Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Aunque yo tenía acumulados unos siete mil dólares en el banco, sólo podía retirar doscientos cincuenta a la semana, después de probar suerte en cajeros automáticos que estaban muy alejados entre sí, a más de una hora de viaje en colectivo. Fui aprendiendo que, en algunos bancos, los fondos de los cajeros se reponían a las cinco de la mañana y se agotaban dos horas más tarde, y en otros el ciclo empezaba a mediodía, pero millares de personas lo aprendían al mismo tiempo que yo y, más de una vez, después de salir de la avenida Chiclana, en Boedo, para llegar a tiempo a la avenida Balbín, al otro extremo de la ciudad, la fila estaba dispersándose porque se había acabado el dinero. Nunca tardé menos de siete horas semanales en reunir los doscientos cincuenta pesos que permitía el gobierno, y tampoco podía imaginar cómo se las arreglaba la gente que trabajaba en horarios fijos.

Cuando mis diligencias en los bancos tenían éxito, me ponía al día con las cuentas del hotel y compraba un ramo de flores para Alcira. Ella dormía poco y los desvelos le habían apagado la mirada, pero disimulaba la fatiga y se la veía alerta, enérgica.

Por raro que parezca, nadie lo visitaba en el hospital de la calle Bulnes. Los padres de Alcira eran muy ancianos y vivían en algún pueblito de la Patagonia. Martel estaba solo en el mundo. Tenía una fama legendaria de mujeriego pero nunca se había casado, igual que Carlos Gardel.

En la sala próxima a la unidad de terapia intensiva, Alcira me contó fragmentos de la historia que el cantor había ido a recuperar en Parque Chas, donde había llegado con la hemorragia interna ya desatada.

– Aunque lo noté débil -me dijo-, estuvo muy animado cuando discutió con Sabadell el repertorio de esa tarde. Yo le pedí que cantara sólo dos tangos pero insistió en que fueran tres. La noche anterior me había explicado con pelos y señales lo que aquel barrio significaba para él, dio vueltas alrededor de la palabra barrio, río, barro, bar, orar, ira, arriba , y adiviné que esos juegos ocultaban alguna tragedia y que por nada del mundo faltaría a la cita consigo mismo en Parque Chas. Sin embargo, no me di cuenta de lo mal que estaba hasta que se desplomó, después del último tango. La voz le había fluido con ímpetu y, a la vez, con negligencia y melancolía, no sé cómo decirlo, quizá porque el viento de la voz arrastraba las decepciones, las felicidades, las quejas contra Dios y la mala suerte de sus enfermedades, todo lo que jamás se había atrevido a decir delante de la gente. En el tango, la belleza de la voz importa tanto como la manera en que se canta, el espacio entre las sílabas, la intención que envuelve cada frase. Ya habrás notado que un cantor de tango es, ante todo, un actor. No un actor cualquiera, sino alguien en quien el oyente reconoce sus propios sentimientos. La hierba que crece sobre ese campo de música y palabras es la silvestre, agreste, invencible hierba de Buenos Aires, el perfume de yuyos y de alfalfa. Si el cantor fuera Javier Bardem o Al Pacino con la voz de Pavarotti, no soportarías ni una estrofa. Ya viste cómo Gardel triunfa con su voz bien educada pero arrabalera allí donde fracasa Plácido Domingo, que podría haber sido su maestro pero que al cantar Rechiflao en mi tristeza sigue siendo el Alfredo de La Traviata. A diferencia de esos dos, Martel no se concede la menor facilidad. No suaviza las sílabas para que la melodía se deslice. Te sume en el drama de lo que está cantando, como si fuera los actores, la escenografía, el director y la música de una película desdichada.

– Era, es verano, como sabés, -dijo Alcira. Podías oír la crepitación del calor. Martel estaba vestido esa tarde con la ropa formal de las presentaciones en los clubes. Llevaba un pantalón a rayas, un saco negro cruzado, una camisa blanca abotonada hasta arriba y el echarpe de su madre, que se parecía al de Gardel. Se había puesto zapatos de tacos altos, que le entorpecían el paso más de lo usual, y maquillaje en las ojeras y los pómulos. Por la mañana, me había pedido que le tiñera el pelo de oscuro y que le planchara los calzoncillos. Usé una tintura firme y un fijador que mantenía el peinado seco y brillante. Tenía miedo de que, al sudar, le cayeran sobre la frente hilos de negrura, como a Dirk Bogarde en la escena final de Muerte en Venecia.

