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Rosa Montero: Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Volvióse entonces Alí en dirección a la escalera, encaminando sus pasos hacia el piso. Yo le seguí, trotando a la vera de sus zancadas elásticas, aspirando gozosamente el aroma de mi dueño, aroma bélico de furias. Por aquel tiempo, ya debíamos de llevar unos cuatro años juntos, Asunción solía beber sin tino ni mesura, y la encontramos postrada en la cama, sobre un amasijo de sábanas pringues y pardas que olían a sudores y a ese repugnante y secreto hedor de hembra en celo. Asunción levantó la cara y nos vio, tenía el rostro abotargado y laxo, el mirar embrutecido y sin color. «Alí…», musitó con torpe aliento, «Alí», repitió, y sus ojos se llenaron de legañosas lágrimas y comenzó a dar hipidos de borracha. «Tres semanas sin saber de ti», borboteaba, «mal hombre, tres semanas, ¿dónde has ido?». Alí se quitó el cinturón con calmoso gesto, «ay, no, no, no me pegues, mi amor, no me pegues, canalla», soplaba Asunción entre sus mocos, escurriéndose al suelo en sus inestables intentos de escapar, zummmmm, sonaba la correa al cortar el aire, bamp, golpeaba secamente en sus carnes blandas y lechosas, zummmmmmm, bampl zummmmmm, bamp, qué hermoso estaba mi señor, con la camisa entreabierta y los rizosos vellos negros vistiendo de virilidad su poderoso pecho, zummmmmm, bamp, zumnimin, bamp, Asunción se retorcía, imploraba, gemía, zumnimin, zummmmm, zurriminmín, en una de sus cabriolas de dolor cayó a mis pies, su rostro estaba a pocos centímetros del mío, un rostro desencajado y envilecido de hembra avejentada. «Ay, Chepa, Chepa», me imploró, «avisa a la pasma, que me mata», su aliento ardía en aguardiente y toda ella era una Peste.

Marchóse al fin Alí sin añadir palabra, y con un portazo me impidió seguirle. Quedamos solos, pues, Asunción y yo, y ella lloriqueaba con exagerada pamema, arrugada en un rincón. «Ay, ay, ay», hipaba rítmicamente, «qué vida miserable, qué desgraciadita soy, qué desgraciada», con el dorso de la mano se limpiaba la boca hinchada y sucia de sangre y mocos, «ay, ay, esto es un castigo de Dios por haber abandonado a mi hija», porque Asunción tenía una criatura perdida por el mundo que dejó a la caridad cuando unió su vida a la de Alí, «ay, ay ay, quién me mandó a mí, tan feliz que era yo con mi casita, con mi niña y mi don Carlos», recitaba una vez más su fastidiosa retahíla de pasadas grandezas, cuando ella era una adolescente hermosa -eso aseguraba ella, al menos- y amante fija de un honrado hombre de negocios de Bilbao -no hago más que repetir sus mismas palabras-, «qué veneno me dio este hombre, mala entraña», proseguía en sus lamentos, «mejor me hubiera sido quedarme muerta por un rayo el mismo primer día que le vi, mejor muerta que ser tan desgraciada». Fue entonces, y creo ser sincero en mi recuerdo, la primera vez que pensé en matarla, puesto que la muy cuitada lo pedía a voces. Fue ésa la primera vez, digo, pero andando el tiempo hube de pensarlo en repetidas ocasiones al ver cómo arrastraba su existencia de gusano, sin afán ni norte de vivir.

Releo lo que he escrito y sospecho nuevamente que ustedes no serán capaces de comprenderme y comprenderlo. Ustedes, los honestos bienpensantes, hijos del siglo de la hipocresía, suelen escandalizarse con mojigato escrúpulo ante las realidades de la vida. Me parece estar escuchando sus protestas y condenas ante la violencia desplegada por mi Alí, o su repulsa ante mi caritativo deseo de acabar con los pesares de Asunción. Ustedes, voraces fariseos, lagrimean mendaces aspavientos ante mi relato, mas pese a ello no poseen más moral que la de la codicia. Qué saben ustedes de la grandeza de Alí al imponer sus leyes justicieras: su feroz orgullo era el único valor que ordenaba nuestro mundo de ruindad. Qué saben ustedes de la equidad de mis deseos asesinos. Qué saben ustedes del honor, cuando en sus mezquinas mentes sólo hay cabida para el dinero.

