– Escucha. Ahora vamos a vestirnos y a arreglar un poco la cama y la habitación. Dejaremos abierta la ventana, para que se vaya el olor del aire. Eso no les hará sospechar: Manuel pudo haberla abierto antes de morir. Te irás a tu dormitorio, y yo al mío, y dentro de una hora iré a despertar a Utrera. Le diré que estaba desvelado y que oí un grito y algo que caía cerca del gabinete. Nadie va a descubrirnos, Inés.
Contó luego la historia con el desesperado fervor con que se cuentan ciertas mentiras necesarias, la dijo ante la mirada incrédula de Utrera, que ya estaba vestido cuando él fue a llamarlo, la repitió una y otra vez añadiéndole pormenores que le hicieron sentirse vil, pero no menos perseguido, y cuando oyó que Amalia se la contaba a doña Elvira le pareció que la historia, al suceder en otra voz, ingresaba del todo en la realidad, y a él lo aliviaba transitoriamente de su peso. Pero Utrera, cuando levantaban el cuerpo de Manuel para tenderlo en la cama, había examinado la ventana abierta, la colcha, la vela medio consumida que aún olía a cera en la palmatoria de la mesa de noche. Mañana me iré de aquí, dijo en voz alta Minaya, encerrado y solo, frente a los cristales del balcón que da a la plaza de las acacias, súbitamente poseído por el presentimiento del destierro. Oyó un timbre lejano y luego pasos y voces en la escalera, los pasos lentos, la voz indudable de Medina, pero aún no salió de su habitación. Podía oírlos y reconocer cada una de sus voces, porque estaban todos en el gabinete, al otro lado de la puerta, pero también allí, en el cuaderno azul, en las últimas páginas que ahora empezaba a leer, preguntándose quién de ellos, quién de los vivos o de los muertos había sido un asesino treinta y dos años atrás.
al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido
Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo
Aún escuchaba el rumor cóncavo de las galerías, portillos de hierro cerrándose tras los pasos de alguien, taconazos de guardias, una espesura de voces que resonaban en las altas bóvedas como el mar en una caracola y parecían voces y pasos infinitamente lejanos, el mar oscuro que se escucha en los sueños. Había dejado atrás el portillo de la última galería, alto y pintado de negro, como la reja de una catedral, y ahora pisaba corredores usuales, pavimentados de baldosas y no de cemento húmedo, con puertas grises y oficinas tranquilas al otro lado de las puertas donde interminablemente esperé y asentí, firmé impresos escritos a máquina, dócil, cobarde, temiendo siempre no haber entendido del todo lo que me decían y repitiendo mi nombre sin eludir el recelo de que al oírlo el hombre inclinado sobre la máquina de escribir levantara la cabeza para ordenar al guardia que me acompañaba que volviera a esposarme. Las oficinas eran innumerables e iguales, y en todas ellas había alguien que movía la cabeza al oír mi nombre y no me miraba, sólo leía algo en una lista y preguntaba algo y abría con aire absorto un gran libro de registro para cerrarlo luego sin haber encontrado lo que buscaba en él o pedirme que firmara en alguna parte tendiéndome sobre el mostrador una pluma que yo ya no sabía sostener entre el pulgar y el índice, demasiado delgada y demasiado frágil para mis dedos torpes por el frío, por diez años de no tocar ni usar una pluma. Ahora el guardia caminaba delante de mí golpeando rítmicamente el manojo de llaves contra el costado de su pantalón y yo ya no esperaba que la libertad y la calle estuvieran al otro lado de ninguna puerta. Ahora las puertas eran de madera y no de hierro y estaban pintadas de verde como los postigos de las ventanas, pero seguían resonando del mismo modo hondo y definitivo cuando las cerraban y no había presos barriendo los corredores. Dije mi nombre otra vez, firmé un recibo, me dieron una maleta abierta y guardé en ella mis papeles y mi ropa mientras dos guardias con la guerrera desabrochada me miraban fumando, en una habitación sin ventanas donde había armarios metálicos numerados y una lámpara baja que oscilaba sobre la mesa adensando el humo de los cigarrillos en su cono de luz. El otro guardia, el que me había guiado hasta allí, dejó pesadamente el manojo de llaves encima de la mesa y me ordenó que le siguiera, pero esta vez la última puerta que cruzamos no tenía cerrojo y daba a un patio pequeño con muros muy altos de ladrillos ocres y garitas en las esquinas del tejado, alzadas contra un cielo bajo y pálidamente gris en el que se perfilaban como estatuas simétricas dos guardias civiles con relucientes capotes de hule. No miraban al patio, no hicieron nada cuando lo crucé temblando de miedo y de ignorada alegría y sosteniendo con los dedos crispados el asa de la maleta mientras me acercaba al portón cerrado y unánime como un muro en el que alguien, otro guardia civil, abría un portillo y se apartaba a un lado para que yo pasara, diciéndome algo que ya no me detuve a oír, porque el portillo se había cerrado a mi espalda con un largo estrépito de cerrojos y yo estaba solo ante la fachada de la cárcel, bajo la bandera amarilla y roja que restallaba en el viento como las alas de un gran pájaro. La cárcel