Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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Saldarriaga era capaz de escribir doscientas diez poesías en una sola noche, y al menos ocho eran buenas, lo cual no es, aunque parezca, poco. El vecindario se quejaba por el tiptap incesante de su máquina nocturna, porque escribía a máquina y solamente de noche. Meses y meses de insistencia en el teclado los acostumbraron, como uno se acostumbra al tictac del despertador. Jugábamos ajedrez y él me ganaba casi siempre. íbamos al mismo colegio, pero a clases distintas por los años que me llevaba. Los curas lo atormentaban porque estudiaba poco. Teníamos un alfabeto secreto en el que nos escribíamos cartas inocuas, pero nos prohibieron usarlo en el colegio pues el director de disciplina no había sido capaz de descifrar la clave.

Manuel era flaco, alto, desgarbado. Con unas manos larguísimas y macilentas, como pintadas por el Greco. Devoraba chocolates y mantenía el bozo velado de marrón por la voracidad con que se los tragaba. Leíamos con pasión a los poetas modernistas y Manuel, como ellos, iba todo de negro hasta los pies vestido. En cada verso suyo había sombras y palabras de Silva y hasta nenúfares de Rubén Darío, heliotro-pos de Lugones y suspiros de Barba-Jacob. Su última carta empezaba con un verso de Gutiérrez Nájera que ya no recuerdo, pero que tenía que ver con la muerte negada. Nos veíamos todos los días hasta que yo me sumergí en los besos de Eva Serrano y él en el abrazo receloso de no sé qué muchacha del barrio.

Una mañana, en el colegio, nos llamaron a la capilla. A rezar por las desesperadas intenciones de un compañero desesperado. No serviría de nada, pero al menos la familia hallaría alguna consolación viendo a todo el colegio arrodillado. Manuel, harto de pisar la tierra, como los poetas que imitaba en sus versos, se había dado un tiro en el corazón.

Fue la primera vez que sentí la tristeza con toda su contundencia. Ese pesar oscuro y árido, sórdido, que no estalla en lágrimas sino en un dolor meditabundo, seco (así lo describió una vez, pesaroso, Quitapesares), sin gritos y sin consuelo. Por fidelidad al llanto de un poeta que habíamos leído pocos días antes, yo tampoco quise verlo. Ni en el piso de su cuarto donde por años permaneció la mancha opaca de su sangre, ni en la camilla en que lo sacaron para hacerle la autopsia, ni en el ataúd de madera clara y sin barnizar. Por intercesión de mi tío el arzobispo lo enterraron en sagrado, aunque sin misa pública, según la despiadada costumbre de entonces. No importaba que el suicida tuviera diecisiete o setenta años, ni que los familiares desearan de todos modos un entierro como el de cualquier cristiano. No sé si fui al cementerio, no recuerdo, pero me imagino que sí. Cuando todavía pienso en él, casi sesenta años después, lo veo sentado junto a mí, en el tejado de su casa, recitando versos suyos y ajenos o hablando, como por charlar, de las mejores técnicas para quitarse la vida.

Tiempo después del suicidio de Manuel, conocí a Diego Velásquez. No me refiero al pintor, sino a un muchacho de carne y hueso (sin bigotes) que se llamaba con el mismo nombre. Me imagino que los menos concienzudos pupilos de Sócrates y los lúbricos efebos de Catulo habrán sido como él. Era vital como un potro, luminoso como un tubo de neón y silencioso como un tocadiscos dañado. Mis símiles son éstos, nunca fui buen poeta. Después de la muerte de Manuel yo hubiera preferido amigos lúgubres, pero me parece, aunque ya no estoy seguro, que ese enemigo mío que llevaba mi nombre se ató de pies y manos a ese compañero y sufría de despecho por el abandono de Diego Velásquez.

Hay un lugar recóndito de la memoria (mis recuerdos son tantos, tantos, que no me caben en la cabeza) donde sé que escarbando con violencia hallaría la mano de Diego Velásquez (¿la derecha, la izquierda?) que estrechaba la mano de alguien a quien yo llamaba yo. Si hurgo más a fondo me parece recordar las piedras de una quebrada distinta a esa en la que Eva Serrano me había enseñado los ritos de la lengua. Me parece percibir también el ondular marítimo de una hamaca, el zumbido de once mosquitos y la mano de Diego Velásquez que más que acariciarme parecía dibujarme el cuerpo. La mano de alguien que, como yo, se llamaba Gaspar Medina, recorre también el cuerpo de Velásquez y de repente esa mano que fue mía se llena de un líquido viscoso y caliente, también la mano de Velásquez se llena de esperma y ambos nos ungimos la barriga con el mismo ungüento.

