Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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Domingo miró al viejo pero éste se hallaba con los ojos clavados en el piso.

– Seguro que sí -dijo con algún énfasis.

– Bueno -dijo el viejo-. "Eso no sería culpa suya", dice el Cándido. Entonces yo le dije que para casar a la chica tenía que buscar un hombre asentado, con experiencia, y que él conociera bien: que lo buscara de por aquí, sin ir tan lejos. "¿Usted no sabe quién puede ser, don Arce?", me dice el Cándido. "Y, yo no sé", le digo. "Hombres buenos no abundan en estos tiempos"; miró a Domingo. "¿No te parece que dije bien?", dijo.

Domingo movió rápidamente la cabeza tratando de no encontrarse con la mirada de su padre. Más bien dejó deslizar su mirada por todo el rancho, semejante al interior de una cueva: cerca de la mesa la luz era más intensa que en los rincones, y todo el rancho estaba lleno de cosas, camastros, travesaños, cueros, y también de sombras, y si por casualidad el viejo tocaba con el codo o la pierna la tosca mesa haciendo temblar el farol, todas las sombras y al parecer también todas las cosas se movían en el interior del rancho por un momento.

– Seguro -dijo Domingo sin mirar a su padre.

– "Si usted me aconseja", dijo Cándido, "yo voy a seguir su consejo al pie de la letra" -siguió diciendo el viejo-. "Pero que consejo te puede dar un hombre viejo como yo. Veinte años atrás, todavía. Ahora corren otros tiempos". "Bien dicho, don Arce -me dice-. Usted es un hombre con experiencia: hombres así no abundan en estos tiempos". "Y así como ves, Cándido," le digo, "vivo solo, sin mujer, teniendo que hacerme la comida y lavándome yo solo la ropa. Si no fuera por el Domingo, que de vez en cuando me cocina, me habría muerto de hambre hace rato". "¿Y cómo, don Arce?", dice el Cándido, "usted, un hombre tan bueno, viviendo en esas condiciones". "Bueno", le digo, "la verdad es que yo estaba pensando en conseguirme una compañera, pero sin apuro, ¿sabes Cándido? Primero quiero hacer una galería que cubra la puerta del rancho y de la cocina, para que la pobre no trabaje a la intemperie". El viejo hizo silencio por un momento, como reflexionando. En eso el Cándido me mira fijo -continuó- y dice "¿No quiere tomar un vino, don Arce?" "Cómo no iba a ir. Habíamos estado hablando en la plaza, donde nos hallamos de cruce, y nos fuimos para el hotel. El Cándido no dijo una palabra hasta que llegamos, más, miento, hasta después que tomamos el vino y volvimos a salir, y empezamos a cruzar de vuelta la plaza. Dice: "Don Arce, estuve pensando, ¿sabe? Yo sé quién es el hombre que le conviene a la Rosa ". "Ah", digo yo, "¿y puedo saber quién es?" "Pero cómo no", dice el Cándido, y después, dándome un golpecito en el hombro, me mira muy serio y dice: "Usted, don Arce". Me llevó hasta el rancho, la hizo cambiar a la Rosita y le dijo que se viniera conmigo. Y así fue como me la traje.

– Sí -dijo Domingo-. Déme para el vino.

Estaba de pie frente al viejo, la camisa y los pantalones descoloridos, los brazos separados del cuerpo. Era bajo como su padre, pero mucho más macizo y tenía la piel oscura y brillante. El viejo buscó un momento en sus bolsillos, de sentado, con gran dificultad, y después se puso de pie para continuar buscando; después de dar vuelta los bolsillos delanteros del pantalón de uno de las cuales cayó un paquete de "Colmena" que Domingo vio dar contra el suelo sin moverse para recogerlo, sin hacer siquiera un gesto, con la vista clavada en el viejo, su padre empezó a registrarse los bolsillos traseros haciendo un gesto con la cabeza que al parecer quería decir que no se explicaba dónde diablos había ido a parar el dinero.

– Pero yo no sé -dijo dejando de buscar. Después empezó a acomodarse el forro de los bolsillos y se agachó para recoger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y se guardó el paquete-. Bueno -dijo al fin- Cómpralo de tu plata que después yo te doy.

