Me divertía que ella, después de las primeras veces, se moviera allí adentro como Pedro por su casa. Yo le decía al oído quiénes eran los socios que ella me señalaba con el índice, y sin que mediara presentación ella empezaba a llamarlos por el nombre de pila. Al presidente de la asociación de industriales, Echavarría Uribe, le decía "¿Qué más Félix, mucho caballo o qué?", pues yo le había dicho que jugaba polo y le había explicado que se trataba de un fútbol con palos y caballos; al dueño de la cadena de hoteles Tupinamba lo acusaba "Vos Mauricio no tenes ni un cuarto pa' costarte conmigo"; a Enrique Ángel, dueño del mayor periódico local, lo retaba "Enriquito, ¿si es cierto que te vas a pelear por los Somoza?" Y así hasta que llegó la segunda misiva, más seca. O había de parte de mi acostumbrada acompañante un comportamiento más recatado o se impartiría ipso facto la orden a los porteros de impedirle la entrada.
Yo de estas advertencias no informaba a la Proletaria que, feliz, sólo se daba cuenta de ser el centro de atención cuando entraba a los salones del club. Por unas cuantas tardes la distraje, tratando de enseñarle las sutilezas del bridge, hasta que un día cansada de contratos y de pintas me dijo a los gritos "Qué güevonada de juego, yo prefiero el mamatoco". Se levantó y se fue a la mesa del doctor Mora White, exgobernador y rector de la Universidad Pontificia.
Jalándolo por la manga lo levantó de la mesa en que se estaba quedando dormido frente a los otros tres jugadores, y a la fuerza se lo llevó a otra sala a bailar un pasodoble. Pese a que Mora White llevaba años sin pasar un rato más animado, al día siguiente, en la portería, fui recibido con un "Doctor Medina, tenga la amabilidad de decirle a su amiga que lo espere en la calle".
Yo, aunque tenía previsto lo que iba a pasar, no había preparado mi reacción ante los crudos hechos. Sin saber bien qué hacer, le pedí al portero que me llamara a Loreto, el administrador. Éste se hizo esperar un cuarto de hora. Al fin se presentó y con voz muy melosa me dijo que no era por él, que la decisión se la había impuesto la Junta, que de nada habían servido sus palabras en defensa de la señorita. Yo no pude aguantar este espectáculo de hipocresía y como no podía hacer nada por revocar la decisión de la Junta, me puse a insultarlo, a gritarle lambón, vendido, solapado. Loreto llevaba años criando un rencor oscuro por todos y cada uno de los socios del club que, al tiempo que lo humillaban día tras día, le daban de comer a su familia. Mis insultos en público le daban la posibilidad de una única, diminuta venganza. Fue así que al día siguiente me llegó una carta de suspensión por dos meses, dado mi comportamiento impertinente con el administrador del club, que no hacía otra cosa que cumplir con su deber.
La Proletaria, sentada en el carro a mi derecha, lloraba sobre sus rodillas en el trayecto de regreso a la casa. Frente a la puerta modestísima del sitio donde vivía le juré que no volvería jamás al Club Brelán hasta que revocaran la orden de no dejarla entrar. Y así lo hice, incluso después de que mis vaivenes por la geografía me hicieron perder las huellas de la Proletaria. Pensando en mi promesa volví a pisar el Club Brelán muchos años después, cuando me enteré de que el doctor Mora White, viudo desde hacía pocos meses, contraía segundas nupcias. La fiesta de gala se celebraría en el salón dorado del Club Brelán y aunque a mí no me habían invitado quise asistir a la entrada triunfal de doña Virgelina de Mora White, antes la Proletaria, casi irreconocible, que subía las escalinatas del club del brazo del exrector de la Pontificia. Ella me lanzó una mirada por encima del hombro, pero no porque me hubiera reconocido, sino por el contrario: no podía entender quién era ese maleducado que se había atrevido a presentarse a su boda sin esmoquin. Era evidente que, si bien Virgelina seguía siendo una pobre mujer, ya había aprendido a no parecerlo demasiado. Me reconoció Gilberto Loreto, todavía administrador del club pero ahora además socio efectivo, quien desde su traje estrecho y con una amnesia que creo sincera, me interrogó: "Doctor Medina, ¿por qué no había vuelto por aquí?