Es como una película muda, en blanco y negro, vista hace mucho tiempo. Y es la mudez del recuerdo lo que me indica que Diego Velásquez no quería siquiera darle voz al asunto. Lo que no se habla, lo que no se dice, logramos relegarlo a ese territorio de irrealidad muda del sueño. Ese despechado que se llamaba con mi nombre sufría su propio silencio, incapaz de expresarse, y el vergonzoso silencio de Diego Velásquez.

Veo, como un relámpago, un tren que viaja lleno de ruidos y gallinas hacia Puerto Berrío; hace un calor de fuelle del infierno y el adolescente que fui está sentado en el techo del tren al lado de Diego Velásquez. Un túnel oscurece la vista y enfría el sudor que se pega a la camisa; en ese paréntesis de penumbra la mano de Diego Velásquez aprieta la mía para anunciarme que esa noche, bajo el rítmico aletear de los ventiladores del Hotel Magdalena de Puerto Berrío, volveré a sentir la mano humedecida por la más oculta corriente de Velásquez, su mano humedecida por mi erupción simétrica y casi simultánea.

Y ahora todo esto convertido en una vieja película muda, en blanco y negro, prohibida para menores de veintiuno y jamás proyectada al público. Virtud privada de una aventura tan lejana que parece ajena. Lo poco que revivo ya no conmueve mis fi bras. Cuando intenté repetir el manoseo con otras manos y miembros, las ganas se me habían esfumado, el olor a macho cabrío de los machos humanos me ahuyentó de ese enredado comercio que jamás fue infame entre los sabios de la antigüedad. Pero ese a quien yo llamaba yo, después del toqueteo bajo los abanicos de Puerto Berrío, sufría de desesperado despecho cuando el tocayo del de las Meninas parecía no verme al mirarme, o prefería mirar para otra parte.

De esos mismos días es una discusión pública en el salón de clases. Como repetidas veces habían pillado a los internos haciéndose la paja unos a otros, el capellán creyó oportuno llamarnos al orden en público, recordándonos cómo los animales nunca hacían tales cosas. ¿Acaso alguna vez habíamos visto a un caballo encaramarse en otro? Me veo alzar la mano y luego ponerme de pie para responderle (veo al cura ponerse colorado de la ira) que los caballos tampoco hablan, pero no porque fueran más naturales, sino porque tenían menos fantasía. Muy pocas cosas les quedarían a los hombres para hacer si se limitaran a imitar a los caballos. Sin contar que, imitando sus hábitos sexuales, podríamos acabar montando a nuestras propias madres. Me veo de pie diciéndole esto y así lo apunto por corregir mi vida; lástima que el Gaspar Medina de esos días haya estado tan desnudo de argumentos, tan inocente del mundo y haya tenido que dejar sus labios juntos, apretados, aceptando esa torpe tergiversación zoológica. Pero a veces, por favorecer ese difícil cariño que uno siente por sí mismo, es mejor no recordarnos como fuimos, sino como hubiéramos querido ser.

XVIII

Cuyo tema es la historia de faldas con Virgelina Pulgarín, alias la Proletaria

No fumo, ni tabaco ni nada, ni he fumado nunca. Y no por cuidarme o cuidar a los otros, sino porque no me gusta. Pero no puedo soportar la costumbre salubérrima de las últimas décadas. En este norte del mundo, pero el vicio fue importado de Norteamérica, les ha dado por perseguir a quienes se hacen daño fumando. Sacan las estadísticas alarmantes de los fumadores pasivos y así destierran a los activos, cuando les va bien, al desván de la casa. El humo pasivo hace daño, sí, y vivir también hace daño, y la mucha risa arruga las comisuras de los labios y el mucho pensar llena de líneas la frente y las comidas excavan la barriga. Bah. No fumo, pero si llego a la casa de alguien y ese alguien prohibe que los invitados fumen allí, yo me levanto, doy la mano cortesmente y me largo. O al menos aquí escribo que me largo, ya que no tengo carácter o me educaron demasiado bien para hacerlo de veras. Que se vayan al carajo los cómplices de la marea creciente de las prohibiciones.

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