El avión, pues, aterriza, y al final de la pista los pasajeros pueden apreciar a Dios crucificado en el aire a la entrada del cementerio más extenso de la ciudad. Esta es la acogida que se da a los turistas en el infierno: la ciudad más violenta del mundo recibe a sus visitantes con la visión apocalíptica de una infinidad de tumbas. ¿Aviso, admonición, mensaje premonitorio? Podría ser, pero tiendo a pensar que es puro y simple mal gusto: en relación con los viajeros, que se topan de entrada con la muerte en figura de sepulcros blanqueados, y en relación con los muertos que, si bien sordos como piedras, deben encontrar fastidioso ese vibrar de polvo y crujir de huesos y entrechocar de dientes que provoca el rugido de las turbinas.
Asistí allí al entierro de Juan Jacobo Rodó, ese al que mataron por comunista. Sus compañeros tuvieron que interrumpir dos veces los discursos y proclamas revoltosas a causa de un despegue y un aterrizaje. Y cuando ya descargaban el féretro a la definitiva fosa, vimos bajar del cielo un rapidísimo volátil blanco que no era el Espíritu Santo, sino la bolita de golf de un elegantísimo adolescente que entrenaba en el club de al lado. La bolita golpeó contra la caja con un ruido de bala y los comunistas aprovecharon, no sin cierta razón, para enardecer aún más sus desquiciados programas de venganza contra los opresores.
El infierno de mi tierra es a veces fértil en sorpresas. La última vez que aterricé, un domingo, en ese aeropuerto-campo de golf y cementerio, noté que el último de estos espacios estaba repleto de gente. El piloto del helicóptero me explicó que los pobres, en vista de que no había en la ciudad ni un parque para ellos, hacían ahora sus paseos de olla (que los aliñados llaman pic-nic) en el cementerio. Encima de la lápida un mantelito limpio con las presas de pollo y las naranjas amarillas. Mi amigo Juan Jacobo Rodó, antes de que lo mataran, me aseguró que algún día, era un tipo optimista, el pueblo de mi valle tendría un parque vastísimo, y haría paseos de olla no sólo por el viejo cementerio, sino que plantaría también los palos de la parrillada en los hoyos de lo que fuera campo de golf y patinaría a sus anchas por las viejas pistas del campo de aviación. Será en el dos mil ochocientos once, le contesté, pero él, optimista en su sincero lenguaje de pancarta, decía que nunca era tarde para el rescate del pueblo.
En todo caso, y por el momento, mi ciudad tiene el dudoso mérito de ser un sitio que jamás se extraña. Es un lugar que permite un perfecto desarraigo, una ciudad que, siendo de uno, puede verse con desapego, con la indiferencia de un turista que no encuentra en ella nada digno de memoria. No tuve mal de la tierra. Aunque no sé. Mi amigo Quitapesares sostiene que mi obsesiva negación de la nostalgia lo único que revela es que sigo instalado en ella.
En el que brevemente se recuerda algo que se quisiera olvidar
No. Es miserable todo esto que me lee Cu-negunda. Debería borrarme, desaparecer. No contar estos años en los que me perdí. Despojado del futuro, pues para mí el futuro era tan sólo la ilusión de vivir con Ángela Pietragrúa, lo que fue mi vida después de su muerte fue otra muerte. Llevé al extremo las peores facetas de mi temperamento. No ser el que soy; ser otro. Ser otro peor, mucho peor que yo mismo. Ejemplo: por las mañanas me echaba talco sobre los hombros. Encima de la chaqueta oscura un poco de polvo, en los hombros, debajo de la nuca, con el único fin de verme casposo. Sí. No sufría de caspa, pero quería una sonrisa, un gesto de repugnancia en la mirada de los otros. Que me creyeran con caspa. Y más.
Ya he dicho que comer no me apetece. Pues me forcé a engordar como un marrano. Compraba ñervos en las carnicerías, carne gorda, sebo, grasa, manteca, menudencias. Y con conatos de vómito me tragué tales gordos. Aumenté veinte kilos en seis meses, las llantas de la barriga se me doblaron por encima del cinturón, la cara se me hinchó, no me reconocía en el espejo, los demás no me reconocían por la calle. Quise ser feo y lo logré. Nunca volví a recuperarme. Y más.