Aquí se admite el deleitoso apego a Cunegunda Bonaventura
Ay, Cunegunda, Cunegunda, inocente y casta y candorosa Cunegunda. ¿Conque quieres que te presente a mi amigo Quitapesares, admirador silencioso de tus pechos? Pero hijita mía, angustia de mis años, flor de mi decadencia, pedazo de mi despedazado corazón (que diría un bolero), ¿no has entendido nada de lo que te dicto? Quitapesares, mi dilecto amigo, ¿quién ha de ser si no un bustrófedon fingido, la máscara más cara, el disfraz de mis lecturas? Ah, Cunegunda, entérate, mi Quitapesares son los libros que leo, la escritura que me da fuerzas para sobrevivir a esta podredumbre del tiempo que me crece por dentro. Luengos son años y muy largos conmigo, con viento fresco idos, idos, idos. ¿Son míos estos versos? Por supuesto que no, amabilísima Cunegunda, son de Quitapesares, ese demiurgo de mil cabezas, uno, plural y múltiple.
El pensamiento, en mí, son un montón de frases superpuestas. Frases de otros, claro, ya que uno de mis dichos sentencia que todos los aforismos son ajenos. Todos, a lo mejor este mismo que te dicto. Mi fiel secretaria, mi indisoluble esposa, hoy tengo ganas de hablar sobre ti.
Con Cunegunda Bonaventura yo estoy solo y sólo en su compañía yo siento la perfecta soledad. He llegado al extremo de poder estar solo tan sólo cuando ella está conmigo. No se trata de la tranquilidad absurda de no mirarla nunca, sin remordimiento, o la cochina serenidad de poder rascarme las axilas sin esconder la mano; es también una soledad mental, de pensamiento que fluye sin tener que hacerle concesiones al otro. Ella no me pide que le explique nada, si hablo; ella no me pide que hable, si estoy callado, ni mucho menos indaga en mi silencio. No sé si entiende o no mi silencio y mis palabras (creo que no, muchas veces) pero ella asiente, consiente, escucha, calla. También niega, reniega, chilla, grita, sí, pero como es especialista en disentir, en criticar lo que hago o lo que escribo (ella no se equivoca), cuando me pongo furioso con sus observaciones, se retira, espera a que se me pase; sabe que el más capaz de esperar es dueño de la victoria.
Si estoy triste no se queja, si estoy feliz no se exalta. Es como vivir con un perro, dice mi amigo Quitapesares, que es un simple simplista.
Es como vivir con Cunegunda, la soledad. No hay un test ni un criterio para evaluar la inteligencia de Cunegunda. Ella parece genial y tonta al mismo tiempo, al tiempo santa y maligría, bondadosa y malvada, calculadora e ingenua. Cuando yo apoyo mi cara sobre el pecho de Cunegunda, casi siempre, me sorprende encontrar que algo allí adentro palpite. Ella camina descalza, silenciosa, por la biblioteca, y parece flotar varios centímetros por encima del suelo. Si yo creyera en las levitaciones diría que la he visto levitar. Y no la he visto, pero su cuerpo tiene levedad de mística.
Es de carne y hueso, Cunegunda, pues cada vez que esta duda tremenda (la de que ella sea un ser espiritual) me ha asaltado el caletre, he tomado el látigo para azotarla. Cojo un error de ortografía como pretexto y la azoto hasta hacer que brote sangre de su espalda. Después me inclino sobre ella y lamo sus heridas y las salo con lágrimas. Cunegunda sonríe como una santa ante el cilicio y también ella lame las manos que la fustigaron.
Conocí a Cunegunda, como todo lo importante que ha pasado en mi vida, por casualidad. Ni ella ni yo sabíamos que nos estábamos buscando: ella un trabajo, yo una secretaria. Caminábamos ambos por los jardines del Valentino, en esta ciudad de mi probable tumba, yo detrás de mi bastón y ella detrás de su novio. Cunegunda lloraba y el novio apretaba el paso. Yo quise detener esa injusticia, detuve a la muchacha, le dije que eso no, que así no. Ella me contó la historia, la única historia de Cunegunda que yo de veras me sé, porque ella es silenciosa. Quizás la cuente algún día, después de mi muerte, ella misma, cuando descanse del dictado y tenga mucho tiempo. No es una historia que deba contar yo, pero es la historia que nos ligó esa tarde y que ya pienso que no habrá tiempo para que no nos una para siempre.
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