Juan Saer - Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor.
El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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Decidimos salir esta noche con Vera e Ivonne.

– ¿Mañana? -dice Tomatis-. Nadie es profeta aquí para decirlo.

Llegamos a la primera esquina. Nos detuvimos.

– Aquí me separo -dice Barra, que vive en el norte de la ciudad.

Hay un momento de silencio. Tomatis bosteza.

– Bueno, perfecto. Hasta mañana -dice Pancho.

– Hasta mañana, Alfredo -digo yo-. Mañana te llamo por teléfono si se produce algo.

– Sí, sí. De acuerdo. Exactamente -dice Barra, tocándose el duro bigote con los dedos.

Así que entonces nos separamos. Barra dobló en la esquina, nosotros cruzamos la bocacalle y continuamos en la misma dirección, a través de la angosta calle cuyo empedrado reluce en las esquinas a consecuencia de la humedad; una calle sin árboles, de casas de una o dos plantas, dormidas debajo del amplio cielo.

– Barra está verdaderamente mal -dice Pancho, haciendo equilibrio sobre el cordón de la vereda.

– No ha sido una noche feliz para él -digo yo-. Tiene problemas con Estela.

– No es un tipo para el matrimonio -dice Pancho.

– No es eso -digo yo.

Tomatis alza súbitamente el brazo, señalando el cielo estrellado con la mano, en un ademán displicente.

– Allá, en el cielo -dice-. No. Ya pasó.

Continuamos caminando en silencio. En una de esas Pancho se lleva la mano a la frente y murmura:

– ¿Qué diablos fue lo que hice? ¿Qué hice yo el verano pasado? ¿Qué fue lo que hice?

Al fin llegamos a la puerta de la casa de Pancho, una casa de una sola planta, con una alta puerta trabajada y barnizada, abierta en medio de dos balcones bajos con balaustradas de bronce y celosías de hierro pintado de un color verde obscuro.

– Bueno -dice Pancho.

Tomatis le estrecha la mano, le da unas palmaditas en el brazo.

– No olvidar los consejos del médico -le dice-. Higiene mental sobre todo. Nada de malos pensamientos. Fe en el porvenir de la humanidad. La bomba atómica es solamente un solipsismo radical, ¿entendido?, un solipsismo radical. Contracción al trabajo. Para el matrimonio, una chica de buena familia, con certificado de virginidad. Viejos maestros italianos a discreción. Frecuentes contactos con la naturaleza, no tan intensos como para que lleguen a producir algún tipo de misticismo histérico, desde todo punto de vista deleznable.

Pancho se ríe.

– No, Carlitos, en serio -dice-. No es para broma.

– Claro que no -dice Tomatis, con alguna dulzura-. ¿Nos vemos mañana?

– Por supuesto -dice Pancho-. Al medio día, en la galería.

– De acuerdo -digo yo.

Pancho se halla junto a la puerta, pero no hace ademán de sacar la llave del bolsillo; está parado, mirándonos, sin decir nada, y de pronto mueve la cabeza y mira el suelo.

– Bueno -digo yo, después de un momento de silencio.

– Es el pasillo -dice Pancho de pronto, ahora con los ojos fijos en la punta de sus zapatos, tartamudeando levemente-. Es el pasillo, o el living, o la cama. No sé bien.

Tomatis saca un cigarrillo de su paquete y se guarda el paquete sin convidar.

– Dame fuego -dice. Le alcanzo el encendedor dorado. Pancho continúa inmóvil.

– No sé bien -dice, tartamudeando levemente. Su voz resuena arrastrada y pesada. No hace ademán de moverse.

Tomatis enciende el cigarrillo. Su rostro se ilumina a la oleosa y brillante luz de la llama; su rostro alerta y absorto al mismo tiempo.

– Bueno, hasta mañana, Pancho -dice con voz decidida, alcanzándome el encendedor. Pancho no responde: permanece inmóvil, mirándose la punta de los zapatos.

– ¿Mañana en la galería entonces, Pancho? -digo yo.

Pancho continúa sin responder. Miro entonces a Tomatis: éste se halla abstraído, mirando con minuciosa atención la brasa de su cigarrillo.

– Bueno, está bien, es lo mismo -digo, con voz tranquila.

