– Tiene balas por todas partes -me dijo uno de los médicos de turno, cuando le pedí que me tradujera el diagnóstico.
– ¿Y entonces?
– Hay que esperar -dijo-. Están haciendo lo que se puede.
Vi la angustia de mi premonición reflejada en los ojos de un viejo que estaba sentado en el sofá del frente. A esas horas sólo quedábamos él y yo, y aunque el hombre dormitaba todo el tiempo, me encontré con su mirada despierta inmediatamente después del informe del médico.
– Tenga fe, que todo se puede -me dijo el viejo.
Sentí que él también esperaba la resurrección de Rosario, que él también la querría tanto como yo, que podría ser un pariente, tal vez su padre desconocido. No me sentí con ánimo para entablar una conversación, pero después supe que un hijo suyo, de una edad parecida a la de Rosario, también había llegado lleno de balas y que también a él, como a mí, le tocaba tener fe y esperar.
– ¿Cómo qué horas serán? -le pregunté.
Miró sobre mí, al reloj de la pared.
– Las cuatro y media -contestó.
Rosario sintió el rechazo de la mamá de Emilio desde el primer minuto. La señora no había hecho ningún esfuerzo por disimularlo y a Rosario los nervios le destrozaron sus buenas intenciones. Fue cuando a Emilio le dio por invitarla al matrimonio de una prima suya, creo, dizque para que de una vez su familia la conociera.
– Cuando me vio, la señora arrugó la nariz como si yo oliera maluco -me contó Rosario.
La saludó con un «¿Cómo está, señorita?», y no volvió a pronunciar palabra hasta que Rosario se fue. Emilio me contó después que lo que no dijo durante la fiesta, luego se lo vació a él sin detenerse para respirar. Que no le quedaron palabras para despotricar de Rosario.
– ¡Vieja hijueputa! -repetía incansablemente Rosario-. ¡Y eso que no habló! Porque le hubiera arrancado la lengua con el cuchillo de la carne.
Se le encharcaban los ojos cuando recordaba esa noche.
Apretaba los dientes cuando uno mencionaba a la señora. Se perdió y no le volvió a hablar a Emilio después de esa noche.
Cuando se subió al carro ya estaba llorando de rabia y no dejó que él la llevara hasta su casa. En la mitad del camino se le bajó y se trepó a un taxi. Apenas llegó me llamó.
– Si los hubieras visto, parcero. -Casi ni podía hablar-. Yo que me había comprado una pinta donde la vieja compra la ropa, y me cobraron un ojo. Me mandé peinar donde arreglan a la vieja, y me dejaron lo más de bonita, si me hubieras visto, parcero, parecía una reina. Me había propuesto hablar poquito para no ir a cagarla, ensayé en el espejo una risita lo más de chévere y hasta me tapé los escapularios con unas cadenas lo más de finas, mejor dicho, no me hubieras reconocido, pero apenas llegué, me sale esta hijueputa vieja mirándome como si yo fuera un pedazo de mierda, y ahí quedé yo lista, cuál peinado, cuál risita, cuáles joyas, empecé a gaguear como una boba, a derramar el vino, se me caía la comida en el mantel, me ahogué con un arroz y no pude parar de toser hasta que salí, y todos preguntando, pero no de queridos sino por joderme, que tú qué haces, y tu papá y tu mamá, y dónde estudias, y toda esa mierda, como si no tuvieran más tema que yo.
– ¿Y Emilio? -le pregunté.
– A Emilio le tocó contestar por mí, porque yo no había preparado nada de eso, y con lo ahogada que estaba no pude volver a abrir la boca. Pero imaginate lo peor, que apenas terminamos de comer, la primera que se paró fue la vieja, no dijo nada y se fue de la fiesta, y después todos fueron diciendo que permiso, que se tenían que ir y a los tres minutos ya no quedaba nadie, solamente Emilio y yo sentados a la mesa.
A cada palabra le ponía el dolor que sentía. Hacía una pausa de vez en cuando para madrear a la señora, para hablar mal de los ricos y de los pobres, para cagarse en Dios y después seguía con su relato. Me dijo que iba a dejar a Emilio, que ahí no había nada que hacer, que ellos eran muy distintos, de dos mundos diferentes, que no sabía en qué momento -y yo creí que me moría cuando me incluyó- se le había ocurrido meterse con nosotros.
Pero si por mi Medellín llovía, por el de ella no escampaba.
Parece que el alboroto que le armó doña Rubi fue peor que el de la mamá de Emilio. Al principio no supimos por qué, ya que la señora no tenía nada que perder, pero después entendimos que presintió por las que iba a pasar Rosario.
– Decime qué estás haciendo vos ahí -le dijo doña Rubi.
– Más bien preguntale a él qué está haciendo metiéndose conmigo -contestó Rosario.
– Seguramente lo único que quiere es comer -replicó la señora.
– Pues que coma -replicó la hija.
Doña Rubi la previno de todo lo que le podía pasar con «esa gente», le vaticinó que después que hicieran con ella lo que estaban pensando hacer, la devolverían a la calle como a un perro y más pobre y más desprestigiada que una cualquiera.
Rosario dejó de defenderse y escuchó callada el resto de la cantaleta que le soltaba su mamá. Después, al verla también en silencio, preguntó:
– ¿Ya terminó?
Doña Rubi prendió un cigarrillo sin dejar de mirarla. Rosario se paró, buscó su cartera y se encaminó hacia la puerta de la calle.
– Ésa no es gente para usted, mija -le alcanzó a decir su mamá antes que cerrara.
Rosario decía que lo que su mamá tenía era envidia, que toda la vida se la había pasado buscando un hombre con plata y conqueteándole a sus patrones, que la señora no tenía autoridad moral para juzgarla y menos ahora que no vivía con ella, y menos todavía ahora, que andaba con una facha muy sospechosa, con el pelo teñido de amarillo y con vestiditos de la talla de Rosario.
– Doña Rubi todavía se cree de quince -se burlaba Rosario-.
¿Quién sabe en qué andará?
Finalmente, las dos señoras acertaron en adivinar lo pronosticado, pese al gran esfuerzo de Emilio y Rosario por mantener la relación. Pero insisto, no fueron ni la cantaleta ni la presión, fuimos nosotros, sí, nosotros tres, porque la relación se sostenía en tres pilares, como siempre ocurre: el del alma, el del cuerpo y el de la razón. Los tres llegamos a poner un poco de cada cosa. Los tres nos derrumbamos al tiempo, ya no podíamos con el peso de lo que habíamos construido. Sin embargo, ellos no pudieron escaparse de los aborrecibles «te lo dije».
– Te lo advertí, Emilio.
– Te lo dije, Rosario.
A mí, por el contrario, el sermón me lo dio la vida, y no al final como a ellos, sino cada vez que miraba a Rosario a los ojos.
Siempre hubo un «te lo dije» después de verla salir con Emilio y para Emilio, después de oírla decir que lo quería. Siempre hubo un «te lo advertí» cada vez que los escuchaba juguetear encerrados, cuando imaginaba en lo que acababan sus juegos porque así me lo decía el repentino silencio de sus risas, el chirriar de la cama y uno que otro quejido involuntario.
– ¿Qué estabas haciendo? -me preguntó Rosario.
Salía con una camiseta larga, sin nada debajo, con la sonrisa que se dibuja después de un sexo sabroso.
– Leyendo -le mentía.
Ella salía a fumarse un cigarrillo porque a Emilio no le gustaba que le fumaran en el cuarto. Yo no entendía cómo se le podía prohibir algo a Rosario después de hacerle el amor.
– ¿Leyendo? -me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?
Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.
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