En un relato perfecto, aunque no muy celebrado, La busca de Averroes , Borges da noticia de un estupor semejante: escribe sobre un hombre que existió, que vivió en Córdoba y escribió libros de sabiduría perdurable, pero comprende que su tarea es imposible, porque ese hombre, Averroes, le será siempre extraño y remoto, un fantasma sin más sustancia que su nombre y las pocas fechas y datos de su biografía que han llegado a nosotros. En el manuscrito de la Poética de Aristóteles, nos dice Renan, Averroes encontró dos palabras que no supo traducir: tragedia y comedia . Lo más evidente es también muchas veces lo más indescifrable, y los mayores misterios no nos aguardan en la oscuridad, sino en la plenitud de lo visible, en el espacio vacío de la mezquita de Córdoba, en los pormenores que yo iba descubriendo conforme la mirada se habituaba a la penumbra, cuando advertía que ninguna columna es exactamente igual a otra, cuando rozaba con los dedos las incisiones en el mármol y veía que sus tonalidades cambiaban del gris al violeta, al azul oscuro, a un granate apagado. Según Borges -su presencia, mientras estuve en Córdoba, era tan asidua como la de Walter Benjamin-, una veta de una columna de la mezquita es un zahir, uno de esos objetos o matices de la realidad que tienen la virtud maléfica de no ser olvidados y de apoderarse poco a poco y sin remedio de la memoria entera de quien los ha mirado una sola vez. Días más tarde, cuando me fui de la ciudad y empecé a buscar su historia en los libros, pensé que tal vez Córdoba es en sí misma un zahir, y también un aleph, porque hay lugares en ella que parecen contener, escondida e intacta, la integridad del Universo. El califa al-Mamun, cuando fundó Bagdad, quiso que su mismo trazado fuera una alegoría y un resumen del mundo. Por eso sus arquitectos la hicieron de forma circular y abrieron cuatro puertas en sus muros, señalando cada uno de los puntos cardinales, y situaron en el centro el palacio del califa. También Córdoba se nos aparece como una alegoría, si bien nos damos cuenta de que no sabremos nunca desvelar el significado oculto de su belleza ni ahondar en el limo de devastaciones sucesivas y prodigios levantados sobre escombros del que se ha nutrido hasta hoy su perduración. Córdoba es un pergamino rasgado y pulido muchas veces que revela al calor del fuego una escritura invisible, pero las palabras que descubrimos en él pertenecen a un idioma desconocido. En Córdoba nos sobrecogen con igual intensidad el esplendor y la destrucción, y un patio abandonado no es menos noble que esa especie de obelisco barroco sobre el que se yergue, frente al río, la estatua del arcángel San Rafael.
Las únicas ruinas tristes de Córdoba son las actuales: esos ingentes caserones de los que sólo las fachadas quedan en pie, con las ventanas tapadas con ladrillos o con tablones mal clavados a los alféizares, con decrépitos andamios que no parecen haber sido instalados para la reconstrucción, sino para acelerar la caída. Pero las ruinas arcaicas, las de los tiempos de Roma o del califato, poseen una vida y una presencia imperiosas, como si continuaran afirmando, a pesar del desastre, el orgullo de los hombres que edificaron una ciudad tan inmutable y versátil como la corriente del río junto al que nació. Córdoba sobrevive a sus devastadores convirtiendo a las ruinas en símbolos de dolor y ofrece la gloria más alta a los vencidos: cayeron los palacios y los alminares, pero el aire de la noche sigue oliendo al azahar de los naranjos que trajeron los árabes, y sobre los tejados se levantan todavía las copas de las palmeras, descendientes de aquellas que hizo crecer Abd al-Rahman I en los jardines de su destierro. La catedral, esa torpe maquinaria insolente de la que dice Titus Burkhardt que es como una gran araña agazapada sobre las columnas de la mezquita, fue construida sobre ella para declarar la victoria de la Iglesia católica sobre el Islam, pero esa intrusa cercanía manifiesta, por comparación, la infinita superioridad del edificio vulnerado, la transparencia misteriosa de su geometría. La catedral es un prolijo establecimiento religioso: la mezquita es un espacio sagrado.
