Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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En efecto, no salió. El alba llegó lentamente; continuaba lloviendo. La atmósfera negra fue tornándose azul, después verde y finalmente adoptó una tonalidad grisácea que no desaparecería hasta la noche. Mientras aclaraba no dejó de llover ni un momento. "No va a salir", pensó Domingo. El alba verdosa parecía originarse en el centro de la plaza. Cuando no dormitaba de pie bajo el angosto portal, Rosa miraba hacia allí con los ojos muy abiertos, con una expresión entre asombrada y pensativa. El alba mostró los árboles lavados, lavándose.

Alrededor de las seis y media vieron por fin al viejo Arce cruzando la plaza en diagonal hacia ellos. Se había puesto sobre el sombrero una arpillera que lo protegía malamente del agua. La arpillera le caía sobre la espalda a modo de capa. Venía caminando ni rápida ni lentamente, sorteando los charcos, sin mirar hacia el portal del hotel, fijándose más bien con una rápida pericia donde ponía el pie, para no resbalar y caer. Por fin llegó a la esquina de la plaza y comenzó a cruzar la calle. Pisaba con la punta de las alpargatas rotosas, los brazos separados del cuerpo para mantener mejor el equilibrio, mirando hacia cualquier parte menos hacia el portal del hotel. Llegó a la vereda. Se detuvo a un metro de distancia del portal. Detrás suyo estaban la calle y la plaza, los altos árboles increíbles, lavados, la lluvia derramándose incansable y sombría.

Domingo cerró los ojos, como fatigado, y en seguida volvió a abrirlos.

– ¿Qué pasa? -dijo.

El viejo carraspeó. No lo miraba.

– Bueno -dijo, carraspeando-. No es para tanto, me parece.

Hizo silencio. Domingo no le respondió. El viejo cambió de posición.

– Me estoy mojando -dijo-. ¿No me hacen un lugarcito en la puerta?

Domingo se corrió hacia Rosa. El viejo se acomodó junto a él y empezó a dar saltitos, como si tuviera frío, frotándose las manos y mirando hacia la plaza. Después quedó inmóvil.

– Estoy muy viejo ya -dijo-. Si vos y la Rosa se van, me voy a morir de hambre. ¿Quién me va a cuidar? ¿Quien me va a hacer la comida? La Rosa con nosotros no deja de ser un adelanto.

Domingo lo miró. Estaba furioso.

– Usted no vuelve a levantar la mano. ¿Estamos? -dijo.

El viejo lo miró por un momento. Después miró a Rosa.

– A tu padre no, Domingo -dijo-. A un padre se le debe respeto. No podes decirme una cosa así.

Domingo no dijo nada.

– Tiene razón -dijo Rosa, muy seria, tironeándolo del saco-. Es tu padre.

Domingo suspiró.

– Vamos -dijo el viejo.

Comenzaron a caminar. Cruzaron la calle. El viejo iba delante, dando pequeños saltos para evitar los charcos. Detrás iba Rosa. Estaba completamente mojada. Llevaba en la mano la revista de historietas, mojada y hecha pedazos. Domingo iba a un metro de distancia de los dos, caminando lentamente bajo los árboles cargados de agua. En mitad de la plaza el viejo se detuvo. Miró a Domingo por encima de Rosa.

– Apenitas pare de llover y haga buen tiempo -dijo- vamos a hacer la galería.

1961

El balcón

1

Amparo despertó alrededor de las cinco de la tarde. La ventana de la habitación del hotel que daba a la calle se hallaba cerrada, pero a través de la claraboya sobre la puerta, del otro lado de la habitación, frente a la cama, penetraba una luz gris, sin destellos, que producía en la habitación una claridad relativa. La puerta daba a la galería del primer piso. Del cuarto vecino llegaba el apagado rumor de un ventilador. Primero Amparo abrió los ojos (estaba echada de espaldas sobre la cama, un brazo cruzado blandamente sobre el pecho), vio el cielorraso, en esa porción de su superficie que se mostraba agrietada y manchada por la humedad y volvió a cerrarlos durante un lapso incalculable, sin saber si se hallaba despierta o dormida. Cuando tuvo conciencia nuevamente y se consideró completamente despierta, oyó el zumbido del ventilador en la pieza vecina, supo de qué se trataba, y abrió los ojos otra vez, sintiendo de inmediato la espalda y los brazos húmedos por la transpiración, la nuca caliente y pesada y ese gusto entre amargo y áspero, y algo seco y maloliente, que sienten en la boca cuando despiertan las personas que trasnochan demasiado. No se movió cuando estuvo despierta. Solamente sus ojos, unos ojos grandes, cálidos y oscuros, de los que Amparo solía decir con un orgullo un poco irónico que jamás se los había pintado, vagaban lentamente por el cielorraso, desde la porción de su superficie agrietada y manchada por la humedad hasta la trabajada y amarillenta moldura central de la que pendía el negro cable pringoso de la luz eléctrica, y de allí hasta las pequeñas rosetas de las esquinas de una de las cuales se había desprendido un fragmento en otro tiempo dejando como rastro visible de su paso una porción más áspera y más blanca, muy pequeña, que contrastaba con aquella lisa y amarillenta superficie. El resto de su cuerpo permanecía quieto. En seguida oyó también, viniendo desde el exterior, las bocinas de los automóviles y el súbito y metálico campanillazo de los tranvías. Hacía mucho calor. Era pleno enero. Pero Amparo, observando la calidad de la luz que penetraba en la habitación a través de la claraboya de la puerta que daba a la galería del piso alto, dedujo que se estaba formando una tormenta, una de esas pesadas, rápidas y sombrías tormentas de verano que impregnan la atmósfera de un peligroso tinte verde, y cuya amenazante preparación excede en gran medida a las consecuencias reales que produce.

