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Rosa Montero: Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Pero hay otra especie, de entre los venenos vertidos por la prensa, que se presta a confusión y que quisiera muy mucho aclarar: es verdad que todos me conocen por El Chepa. No se llamen ustedes a engaño, sin embargo: mi espalda está virgen de joroba alguna, mi espalda es tersa y lisa como membrana de tambor, tendida entre los bastidores de las paletillas, y, por no tener, ni tan siquiera tengo ese espeso morrillo que poseen algunos hombres bastos y fornidos, quizá muchos de ustedes, dicho sea sin ánimo de ofender ni señalar. Mi sobrenombre es para mí un orgullo, y como tal lo expongo. Cierto es que siendo joven y de cuitada inocencia, hube de soportar a veces motes enojosos: me llamaban El Enano, Menudillo, El Seta o El Poquito. Pero una vez que alcancé la edad viril y la plenitud de mis conocimientos y mi fuerza, no volvieron a atreverse a decir tales agravios. Y ¡ay de aquel que osara pretenderlo!: soy hombre pacífico, pero tengo clara conciencia de lo digno y coraje suficiente como para mantenerla. Fue mi amado Gran Alí quien me bautizó como Chepa, y comprendí que era una galante antífrasis que resaltaba lo erguido de mi porte, era un mote que aludía precisamente a la perfección de mis espaldas. Nunca hubiera permitido, ténganlo por seguro, un apelativo que fuera ofensivo para mi persona. Chepa es laudatorio, como acabo de explicar, y por ello lo uso honrosamente.

Las desgracias nunca vienen solas, como reza el proverbio, y así, mi rechazo formal para el ingreso en la Benemérita fue seguido a poco por la muerte de mi padrastro, aquejado de melancolía. Unos meses antes había fallecido mi pobre madrastra de cólicos estivales y el cabo Mateo pareció no saber sobrevivirla. Así, con apenas dieciocho años en mi haber, me encontré solo en el mundo, reincidentemente huérfano y sin hogar ni valer, ya que hube de abandonar la casa cuartel. El comandante del puesto, empero, pareció compadecerse de mi triste sino, y me buscó oficio y acomodo con el padre Tulledo, que regentaba la parroquia cercana y que había sido capellán castrense en los avatares de la guerra civil. Con él viví cerca de diez años desempeñando las labores de sacristanía, diez años que fueron fundamentales en mi vida y formación. El padre Tulledo me educó en lenguas clásicas, ética, lógica y teología, y gracias a él soy todo lo que soy. Pese a ello nunca pude llegar a apreciarle realmente, los dioses me perdonen. El padre Tulledo era un hombre soplado y alámbrico, un transfigurista con propensión al éxtasis, de mirar desquiciado y tartajeo nervioso. Me irritaba sobremanera la burda broma que solía repetir: «La Misericordia de Dios ha unido a un Tulledo con un tullido, hijo mío, para que cantemos Su Grandeza», como si mi cuerpo estuviera malformado y retorcido. Otrosí me desalentaba su empeño en vestirme siempre con las ajadas gualdrapas de los monaguillos, para ahorrar el gasto de mis ropas; y más de una beata legañosa y amiopada me tomó alguna vez por un niño al verme así ataviado, dirigiéndose a mí con tal falta de respeto -«eh, chaval, chico, pequeño»- a mis años y condición, que la indignación y el despecho me cegaban.

Sea como fuere, también le llegó la hora al padre Tulledo, y un traicionero ataque cardíaco le hizo desplomarse un día, como huesuda marioneta de hilos cortados, sobre el tazón del chocolate de las siete. Vime de nuevo solo y sin hogar, con el único e inapreciable tesoro de un libro que me dejó en herencia el padre, una traducción de las Vidas paralelas, de Plutarco, de la colección Clásica Lucero, edición noble y en piel del año 1942, con un prólogo escrito por el padre Tulledo en el que resaltaba el paralelismo entre las gloriosas gestas bélicas narradas por Plutarco y las heroicidades de nuestra Cruzada Nacional. Y debo decir aquí que, con ser este libro mi sola posesión, con él me sentía y me siento millonario, puesto que desde entonces ha sido mi guía ético y humano, mi misal de cabecera, el norte de mi vida.

