Pero Dios les había prometido en el Corán el dominio de Oriente y de Occidente, y esa tierra azulada que vislumbraban al otro lado del mar era el último extremo del mundo y debía ser conquistada. Cuenta Ibn Habib que Musa ibn Nusayr -el moro Muza de nuestro romancero- no sólo era un militar siempre movido por la ambición y el arrojo, sino también un reputado astrólogo que había soñado o leído en los astros que su destino era conquistar Hispania. Una voz le dijo en sueños que había en alguna parte un viejo que le diría el nombre de aquel de sus generales a quien debía mandar a la cabeza del ejército. Encargó a uno de ellos, su liberto Tariq, que buscara a ese anciano de su sueño. Cuando Tariq lo encontró y le preguntó quién estaba predestinado a dirigir la invasión, el viejo se lo quedó mirando y le contestó: «Tú y un pueblo de tu misma fe. Llegarás a una colina oscura y al este habrá una región pantanosa y una figura que representa a un toro…». Junto a la roca de Gibraltar, en los pantanos de Algeciras, desembarcaron las tropas de Tariq. Hacían rápidas incursiones hacia el interior y esperaban la llegada de un ejército de enemigos que suponían innumerable. Gentes que los vieron irrumpir en aquellas marismas contaron la mala nueva de su advenimiento. «Señor -dice una carta apócrifa dirigida a Rodrigo-, aquí han venido hombres enemigos de la parte de África, que por sus rostros y trajes no sé si parecen llegados del cielo o de la tierra". Hombres a caballo, con vestiduras de colores vivos, con turbantes y barbas y altas banderas rígidas en las que hay bordados versículos del Corán. Así los vemos en la ilustración de un manuscrito del siglo XII: algunos de ellos hacen sonar largas trompetas, a los cristianos vencidos les recordarían las del Apocalipsis, y hay uno, montado sobre un mulo, que golpea simultáneamente dos tambores.
Las crónicas nos hacen imaginar que la invasión y la conquista sucedieron con la velocidad de una cabalgata fulminante. Nuestro sentido del tiempo no tiene nada que ver con el de aquellos hombres: lo que nos desconcierta, si comprobamos las fechas, es la extraña lentitud de todo. A mediados de abril desembarca el ejército musulmán; aproximadamente tres meses después tiene lugar la batalla del río Guadalete, y pasará todo el verano hasta que los jinetes de Mugit, separándose del grueso de la expedición, lleguen a Córdoba. Los personajes de nuestro pasado o de nuestra ficción cruzan un tiempo más denso y enrarecido que el que nosotros habitamos, con esperas lentísimas, con dilaciones baldías que dan a los acontecimientos un pesado aire de inmovilidad. Yuxtaponemos actos muy lejanos entre sí para que se nos haga inteligible el devenir de aquellas vidas, igual que el novelista elige y ordena a su placer algunos indicios singulares para imitar la sucesión sin fisuras del tiempo. Antes de avanzar, Tariq espera refuerzos del norte de África. Mientras tanto, en su alcázar de Córdoba, un solitario rey que no puede confiar en nadie lee las cartas de los mensajeros y procura organizar un ejército del que nos dicen todos los autores que mucho antes de comenzar la batalla estaba destinado al fracaso. «El exército era compuesto de toda broza -escribe el padre Mariana- y como gente allegadiza y poco exercitada ni tenían fuerza en los cuerpos ni valor en sus ánimos: los escuadrones mal formados, las armas tomadas de orín, los caballos o flacos o regalados, no acostumbrados a sufrir el polvo, el calor, las tempestades». Para los cronistas de los siglos futuros, Rodrigo es un rey culpable de soberbia y lujuria, y su culpa, como la de Edipo, trae consigo un adelanto del Juicio Universal. La peste que diezma a los habitantes de Tebas se convierte en España en la catástrofe de la invasión musulmana. Los árabes son los ejecutores del castigo de un Dios que no conoce la misericordia. Algunas veces la Crónica General se parece al relato de una epidemia: «Los cuerpos muertos a cada paso se hallaban tendidos por las calles y caminos, y no se oía por todas partes sino llanto y gemidos». Igual que Edipo, Rodrigo se niega a reconocer su delito y a aceptar los presagios, porque también a él lo pierde la voluntad de saber y la indiferencia a los augurios: «Pidió le dieran agua para beber e se la dieron e cuando la tomó en la mano se tornara en sangre». Tuvo sueños amenazadores y no hizo caso de ellos, supo que se habían visto en el cielo cometas que dejaban un largo rastro del color de la sangre y rayos que caían en las mañanas serenas. Se oyeron ladridos de perros, silbidos de serpientes, gritos de los difuntos aterrorizados en sus sepulturas. Temblaba la tierra, y en la oscuridad de la noche se escuchaba un estrépito de armas manejadas por sombras. Los árabes son la peste y las siete plagas de Egipto y el fuego de azufre que destruyó las ciudades de la Llanura. A Rodrigo sólo se le concederá un poco de piedad cuando ya esté vencido: «Se despeñó a sí mismo y a su reyno en su perdición como persona estragada por los vicios y desamparada de Dios».