Estaba vestida con una combinación sobre las prendas más íntimas, y uno de los breteles se había deslizado hacia el brazo desde su reluciente hombro moreno. El chico dormía a su lado: salvo una bombachita blanca, se hallaba completamente desnudo, uno de los pequeños brazos doblado cerca de la cara, la mano cerrada. Dormía al parecer con una gran placidez. Amparo desvió la cabeza y lo miró. La expresión de su rostro no se modificó al dirigir la mirada a su hijito. Más bien adquirió una ligera dureza que cuajó en sus facciones durante un momento, aristándolas, haciéndolas como más filosas, hasta que fluyeron nuevamente, dando paso a una expresión que si en un principio pareció sombría fue volviéndose, poco a poco, como nostálgica o como melancólica.

Estuvo alrededor de quince minutos recostada, inmóvil, pensando. Después se levantó, dio unos pasos sin finalidad por la habitación, descalza, y en seguida se vistió con un batón sencillo, floreado y algo viejo, que abrochaba en la parte delantera mediante una hilera de grandes botones blancos. Fue y abrió la ventana: la verdosa claridad exterior, una luz profunda y penetrante, de tormenta, iluminó de inmediato la habitación. Asomándose al balcón espió el cielo: unas pesadas y grandes nubes de un azul metálico lo cubrían totalmente, cernidas sobre la ciudad, inmóviles e implacables como un sólido monumento. Entre los ásperos e informes nubarrones destellaban ya unos débiles relámpagos. Permaneció un momento apoyada sobre la balaustrada de concreto, mirando el cielo y la ciudad de casas grises o blancas, de uno o dos pisos. Aquí y allá se destacaban con unos colores más fulgurantes y vivos en medio de la atmósfera húmeda, los edificios más altos: monoblocs de ocho o diez pisos, de fachadas de un blanco deslumbrante, verdes persianas, y unos toldos de lona anaranjada sobre los balcones idénticos. El aire estaba quieto, pero con una quietud que olía a provisoriedad, a preparación, como uno puede decir que una granada está quieta por dentro antes de estallar. La calle era toda gris ocho metros más abajo; y entonces Amparo contempló durante un momento el paso de la gente, de los automóviles y de los ruidosos tranvías, apoyada con aire pensativo sobre la balaustrada de concreto, hasta que recordó que ni siquiera se había lavado la cara al levantarse, y que su escotado batón floreado no era la prenda más adecuada para asomarse a la calle a las cinco de la tarde. Entró nuevamente a la habitación, se lavó la cara en la pequeña pileta (rajada también, sostenida por un caño que se hundía en el piso de madera) y después se detuvo un momento a arreglarse frente al espejo del ropero. Comenzó a peinarse con una rápida pericia, no con un peine común sino con un cepillo de plástico de duros dientes que chasqueaban al deslizarse con dificultad sobre su áspero cabello oscuro. Al mirarse con mayor atención en el espejo, Amparo fue moviendo la mano con una lentitud cada vez más marcada, hasta que, aproximándose un poco más a la lisa superficie en que estaba reflejándose, la expresión ce extrañeza y atención hacia su propia figura aumentó en su rostro, y detuvo el movimiento de la mano por completo. Hacía tiempo que no se contemplaba: ahí estaba su rostro: los grandes ojos cálidos, el óvalo moreno de su cara rodeado por el áspero pelo corto, aquella nariz recta y dura, un poco fría, que contrastaba con los ojos y creaba el equilibrio necesario dando como resultado una expresión de gravedad, una gravedad y una tensión discreta ocultando, según Amparo pensaba de sí misma, un corazón apasionado. Pero no eran esos rasgos, tan familiares y extraños al mismo tiempo, los que llamaron la atención a Amparo, sino una expresión de su boca, una expresión que ella no conocía, o no había visto antes, consistente en una leve torción del labio inferior, en el lado derecho, junto a la comisura, viniendo a cambiar de un modo completo la atmósfera de su cara. Sus labios eran, aunque un poco anchos, agradables: eran el otro tono cálido de su cara. Pero esa torción, no advertida anteriormente, los había vuelto rígidos, tensos y duros. Continuó peinándose. "Los años pasan", pensó Amparo. Y recordó cómo, cuando joven, sabía sostener que una bailarina debe retirarse de su profesión a los treinta años cuando mucho, recordando asimismo que ella iba ya por los treinta y cuatro y continuaba bailando cada noche en clubes nocturnos de baja categoría, en toda la república. Terminó de peinarse, dejó el cepillo sobre la mesa de luz y miró a su hijo. El chico abrió los ojos, le devolvió una demorada mirada de entresueño placentero y abúlico y volvió a cerrarlos. "Comer y dormir", pensó Amparo, "lo mismo que su padre". El padre del chico era un músico en desgracia que había vivido con ella un tiempo, en Buenos Aires. Cuando Amparo quedó embarazada (el médico le había advertido un tiempo antes que otro aborto sería sumamente peligroso para su vida) el músico, que había estado viviendo a costillas de Amparo todo el tiempo que estuvieron juntos, desapareció del hotel sin dejar rastro. El chico era rubio, de piel muy blanca y sonrosada, como el padre. Era además muy parecido físicamente a él. Al ver a su hijo, Amparo lo asociaba de un modo mecánico a la persona de su antiguo amor, y eso la inducía involuntariamente a tratar a la criatura de un modo no se diría frío o duro, sino algo áspero, como suelen tratar esas mujeres demasiado independientes a los hombres que dominan.

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