Compré en el Balón, el mercado de las pulgas de Turín, mis trajes de calle. Modelos viejos, raídos, oscuros, para que mejor resaltaran los copitos nevados de la caspa ficticia. Zapatos de tercera mano, chaquetas con corte de principios de siglo, camisas con el cuello ennegrecido por el tiempo, sombreros hongo con el paño pelado. Trajes ajados que me cambiaba, si mucho, cada quince días. Y más.
Dejé de bañarme, de lavarme los dientes. Le cogí casi gusto al vaho hediondo que se levantaba de mis axilas. Me dejé crecer las uñas de los meñiques, las uñas de los dedos de los pies. Y no me las limpiaba, sino que me dejaba una asquerosa media luna negra. Y más.
Hablé con el pobre estilo que siempre había odiado. No llamaba a las cosas por su nombre, las llamaba "cosa". No llamaba a las sensaciones por su nombre, las llamaba cosa. Para explicar por qué no me afeitaba, decía: "Es que si cojo esa cosa me da como una cosa". Desterré de mi palabra el gusto por la precisión, hablé como los otros, y lo peor, todos me entendieron. También me puse a decir palabrotas, a intercalarlas en mi soso discurso, como muletillas imprescindibles. "Porque es que la cosa, marica, es que uno, ah hijueputa, tiene cosas que, no joda, son cosas muy raras, cosas como de malparido, coma mierda". Así hablaba. Y más.
Metí en un depósito los muebles de la casa. Descolgué los cuadros de Picasso y puse afiches de los cuadros de Picasso. Compré muebles modernos, puse tubos de neón para iluminar los cuartos de la casa. Forré las paredes con paisajes suizos de montaña en invierno y en otoño. Encima del piso de madera hice poner un tapete marrón. Puse flores de plástico en floreros del mismo material. Compré aerosoles perfumados para aromatizar los ambientes. Compré discos de Clayderman para musicalizar la sordera de los invitados. Y más.
Me chupaba el dedo y me sacaba mocos y lagañas frente a las visitas. Allí mismo me rascaba los pendejos metiéndome la mano por debajo de los pantalones. Me rascaba la cabeza sin tener que fingir pues era cierto que me picaba allí ya que jamás volví a lavarme el pelo. Pegotudo, grasiento. Así viví varios años. Ese fue el luto que me obligué a pagar por la muerte de mi amada, Ángela Pietragrúa, muerta de parto por obra del semen infeccioso del vizconde de Alfaguara. Y más.
Que ya no cuento.
Cuando se terminó este terrible período de postración, de deliberada deformación de hábitos y cuerpo, quise volver a ser yo. Pero antes, por un tiempo, tenía que dejar de ser alguien. Había sido yo, me había convertido en mi antiyó: para volver a ser yo, tenía que ser nadie por un tiempo. Creo que ya empezaba la quinta década de mi existencia cuando me fui a hacer un viaje a tierras mestizas, países anónimos y enmascarados como ningún otro.
Me hice cortar el pelo (tenía mucho, entonces) a cinco milímetros sobre el cuero del cráneo. Compré y me puse unos anteojos cuadrados, grandes, con montura de carey y me dejé crecer unos bigotes mexicanos. Resolví ponerme un uniforme, usar un único traje fijo: pantalones de color azul oscuro, cinturón y botines negros, camisas de rayitas celestes. Me deshice de la ropa del Balón y de mi ropa antigua; regalé mis chaquetas y corbatas. No volví a usar mi nombre.
Quise borrarme, no ser nadie. No ser nada. Disolverme en la masa indistinta. Ser anodino, insulso, invisible. Que nadie notara al perfecto don nadie. Como un ente hice peregrinajes por remotos parajes del mundo. No con afán turístico ni de purificación: viajaba sin mirar nada. Por tener una meta, seguí la ruta de los santuarios famosos de la Tierra: pasé a visitar a la virgen de Guadalupe, me rocié con agua de Lourdes, estuve en La Meca, en Tierra Santa, en Santiago de Compostela, en el Tíbet. Recorrí los ríos de mejores aguas, el Ganges, el Atrato, el Orinoco, el Mississippi, el Putumayo, el Amazonas, el Danubio, el Nilo, el Volga y muchos otros. No escalé montaña alguna, pero hablé con santones de todas las religiones, en Roma y en Calcuta y en Teherán; en Los Angeles, en Pekín, en Wittenberg.
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