Pero he de proseguir mi narración, aunque desperdicie esencias en Marianos. Fue poco después de esto cuando Alí decidió que nos marcháramos a probar suerte a las Américas. Consiguió algún dinero no sé dónde para los tres pasajes en el avión y cruzamos los mares arribando en primavera a Nueva York, tras haber sido llorosamente bendecidos por el sudoroso Pepín a nuestra marcha. Permítaseme pasar con brevedad por los quince primeros meses de nuestro vagabundear por aquel país gigante, aunque fueran aquéllos, o temporal, o mores!, los últimos momentos felices de mi vida. Diré tan sólo que allá los campos son aún más desiertos y polvorientos que en Castilla, que la miseria es si cabe aún más miserable y que Alí mostróse sosegado y amable en un principio para irse agriando con el viaje. Caímos un verano en Nashville, una ciudad plana, destartalada e inhumana como todas, y nos contrataron en un club nocturno en el que alternábamos nuestro espectáculo con mujeres encueradas que meneaban sus carnes sobre la superficie de las mesas del local. De la mezquindad del sitio baste decir que sólo era visitado por una clientela de negros y demás morralla canallita, mera carne de esclavos para los nobles de la civilización grecorromana. Estábamos allí, agobiados por el agosto sureño, malviviendo en una caravana alquilada cuya chapa se ponía al rojo vivo con el sol. Una tarde, a la densa hora de la siesta, Alí apareció con su delicado semblante traspasado de oscuridad. Asunción estaba borracha, como siempre. Se acababa de lavar las greñas y permanecía tirada en el suelo del retrete del club, apoyada contra la pared, secándose el pelo con el aire caliente del secador de manos automático, ingenio mecánico que la admiraba sobremanera. Alí se la quedó mirando, callado y sombrío, mientras Asunción le dedicaba una sonrisa de medrosa bobería, temblona y errática. El club estaba en silencio, vacío y aún cerrado, y sólo se oía el zumbido del aparato que soplaba su aliento bochornoso en el agobio de la tarde. De vez en cuando, el secador se detenía con un salto, y Asun extendía su titubeante mano para apretar de nuevo el botón. Estaba someramente vestida con una combinación sintética, sucia y desgarrada, y por encima de la pringosa puntilla del escote se le desparramaba un seno trémulo y de color ceniza. Se mantenía en precario equilibrio contra las rotas losetas del muro, espatarrada, con las chancletas medio salidas de los pies, y el conejo amaestrado de Alí roía pacientemente la punta desmigada de felpa de una de sus zapatillas. Alí se acuclilló delante de ella y presentí que iba a suceder lo irremediable. «Tú», dijo mi dueño sacudiéndola suavemente por un hombro, «tú, atiende, ¿me escuchas?». Asunción le miraba con estrabismo de beoda y hacía burbujitas de saliva. «Estás borracha», gruñó Alí para sí mismo con desprecio y enronquecida voz, y luego calló un momento, pensativo. «Escucha», añadió al cabo, «escucha, Asun, escucha, es importante, ¿sabes cómo se hace el truco de la bola levitadora?». Asun sonreía y apretaba el botón del secador, «qué guapo eres, Alí, mi hombre», musitaba zafiamente. Alí le dio un cachete en la mejilla, una bofetada suave, de espabile, «tienes que atender a lo que te digo, Asun, me queda poco tiempo», y su voz sonaba tensa y preocupada, «¿sabes el truco de la bola? ¿Recuerdas que debes sujetar el sedal al techo?», ella cabeceaba, asintiendo a quién sabe qué, ausente. «Escucha», se impacientaba Alí, irguiéndola contra la pared, «escucha, ¿lo de los pañuelos lo sabes? Después de meterlos en la caja negra tienes que apretar el resorte del doble fondo… ¡el resorte del doble fondo! ¡Escucha! ¿Sabes dónde está? Tienes que aprenderlo, Asun, atiende, te va a hacer falta o si no te morirás de hambre», pero ella tenía el mirar cerrado a toda posible comprensión. Alí se levantó, la contempló durante largo rato frunciendo su perfil de bronce, rascó la tripa del conejo con la punta de su pie y se marchó, sin tan siquiera mirarme, yo creo que por miedo a delatarse.

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