Su primera perdición fue el deseo, que es siempre deseo de saber. Según la crónica del moro Rasis, «non cuidaba más que de folgar e aver vicio». Florinda, la hija del conde Julián, que algunos dicen que era el exarca bizantino de Ceuta, estaba bañándose con las piernas desnudas en un ribazo del Tajo cuando el rey la vio amparado tras una celosía. En una variante del romance viejo que cuenta la historia, Florinda invita a sus doncellas a medirse las piernas «con un listón amarillo», para saber cuál de todas las tiene más hermosas, «e tanto fatigado se vio el rey de su desseo que la forzó mal de su grado e la tuvo por su amiga». Poseída violentamente por Rodrigo, la hija de Julián escribe a su padre y éste trama la desaforada venganza de vender España a los árabes. La llamarán la Cava, la ramera, y a ella también le corresponderá una parte de la culpa, igual que a Eva, madre y sacrificadora de todo el género humano.
Pero Rodrigo también se perdió por haberse atrevido a mirar cosas que estaban prohibidas. Edipo interrogó a la Esfinge, y el orgullo de su victoria sobre ella -de la razón frente al mito- fue el preludio de su soberanía y de su desgracia. Los dioses ciegan a quienes quieren perder. En Toledo, capital de la monarquía visigoda, había una casa cerrada a la que llamaban la casa de Hércules, porque decían que el semidiós guardó en ella sus tesoros cuando anduvo por España y doblegó a los toros de Gerión. A nadie le estaba permitido entrar en aquella casa, y lo primero que hacían los reyes al ganar la corona era añadir un cerrojo más a su puerta. Sólo Rodrigo quiso forzarlos todos y entrar. Sobre el dintel había una leyenda escrita en griego: «El rey que abra esta casa y ponga al descubierto las maravillas que contiene encontrará cosas buenas y malas». Mandó que rompieran los cerrojos y a la luz de las antorchas vio que no había tesoros en las habitaciones vacías. «Sólo un arca -dice el padre Mariana-, y en ella un lienzo y en él pintados hombres de rostros y hábitos extraordinarios con un letrero en latín que decía: Por esta gente será en breve destruida España .»
Reconocería a esos hombres del vaticinio cuando los viera cabalgar con las espadas desnudas y los estandartes levantados, cuando comprendiera al oír sus gritos y sus tambores de guerra que todo su ejército y él mismo iban a ser rápidamente aniquilados por ellos. Avanzaba sobre un carro bélico con incrustaciones de marfil y llevaba sobre los hombros una capa de púrpura con bordados de oro. Más o menos así, con rigidez bizantina, está representado en un fresco que encontraron los arqueólogos en las ruinas de un palacio musulmán del desierto de Siria. Según otros, el rey cabalgó hacia los enemigos montado sobre su caballo Orelia y vistiendo una armadura de hierro. Duró ocho días la batalla. La táctica árabe era atacar en cargas fulminantes y retroceder luego hacia sus líneas para repetir el ataque aprovechando el desconcierto de los adversarios. A esa manera de pelear la llamaron los castellanos tornafuye . Había cuatro soldados cristianos por cada musulmán, pero el ejército de Rodrigo fue segado y deshecho, y era tal el número de los muertos que nadie los habría podido contar. Entendemos la furia de los guerreros de Tariq leyendo la arenga que atribuye el gran Ibn Jaldún al califa Alí:
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