Dicen que sus primeros arquitectos, al trazar los arcos que se abren hacia el techo, quisieron sugerir una forma como de bosque de palmeras, y que el patio, aislado de la ciudad tras los muros, con sus fuentes de agua limpia para las abluciones y sus rumorosos árboles, es una metáfora del Paraíso: «Quienes sean piadosos tendrán junto a su Señor jardines en que corren los ríos», promete el Corán. Y aunque no haya leído estas cosas en los libros, uno siente, al llegar al patio de la mezquita, que ha alcanzado un modesto edén, y no precisa una lección de teología para agradecer el agua que le limpia la cara y las manos y le sacia la sed y las sombras de los naranjos. Uno anda por allí, aturdido al principio a causa de la luz, como si todavía caminara por el interior de las naves, porque es cierto que su multiplicación se parece a la de los árboles, se acerca al estanque para beber un poco de agua, se sienta luego bajo las arcadas para fumar un cigarrillo o leer el periódico, apoyando la nuca y la espalda en la pared, cansado, feliz, deleitándose en la pereza. Al otro lado de los muros se oía la ciudad, pero todavía no era tiempo de volver a ella, aunque el patio ya hubiera sido tomado por escuadrones de japoneses y de alumnas de colegios de monjas, hirsutas damas de falda gris y calzado ortopédico que algunas veces usaban terminantes silbatos para disciplinar a sus pupilas. En el patio de la mezquita, donde leía todas las mañanas un libro de Walter Benjamin - Calle de dirección única -, me gustaba percibir como una costumbre íntima el tiempo y los sonidos de Córdoba para nutrirme de ellos en ese viaje al pasado que aún no había emprendido. Para mirar el paisaje de la ciudad e imaginarme cómo era hace mil años subía al campanario. En las paredes pueden verse incrustados algunos arcos del antiguo alminar. La primera vez me detuvo en mi ascenso una puerta cerrada sobre la que había un pequeño cartel escrito muy torpemente con bolígrafo: «Para subir llamar a la puerta. Entrada 10 ptas». Todo tenía tal aire de abandono el papel, una hoja cuadriculada de bloc, estaba amarillento que supuse que esa puerta llevaba años cerrada. Pero cuando llamé, previendo que nadie me respondería, una mujer abrió. Tenía el pelo blanco y vestía una bata de casa más bien desaliñada. En su presencia, en los muebles del pequeño cuarto de estar al que daba directamente la escalera, había algo de anacrónico, como si esa mujer habitara allí desde hacía tanto tiempo que ya nadie se acordara de ella ni del motivo inexplicable por el que se le concedió ese lugar para vivir. Cruzar su menesteroso comedor para seguir subiendo hacia el campanario costaba, efectivamente, diez pesetas, y cuando uno le pagaba -venciendo la incómoda sensación de estafar a una anciana- ella guardaba las monedas en un bolsillo de la bata y cerraba otra vez la puerta. (Más tarde, cuando bajé, vi aquel comedor con muebles tapizados de skay y estampas en las paredes invadido por una populosa expedición de orientales con pantalón corto y cámaras fotográficas. Braceando entre ellos para encontrar la salida, me acordé de esa película de Buñuel en la que lentos carros de bueyes transitan por un salón aristocrático y una vaca rumia tendida bajo el dosel de una cama Luis XV).
Córdoba es una ciudad tan llana que sólo se la puede dominar entera desde la altura de sus torres, desde la cima barroca del campanario de la catedral. Sólo desde allí se descubren sus jardines escondidos, la monotonía ocre de los tejados entre los que se abre el rectángulo de un patio, la extensión blanca del caserío que se prolonga hasta la orilla del Guadalquivir y hacia las primeras estribaciones de la sierra, donde también ahora, como en el tiempo de los omeyas, se multiplican las quintas de los poderosos, breves oasis de delicia para defenderse del calor y del estrépito de la ciudad. Allí estuvo el primer palacio de Abd al-Rahman I, que se llamó al-Rusafa para repetir el nombre de otro palacio de Siria, desde esta misma torre tal vez podía distinguirse a lo lejos la ciudad áulica de Madinat al-Zahra, de murallas tan blancas que un poeta musulmán la compara a una muchacha desnuda entre los brazos de un etíope. A un lado el río con sus molinos abandonados, el puente que llevaba al arrabal que fue destruido para siempre durante el reinado del temible al-Hakam I; al otro, los tejados y las torres de la ciudad perdiéndose hacia el doble azul de la serranía y del cielo, un azul casi blanco en el límite del horizonte. El horror y la gloria, el hormigueo de las generaciones, el fuego de los incendios, los gritos de los héroes, de los verdugos y las víctimas: todo eso había ocurrido en la ciudad que yo tenía ante mis ojos, tan impasible en la distancia como una llanura desierta en la que muchos años atrás hubiera sucedido una batalla. Aquí estuvo la biblioteca de al-Hakam II, tan vasta como la de Alejandría; aquí vivieron Ibn Hazm y el infatigable al-Mansur, que levantó cincuenta expediciones victoriosas contra los reinos cristianos; a un precipicio de esta sierra se lanzó el extravagante inventor Abbas ibn Firnas, atado a una máquina de volar que tenía alas de seda; tal vez desde las torres de la iglesia que hubo en este mismo lugar antes de que se construyera la mezquita vio alguien llegar a los jinetes árabes y bereberes que conquistaron Córdoba para el Islam en el otoño del 711. La Historia es eso, una ficción nacida del gusto de saber lo que no puede recordarse, un gran teatro de sombras custodiadas en los libros o surgidas de las ruinas y del suelo estéril como nacían los hombres de las piedras sembradas por aquel Deucalión que en la mitología griega restaura el linaje humano tras el diluvio universal.
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