Pancho alza la cabeza y mira el cielo, y permanece con la cabeza alzada, como probando la calidad del aire. En la claridad de la noche los rasgos de su rostro resaltan obstinados, como hechos de un áspero granito de un tono verde, y sus ojos brillan vivaces.

– Vamos -dice Tomatis, después de un breve silencio.

Comenzamos a caminar. Antes de doblar la esquina me volví: la confusa figura de Pancho continuaba encogida e inmóvil junto a la puerta de su casa. Tomatis recitó gravemente dos estrofas del "Cántico Espiritual". Al hacerlo extendió hacia adelante el brazo con un gesto delicado, y señalaba lentamente a su alrededor. Su voz, aunque suave y lenta, bien modulada, tratando de ser natural, dejaba entrever una especie de temblor, un sedimento de amargura.

– Imposible ir al campo este fin de semana -dijo después.

– De todos modos -respondí- nos vemos mañana en la galería.

– Estoy terriblemente fatigado -dijo Tomatis-. Estoy cansado, viejo.

Nos detuvimos en la esquina de mi casa. Le di unas palmaditas en el hombro. -Nos vemos mañana en la galería -sonreí.

– Hasta mañana -dijo Tomatis. Siguió su camino y yo empecé a andar hacia mi casa. Tomatis comenzó a silbar fuertemente, mientras se alejaba. Me detuve, me volví: su lenta figura se alejaba en la penumbra de la calle, su blanco pantalón era un manchón relumbrante en la tenue obscuridad.

– Carlitos -le grité. Él se detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¿Vas a tu casa? -le dije.

– Sí -respondió-. Sí, claro. ¿Por?

– No -dije yo-. Por nada. Anda a tu casa.

– Sí, hombre -respondió Tomatis, riéndose-. No hay otro remedio. Claro que sí. Hasta mañana.

Respondí en voz muy baja; él no me oyó. Puse la llave en la cerradura y abrí la puerta de mi casa. Es que de pronto, súbitamente, de un modo obsceno y malsano, yo había pensado que… Pero, al diablo, son las diez y media de la noche. Carlos me espera con Vera e Ivonne para ir a tomar juntos una copa. Veremos qué pasa. El futuro es tramposo como una vampiresa: deja entrever siempre mucho más de lo que está dispuesto a dar. Eso es lo que lo hace tentador en tan gran medida. No, no; no alarmarse. No diré una palabra más. Yo también he pensado que ya es hora de cerrar por esta vez el cuaderno.

1961

Palo y hueso

Esto fue contado en un pueblo de la costa. Estábamos de paso, sentados alrededor de una mesa en la vereda del hotel, y era el final del crepúsculo: era el verano pesado y lento, junto al río hinchándose para reventar en marzo y anegar el incesante y cambiante litoral desde Misiones hasta el Plata. Los dos de la ciudad, enloquecidos por los mosquitos, tomábamos vermouth, comiendo queso y salame, y el dueño del hotel que era también el dueño del cine y de la tienda más importante del pueblo, y el principal acopiador de pieles de la zona, que había invitado, un hombre muy alto de ojos saltones y húmedos, un gigantón algo flácido y crédulo de treinta y cinco años, habló largamente hasta que fue la noche y pasamos al comedor, y él se olvidó del asunto para dedicarse a hablar de la cosecha del arroz y del aumento de las mercaderías. Así que, mientras los mosquitos zumbaban, y todo el crepúsculo espeso y gradual zumbaba entre los árboles increíbles, entre la grave y cargada vegetación y la arena cambiante y pesada, y los gritos, quejidos y silencios prenocturnos, comenzados a oír poco a poco después de ese momento de la tarde inmóvil en que no hay luz, ni obscuridad, ni gritos, ni nada, ni se ve ni se oye nada, supimos cómo el viejo Arce compró en doscientos pesos a Rosita Rolan al propio padre de ella, Cándido Rolan, unos años atrás, en la vereda misma del hotel, llevándosela después para su casa. Supimos, asimismo, que el viejo Arce tenía en ese entonces sesenta y siete años, Rosita quince, y el menor de los hijos del viejo, Domingo, que era el último de los diez que había tenido el viejo con dos mujeres que se habían ido del pueblo o muerto, y era el único que quedaba con él en el rancho, tenía diecinueve años. Así que trasmitimos tanto lo escuchado como lo supuesto y lo dedicamos a Milton Roberts.

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