Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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Poco a poco pude volver a ser la sombra de Gaspar Medina. Sí, un hombre que no siente. Encontré mi refugio en la total indiferencia. Eso logré, convertirme en alguien que no es nada, en alguien que no siente. Pero que sin embargo se parecía y seguiría pareciéndose a aquello que había sido ese que se llamaba con mi nombre. Como salieron los sobrevivientes del Lager, así surgí yo de mi amor por Ángela Pietragrúa. Pasaron muchos años hasta poder volverme a construir (si es que puede llamarse construcción a este entramado endeble) sobre las ruinas de ese tremendo recuerdo que me atrofió para siempre la memoria.

XXII

Memoria con la que se tiran por la borda algunos años de vida

Si esta ya demasiado larga historia tuviera un sentido, una línea, una dirección precisa, en vez de ser este zigzag absurdo. Los recuerdos no han crecido como una línea, en orden, sino por aglomeración, como una mora. Mejor aún: como un cáncer. Metástasis de mi vejez se han propagado por el libro entero, contaminando con mi mala leche hasta los días luminosos de mi menos amarga juventud.

Yo fui un hombre quebrado por el amor a una sola mujer, Ángela Pietragrúa. Poco puedo decir de lo que fue mi vida después de que ella desapareció. Nada. Un estar sentado en esta casa o en el refugio estivo de Pulignano, el único sitio, la única cosa en el mundo que seguí queriendo. Viajes al sitio oscuro donde nací y en el que a cada regreso encontraba más pobres, más podredumbre, más muerte. Ante este espectáculo de depresión!, tuve por un instante el sueño de ser un tirano iluminado de mi patria. Pues no otra solución le veía (ni le veo) a ese nido de serpientes. Pero mi incursión en la política activa, cuando ya tenía casi cincuenta años, fue un fracaso perfecto.

Me alié con los caciques de peor calaña, con militares resentidos por haber sido retirados del servicio antes de tiempo, con estudiantillos revoltosos, con memos majaderos aduladores lambones solapados segundones. Gente necia en la que invertí millones para nada. Mi tiranía nunca pasó de ser un proyecto descabellado, un delirio masivo de borrachos.

Hallé, con la vejez, esta secretaria, mi secretaria, Cunegunda, y el gusto de recordar. Ante un futuro que se agota inexorablemente, opté por refugiarme en ese tiempo cómodo de lo ya vivido. Y Cunegunda me enseñó a recordar. No vale la pena recordarlo todo. Estos años vacíos después de la despedida de Pietragrúa y hasta el encuentro con Bonaventura, no merecen el esbozo de una página. Los olvido con razón, de gusto y sin remordimiento. Hay años, situaciones, épocas, que lo único que merecen es nuestro silencio.

¿Por qué te quejas, curiosa Cunegunda? ¿No puedo suprimir mis años que más odio? ¿Acaso te divierten mis alcohólicas reflexiones sobre la politiquería colombiana? Si me das un traguito de tu saliva fresca, un ósculo mojado, unas cuantas gotas de saladas lagrimitas que me aviven el seso, si vuelves a pedírmelo, te dictaré mi aventura de politiquero por los pueblos de la patria. Sí, lo haré, aunque sea tan sólo por cubrir de ridículo a ese ser tan odioso al que me obstino en seguir llamando yo (palabra de Quitapesares).

XXIII

De la embriagada relación que tuvo don Gaspar Medina con la política, a más de una amena experiencia conventual

Aquel expatriado cincuentón, de repente instalado en una mansioncilla de la lluviosa capital del país donde nació; aquel exiliado por propia voluntad, aquel fugitivo de vuelta a la pocilga del terruño patrio; aquel hombre maduro enfermo de inmadurez, que se empezaba a quedar calvo, todavía doblado por el dolor de quince años de exhaustivo recuerdo de la mujer que brevemente amó; aquel Gaspar Medina (Urdaneta por imposiciones bautismales), con ánimos de dictador o tirano iluminado, con nostalgias de restauración y sobre todo con tedio de la vida, incursionó en política.

Finalizaba el Frente Nacional y empezó o empecé por citar a una reunión con lo más granado de los líderes políticos locales. A la media hora de conversación sobre nada, el honorable senador Equis, interlocutor imprescindible, estaba borracho. Su lacayo, representante a la Cámara, estaba borracho. El ministro de Educación estaba borracho. Su moza y vicemi-nistra de lo mismo estaba borracha. El presidente de la comisión segunda del Senado, estaba borracho. El aguerrido concejal de izquierda estaba borracho. El coronel (r) Armando Armando, estaba borracho. ¿Habría algún político, en algún rincón del país, que no estuviera borracho? No creo. En ese entonces, y quién sabe hasta cuándo, los políticos de mi país, o estaban borrachos o se iban a emborrachar o estaban durmiendo la borrachera o en ultimísimo caso estaban pasando el guayabo.