– Parque Chas es un sitio apacible, -dijo Alcira. Lo que sucede en cualquier punto del barrio se sabe al mismo tiempo en todos. Los chismes son el hilo de Ariadna que atraviesa las paredes infinitas del laberinto.

El auto que nos llevaba se detuvo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, junto a una casa de tres plantas pintada de un raro color ocre, muy claro, que parecía arder bajo la última luz de la tarde. Como tantos otros solares de la zona, ocupaba un espacio triangular, con unas ocho ventanas en la segunda planta y dos a la altura de la calle, más tres ventanas en la terraza. La puerta de entrada estaba hundida en el vértice de la ochava, como la úvula de una garganta profunda. Enfrente se amodorraba uno de esos negocios que sólo existen en Buenos Aires, las galletiterías. En los años prósperos, exhibían bizcochos de variedades insólitas, desde estrellas de jengibre y cubos rellenos con miel de asfódelo hasta redondeles de jazmín, pero la decadencia argentina los había envilecido, convirtiéndolos en despachos de gaseosas, caramelos y peines. A partir de la esquina de Ballivian, la calle Bucarelli se alzaba en pendiente, una de las pocas que interrumpen la lisura de la ciudad. Dos grafitti recién pintados declaraban "Masacre palestina” y, bajo una imagen benévola de jesús, "Qué bueno es estar con vos".

– Apenas Sabadell desenfundó la guitarra, las calles que parecían desiertas empezaron a poblarse de gente inesperada, -me dijo Alcira: jugadores de bochas, vendedores de lotería, matronas con los ruleros mal puestos, ciclistas, contadores con mangas de lustrina y las jóvenes coreanas que estaban en la galletitería. Los que llevaban sillas plegadizas las colocaron en semicírculo ante la casa ocre. Pocos habían visto a Martel alguna vez y quizá ninguno lo había oído. Las escasas imágenes que se conocen del cantor, publicadas en el diario Crónica y en el semanario El Periodista, en nada se parecen a la figura hinchada y envejecida que llegó a Parque Chas aquella tarde. Desde una de las ventanas cayó un aplauso y la mayoría hizo coro. Una mujer pidió que cantara Cambalache y otra insistió en Yira, gira, pero Martel alzó los brazos y les dijo: "Disculpen. En mi repertorio omito los tangos de Discépolo. He venido a cantar otras letras, para evocar a un amigo".

– No sé si leíste alguna historia sobre la muerte de Aramburu, -me dijo Alcira. Sería imposible. Pedro Eugenio Aramburu. ¿Por qué sabrías algo de eso, Bruno, en tu país, donde nada ajeno se sabe? Aramburu fue uno de los generales que derrocó a Perón en 1955. Durante los dos años que siguieron ocupó la presidencia de facto, consintió el fusilamiento sin juicio de veintisiete personas y ordenó que el cadáver de Eva Perón fuera sepultado al otro lado del océano. En 1970, se aprestaba a recuperar el poder. Un puñado de jóvenes católicos, enarbolando la cruz de Cristo y la bandera de Perón, lo secuestró y lo condenó a muerte en una finca de Timote. La casa ocre de la calle Bucarelli fue uno de los refugios donde se tramó el atentado. El Mocho Andrade, que había sido compañero de juegos de Martel, era uno de los conjurados, pero nadie lo supo. Se fugó sin dejar rastros, sin dejar memoria, como si jamás hubiera existido. Cuatro años más tarde apareció en la casa de Martel, contó su versión de los hechos, y esa vez sí desapareció para siempre.

Era difícil seguir el relato de Alcira, interrumpido por las súbitas recaídas del cantor en la unidad de terapia intensiva. Lo mantenían a flote con un respirador artificial y continuas transfusiones de sangre. Lo que he anotado es un rompecabezas de cuya claridad no estoy seguro.

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