Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Cuidar a don Cayo es lo más pesado que existe, Ludovico. Hinostroza anda medio idiota de tanta mala noche.

– Pero son quinientos soles más, Ambrosio. Y además, a lo mejor así me meten al escalafón. Y además, estaríamos juntos, Ambrosio.

Así que Ambrosio le había hablado a don Cayo, don, para que pusiera a Ludovico en vez de Hinostroza, y don Cayo se había reído: ahora hasta tú tienes: tus recomendados, negro.

III

FUE AL día siguiente de una fiestecita que Amalia se llevó la gran sorpresa. Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al primer piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie. Ahí estaba, junto al tocador. La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el closet, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la adoga: Se quedó helada: Ahí estaba también la señorita Queta. Parte de las sábanas y del cubrecama se habían deslizado hasta la alfombra, la señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado, ella cubierta por las sábanas. Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo. Oyó que una de las dos murmuraba algo en sueños y se asustó. Cerró la puerta, respirando de prisa. En la escalera se echó a reír, llegó a la cocina tapándose la boca, sofocada. Carlota, Carlota, la señorita está ahí en la cama con la señora, y bajó la voz y miró al patio, las dos sin nada, las dos calatas. Bah, la señorita Queta siempre se quedaba a dormir, y de pronto Carlota dejó de bostezar y también bajó la voz, ¿las dos sin nada, las dos calatas? Toda la mañana, mientras enderezaban los cuadros, cambiaban el agua de los jarrones y sacudían la alfombra, estuvieron dándose codazos, ¿el señor habría dormido en el sofá, en el escritorio?, ahogadas de risa, ¿bajo la cama?, y de repente a una se le llenaban de lágrimas los ojos y la otra le daba manazos en la espalda, ¿qué pasaría, qué harían, cómo sería? Los ojazos de Carlota parecían moscardones, Amalia se mordía la mano para contener las carcajadas. Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima. No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer.

AH estaba el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico. Cantante de ópera, pensó, tallarinero, eunuco.

– Encantado, señor Bermúdez -venía con la mano estirada y sonreía, veremos cuánto te dura la alegría-. Espero que se acuerde de mí, el año pasado tuve…

– Claro, conversamos aquí mismo ¿no? -lo guió hasta el sillón que había ocupado Lozano, se sentó frente a él-. ¿Quiere fumar?

Aceptó, se apresuró a sacar su encendedor, hacía venias.

– Pensaba venir a visitarlo un día de éstos, señor Bermúdez -accionaba, se movía en el sillón como si tuviera gusanos-. Así que fue como si…

– Me hubiera trasmitido el pensamiento -dijo él.

Sonrió y vio que Tallio asentía y abría la boca pero no le dio tiempo a hablar: le alcanzó el puñado de recortes. Un gesto exagerado de sorpresa, los hojeaba muy serio, asentía. Así, muy bien, léelos, hazme creer que los lees, bachiche.

– Ah sí, ya vi, ¿líos en Buenos Aires, no? -dijo al fin, ya sin accionar, sin moverse-. ¿Hay algún comunicado del gobierno sobre este asunto? Lo pasaremos de inmediato, por supuesto.

– Todos los diarios publicaron la noticia de ANSA, dejó usted atrás a las demás agencias -dijo él-. Se ganó una buena primicia.

Sonrió y ya que Tallio sonreía, ya sin felicidad, ya sólo por educación, eunuco, las mejillas más sonrosadas aún, te regalo a Robertito.

– Nosotros pensábamos que era mejor no mandar esa noticia a los diarios -dijo él-. Ya es lamentable que los apristas apedreen la Embajada de su propio país. ¿Para qué publicar eso aquí?

– Bueno, la verdad es que me sorprendió que sólo ese -encogía los hombros alzaba el índice-. Lo incluimos en nuestros boletines porque no recibí ninguna indicación al respecto. La noticia pasó por el Servicio de Información, señor Bermúdez. Espero que no haya habido ningún error.

– Todas las agencias la suprimieron, menos ANSA -dijo él, apenado-. A pesar de las relaciones cordiales que tenemos con usted, señor Tallio.

– La noticia pasó por aquí, con todas las otras, señor Bermúdez -colorado ya, sorprendido de veras ya, sin poses ya-. No recibí ninguna indicación, ninguna nota. Le ruego que llame al doctor Alcibíades, quiero que esto se aclare de inmediato.

– El Servicio de Información no da vistos buenos ni malos -apagó su cigarrillo, calmosamente encendió otro-. Sólo acusa recibo de los boletines que le envían, señor Tallio.

– Pero si el doctor Alcibíades me lo hubiera pedido, yo hubiera suprimido la noticia, lo he hecho siempre -ansioso ahora, impaciente, perplejo-. ANSA no tiene el menor interés en difundir cosas que incomoden al gobierno. Pero no somos adivinos, señor Bermúdez.

– No damos instrucciones -dijo él, interesado en las figuras que trazaba el humo, en las motas blancas de la corbata de Tallio-. Sólo sugerimos, de manera amistosa, y muy rara vez, que no se propaguen noticias ingratas para el país.

– Pero sí, pero claro que lo sé, señor Bermúdez -ya te lo tengo a punto, Robertito-. Siempre he seguido al pie de la letra las sugerencias del doctor Alcibíades. Pero esta vez ninguna indicación, ninguna sugerencia. Le ruego que…

– El gobierno no ha querido establecer una censura oficial para no perjudicar a las agencias, justamente -dijo él.

– Si no llama al doctor Alcibíades esto no se va a aclarar nunca, señor Bermúdez -tu cajita de vaselina y adelante, Robertito-. Que le explique, que me explique a mí. Por favor, señor. No entiendo nada, señor Bermúdez.

– Déjame pedir a mí -dijo Carlitos; y al mozo-: Dos cervezas alemanas, ésas de lata.

Se había recostado contra la pared tapizada de carátulas de The New Yorker, el receptor iluminaba su cabeza crespa, sus ojos desorbitados, su cara oscurecida por una barba de dos días, su nariz rojiza, de borrachín piensa, de griposo.

– ¿Cuesta cara esa cerveza? -dijo Santiago-. Ando un poco ajustado de plata.

– Yo te invito, acabo de sacarles un vale a esos cabrones -dijo Carlitos-. Por venir aquí conmigo, esta noche murió tu fama de niño formal, Zavalita.

Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.

– He dejado sueldos íntegros aquí -dijo Carlitos-. En este antro me siento bien.

– Yo es la primera vez que vengo al "Negro-Negro" -dijo Santiago-. Vienen muchos pintores y escritores ¿no?

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