era una alta isla ocre en el descampado y la niebla. Frente a ella, al otro lado de la carretera, había un edificio de largos muros encalados y ventanas con los cristales rotos que parecía una nave industrial o un almacén abandonado. Caminé hacia allí, pisando el barro cruzado por huellas de caballerías y automóviles, pero aún no vi el automóvil negro y parado junto a una esquina: tal vez lo vi, sin reparar en él, y sólo cuando escuché el motor que se ponía en marcha recordé que lo había visto y que se movían las varillas del limpiaparabrisas a pesar de que no estaba lloviendo. Para guardarme del viento caminaba muy cerca de la pared, con el ala del sombrero sobre los ojos y las solapas del abrigo levantadas, y no me volví cuando escuché el motor y luego los neumáticos que resbalaban en el barro. Lo sentía avanzar despacio tras de mí, como si no quisiera adelantarme, y yo apresuré el paso y me acerqué más aún al muro que no terminaba nunca, camino del árbol solo y de la barraca levantada con materiales de derribo que algunas veces, desde una ventana alta de la cárcel, había visto junto a la carretera, único indicio de que existía una ciudad más allá de la llanura baldía que vislumbraban mis ojos. Los hombres que abandonaban la ciudad al amanecer montados en lentas bicicletas se detenían en ella para beber una copa de aguardiente y salían luego frotándose las manos ateridas, expulsando el vaho caliente del alcohol mientras tomaban de nuevo los manillares y enfilaban la carretera pedaleando con las cabezas hundidas entre las solapas de los chaquetones oscuros, como si partieran hacia un destierro invernal y lejano. Del techo de hojalata subía una columna de humo que el viento desbarataba entre las ramas del árbol. Sin volverme a mirar el automóvil negro empujé la puerta de tablas mal unidas y entré en un lugar angosto y cálido y lleno de humo y cajas de botellas. El mostrador era un tablón dispuesto sobre dos barriles que olía intensamente a madera empapada en alcohol. Tras él, alumbrada por una lámpara de petróleo, una mujer muy gorda daba de mamar a un niño enrojecido por el llanto. Clavados en la pared había carteles amarillentos que anunciaban remotas corridas de toros y un almanaque de 1945 en el que una negra con un chal rojo ceñido a la cintura sonreía mostrando un bote de cacao. La mujer del mostrador, inmóvil sobre una caja vacía, examinó demorada y metódica mi cara, mi maleta, el barro de mis zapatos. Le pedí una copa de coñac y no desprendió al niño de su gran pecho blanco ni dejó de mirarme cuando se levantó para buscar la botella. No miraba mis ojos, sino los indicios de lo que había sabido desde que me vio entrar: la torpeza, el recelo no mitigado aún, el modo en que mi mano sostenía la copa y la alzaba, con un leve temblor. Bebí de un trago el coñac y asentí en silencio cuando la mujer me preguntó si quería otra copa. El cristal de la pequeña ventana que daba a la carretera estaba sucio y opaco por el vaho, pero pude ver tras él la silueta negra del automóvil, que se había detenido. El alcohol me ardía con violenta dulzura en la garganta y hacía más intensos los colores de las cosas. Con la segunda copa aún intacta fui a sentarme junto a la ventana, cobijado en el abrigo, en el desvanecimiento cálido del alcohol, levantando entre mis ojos y la puerta que tal vez iba a abrirse la tenue máscara del abandono y el humo. Fumaba con los ojos entornados, aguardando, no indolente, perdido, sintiendo en mis venas la crecida del alcohol como ondulaciones sucesivas en el agua de un lago, entornaba los ojos como si aguardara el sueño para no ver sino el humo ascendido y azul y la sucia penumbra de los barriles y las botellas alineadas, la mancha roja en el calendario cuyas hojas enumeraban los días de un tiempo en el que yo no había existido. Bebí un trago y cerré del todo los ojos y al otro lado de la ventana se cerró de un golpe la puerta del automóvil negro. Cuando volví a abrirlos, ella, Beatriz, estaba mirándome entre el humo que el aire exterior y helado había estremecido, más alta de lo que yo recordaba, como impasible al tiempo, como si acabara de cumplir los treinta años que tenía la última vez que la vi, alta y grave con su melena rubia y el abrigo gris y la boina que sostenía en las manos como si no estuviera segura del modo en que debía comportarse. La mujer gorda había acostado al niño y ahora limpiaba sobre el mostrador una fila de botellas. De soslayo la vi mirarnos mientras Beatriz me abrazaba rozándome con su pelo rubio del que ascendía un perfume desconocido y tomaba mi cara áspera entre sus manos para reconocer y tocar lo que veían sus ojos no empañados por el llanto. Nos contemplaba sin interés ni pudor, con inerte fijeza, limpiando el polvo de las botellas con un trapo sucio que a veces pasaba despacio sobre el mostrador, y cuando me acerqué a ella para pedirle otra copa estudió el abrigo y las medias y los zapatos altos de Beatriz mirándome luego, con expresión diferente, como si nos comparara, preguntándose tal vez por qué una mujer que vestía así había entrado en su taberna para buscarme.
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