Les ahorraré, porque no viene a cuento ni a lugar, el relato de aquellos dos primeros años en busca de trabajo. Básteme decir que sufrí de hambrunas y de fríos, que malviví en tristes cochiqueras y que mis lágrimas mojaron más de un atardecer: no me avergüenzo de ello, también los héroes lloran, también lloró Aquiles la muerte de Patroclo. Al cabo, cumpliendo la treintena, fui a caer, no me pregunten cómo, en el reducto miserable del Jawal, y conocí al bien amado Gran Alí y a la grotesca Asunción, para mi gloria y desgracia.

El Jawal era un club nocturno raído y maloliente, enclavado en una callejuela cercana a Lavapiés. Un semisótano destartalado decorado con ínfulas polinésicas, con palmeras de cartón piedra de polvorientas hojas de papel, y dibujos de indígenas por las paredes, unas barrosas y deformes criaturas de color chocolate y faldellín de paja. El dueño, el malnombrado Pepín Fernández, era un cincuentón de lívida gordura que se pintaba cabellos y mejillas, hombre de tan mentecata y modorra necedad que, cuando al llegar al club le avisé cortésmente de que Hawai se escribía con hache y no con jota, juntó sus amorcilladas manos en gesto de pía compunción y contestó con chirriante voz de hidropésico: «Qué le vamos a hacer, Chepa, resignación cristiana, resignación, las letras del luminoso me han costado carísimas y ya no lo puedo arreglar, además, yo creo que la gente no se percata de la confuscación». Pepín daba a entender que era hijo de un sacerdote rural, y puede que su vocación viniera de tal progenitor sacramentado, puesto que su máxima ambición, según decía, era devenir santo y ser subido a los altares. Por ello, Pepín hablaba con melosidad cunil y, para mortificarse, siendo abstemio y feble como era, solía beber de un trago copas rebosantes de cazalla, con las que lagrimeaba de ardor estomacal y náuseas, ofreciendo el etílico sacrificio por su salvación eterna. Acostumbraba a pasar los días en el chiscón que servía de taquilla y guardarropa, encajando sus flatulencias y sus carnes en la estrecha pecera de luz de neón, y ahí apuraba el cilicio de sus vasos de aguardiente, melindroso, y se santiguaba con profusión antes de cada pase de espectáculos. Porque el Jawal tenía espectáculo: bayaderas tísicas y cuarteronas que bailaban la danza del vientre fláccido, cantantes sordos que masacraban roncamente tonadas populares, y, como fin de fiesta y broche de oro, el hermoso Gran Alí. Las bailarinas cambiaban con frecuencia aunque todas parecieran ser el mismo hueso, pero el Gran Alí tenía contrato fijo y permanecía siempre anclado en el Jawal, desperdiciando su arte y su saber. Porque el Gran Alí era mago, un prestidigitador magnífico, un preciso y sutil profesional. Inventaba pañuelos multicolores del vacío, sacaba conejos de la manga, atravesaba a Asunción con espadas y puñales: era lo más cercano a un dios que he conocido. Parecía de estirpe divina, ciertamente, cuando salía a escena, refulgiendo bajo los focos con los brillos de su atavío mozárabe. Era más o menos de mi misma edad y poseía una apostura de gracia irresistible, el cuerpo esbelto y ceñido de carnes prietas, el mirar sombrío y soñador, la nariz griega, la barbilla rubricando en firme trazo una boca jugosa y suave, y su tez era un milagro de tostada seda mate. Comprendo que Asunción le amara con esa pasión abyecta, pero no se me alcanza el porqué del empeño de Alí en continuar con ella, con esa mujerona de contornos entallados, caballuna, con gigantes senos pendulares, de boca tan mezquina y torcida como su propia mente de mosquito. Alí, en cambio, tenía toda la digna fragancia de un príncipe oriental, de un rey de reyes. No era moro Alí, sino español, nacido en Algeciras y llamado Juan en el bautismo; pero todos le conocíamos como el Gran Alí, en parte porque prefería reservar su verdadero nombre como prevención ante conflictos policiales, pero sobre todo porque en verdad era grande y portentoso.

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