Yo, Gaspar Medina, y sobrio, a pesar de todo les seguí hablando por meses de mi proyecto para hacer del país un potrero menos salvaje. Un proyecto que de proyecto no tenía ni el nombre; en realidad los arengaba con frases tomadas de Laureano, de Gaitán, de López Pumarejo, de Santander, de Bolívar, de Martí. Hacía mis discursos como un rompecabezas, como un collage, intercalando frases de uno u otro, una tras otra, para complacer a todas las tendencias. Traducía también, del italiano, fragmentos de Mussolini y de Togliatti; del argentino, tiradas de Perón; del guaraní, disparates de mi tocayo paraguayo, Gaspar de Francia, y los metía en esa sopa de letras sin cabeza ni pies. Pero nadie me oía de verdad; todos estaban borrachos.

Me hacían, eso sí, homenajes en los clubes. Los cobraban a no sé cuántos pesos por cabeza, que iban a parar a los bolsillos de los oferentes pues a mí me pasaban la cuenta de los whiskies, del alquiler del salón, de los camareros, de las flores, de los pasabocas y comidas, de todo. El Senador Equis, oferente mayor, desde su cara de sapo, abotagado y rojo por decenios de aguardiente, disparaba el discurso en que me presentaba como el nuevo salvador de la patria. "¡Poor-quee el doctoor Gaspar UUUrdaneetaa es un soo-fiaaddooor, ees uuun quiiiiijooooteee!" Y yo, queriendo corresponder a su semblanza, contaba la novela del Curioso impertinente o la aventura del rebuzno, con poco éxito, por supuesto, entre la concurrencia de borrachos iletrados que pedían más whisky, más ron, otro aguardiente.

Hasta que un día se me aflojó la lengua: "Honorables ministros y senadores, honorables representantes, amables concejales, diputados, gobernadores y alcaldes, este país está siendo manejado por una manada de borrachos: ¡todos ustedes!" Un instante de estupor, pero de inmediato todos los borrachos aplaudieron. ¿Qué hacer entonces? En vano consulté a Vladimir Ilich, como me aconsejaban, borrachos, los estudiantes de la Nacional: me dormía en el párrafo tercero. Maquiavelo, Montesquieu, Weber, a todos consulté en vano. El público era inmune a las palabras: dijera lo que dijera, si repartía suficiente trago, me aclamaban los discursos, me iba bien en política.

El senador Equis me miraba con su cara de sapo, abotagado. No podía entender qué era lo que yo pretendía repartiendo tanto whisky. Llevaba meses en ese plan, no sólo sin ahorrar ni un centavo, sino, sobre todo, sin pedir Aingún puesto, ningún favor, sin proponer chanchullo alguno. Y yo no podía explicarle que tan sólo buscaba huir de los recuerdos (es decir, de ese pantanero amoroso en que me había sumergido Pietragrúa) hundiéndome en el fango de la política, aunque en realidad la política me aburría más que leer una novela costumbrista serbocroata. El senador Equis, medio borracho, abotagado, me miraba fijamente con su cara de sapo: "Doctor Urdaneta, ¿usté qué es lo que quiere?"

Propuse en mis discursos, por aburrido y para ver qué pasaba, iniciativas que me soplaban las lecturas de Swift: prohibir la importación de whisky, la transmisión radial de los partidos de fútbol, la circulación pública de las mujeres encinta, la producción de ron en los departamentos de la Costa, de chicha en las cordilleras del interior y la venta de cerveza en todos los puertos fluviales. Si había repartido suficiente trago, me aplaudían. Propuse esterilizar a todas las niñas pobres: me vitoreaban, borrachos. Vasectomizar a los candidatos presidenciales y exiliar perpetuamente a los hijos de los expresidentes: me aclamaban, ebrios, todos; hasta los hijos y nietos de los expresidentes. Sostuve que sería menester castrar a los violadores, amputar la mano a los ladrones, cortar la lengua a los calumniadores, sacar el ojo derecho a los mirones: recibí embriagadoras ovaciones. Restablecer la esclavitud, abolir la pena de muerte (que ya estaba abolida hacía lustros), poner el matrimonio obligatorio a los veintiocho años para los varones y a los veintidós para las hembras: oí vivas y vivas con vivo tufo alcohólico.

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