regimiento 5 de Infantería. Pensó que era una grave torpeza no haber destruido los negativos, y los quemó allí mismo, con la llama de su encendedor. No advirtió que el pequeño rectángulo con la imagen de la medalla se le cayó por una ranura casi invisible, entre la pileta de revelado y una pared de mampostería. Los investigadores del ejército lo encontraron allí cuarenta días más tarde, cuando el desastre de La Calera ya había descifrado las claves del secuestro.

– La historia que te he contado debería terminar en ese punto, -me dijo Alcira, pero es allí donde en verdad empieza. Al día siguiente del episodio cordobés, cuando todos los diarios publicaron los nombres y las fotos de los secuestradores de Aramburu, el Mocho se presentó en la casa de Martel y pidió refugio. No dijo de qué huía ni quiénes lo acosaban. Sólo dijo: "Téfano, si no me guardás, me mato". Estaba transformado. Se había teñido el pelo de rubio, pero como lo tenía enhiesto, de acero, en vez de pasar inadvertido sobresalía como un flash. Las uñas tenían un sospechoso color herrumbre, por el ácido de los revelados fotográficos, y sobre el labio le crecía un bigote hirsuto, resistente a la tintura. La voz seguía inconfundible, pero casi no hablaba. Cuando lo hacía, mantenía el tono al nivel del susurro: atiplado, eso sí, agudo como el chillido de un perro moribundo.

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