Domingo salió al patio, a la noche. Por la abertura de la cocina veía la gran sombra de Rosa moviéndose en medio de la tenue claridad verdosa que expandía el farol. La noche estaba límpida, llena de estrellas inmóviles brillando sobre la superficie tensa y lisa del cielo. Todo el lugar estaba iluminado por la claridad lunar, y más allá, visible entre los árboles que formaban un angosto bosquecito anterior a la costa, el río era una plácida planicie atravesada por cambiantes reflejos. Domingo se encaminó a la cocina; Rosa estaba salando la carne sobre una mesita. Junto a ella se hallaba el farol.

– Busca leña -dijo Rosa.

– Voy al almacén -dijo él.

Rosa dejó de salar. Echaba sal con la mano sobre la carne y después pasaba la mano para desparramarla. Dejó de salar.

– ¿Es cierto lo de la Juana? -dijo, mirando a Domingo. Éste metió los dedos en la bolsa de sal y después empezó a chupárselos. No dijo nada. Volvió a meter los dedos en la bolsita y volvió a chupárselos, y Rosa todavía lo miraba.

– ¿Cierto? -volvió a decir Rosa.

– Voy al almacén -dijo Domingo, dándose vuelta y saliendo de la cocina.

Los perros se le aproximaron y comenzaron a saltar y a ladrar a su alrededor. Domingo atravesó el espacio abierto frente a la casa y tomó el sendero paralelo al bosquecito, internándose entre la maleza que crecía a los costados de la angosta cinta de tierra arenosa. Los perros llegaron con él hasta el alambrado; él lo cruzó, saltó el profundo zanjón y al retomar el paso normal oyó detrás suyo a los perros, cuyos ladridos comenzaban a alejarse en dirección a la casa.

Regresó con dos botellas de vino, una en cada mano. Cerca de la casa comenzó a sentir el aroma de la carne asándose. Cuando llegó vio a Rosa en el patio, detrás de la cocina, inclinada sobre el brasero del que se elevaba una columna de humo oblicua y lenta. El viejo la contemplaba apoyado en el marco de la puerta del rancho, su figura nítidamente recortada contra la claridad verdosa del interior.

Rosita se incorporó cuando él llegó:

– Eh, Domingo -dijo, pasándose el dorso de la mano por los ojos.

– Domingo -dijo el viejo-. Saca afuera la mesa para comer al fresco. Deja por ahí las botellas.

Domingo dejó las botellas en el suelo y fue hasta el interior del rancho. El viejo le dio paso en la puerta, saliendo al exterior, tambaleando.

Domingo retiró el farol de la mesa y lo colgó del travesaño; al hacerlo todas las sombras se movieron, y como el farol quedó oscilando levemente pendiendo del travesaño, mientras Domingo alzaba la mesa con las dos manos y la llevaba al patio, todas las sombras en el interior del rancho estuvieron moviéndose lentamente; cada vez más lentamente hasta que el farol colgado quedó inmóvil y las sombras se detuvieron.

Domingo depositó la mesa en el patio. Rosa se hallaba inclinada cerca del brasero. El aroma de la carne asándose se mezclaba con el de la humedad, el de los árboles y el de la noche. Detrás de Domingo, contra la claridad rectangular de la abertura, el viejo Arce encendía un "Colmena" y sacudía después el fósforo arrojándolo lejos de sí, hacia la noche. Los perros se hallaban lejos de la casa, moviéndose y ladrando sin cesar, y de pronto, amarillos o verdes, duros como piedras preciosas, sus ojos brillaban.

– Chichos, chichos -les gritó el viejo distraídamente, sibilinamente, avanzando unos pasos para recoger una botella de vino del suelo-. Trái una sillas, Domingo -dijo mirando la botella.

– ¿Quiere que la destape, don Arce? -dijo Rosa viniendo hacia él- Domingo, trái un tirabuzón.

– Está en la cocina -dijo Domingo, yéndose para el rancho. Había dos sillas de paja completamente desvencijadas y un cajón precario. Domingo juntó las sillas por los respaldares, las levantó por los travesaños y con la otra mano alzó el cajón, regresando. En la puerta se puso de costado; sacó las sillas primero, y después el cuerpo, y detrás el cajón. Al salir vio la gran sombra de Rosita en el interior de la cocina. El viejo estaba con la botella en la mano, aguardando junto a la mesa. Domingo distribuyó las sillas y el cajón alrededor de la mesa. El viejo se sentó en una de las sillas.

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