Por la ventana veía el campanario que alguna vez fue un alminar, las crestas color ladrillo del muro de la mezquita y las copas de las palmeras del patio, muy altas contra el azul pálido del cielo, que luego, cuando avanzaba la mañana y crecía el calor, se iba volviendo incoloro, casi blanco, un cielo de mediodía candente en el que reverberaba la luz como la cal de una pared. Mirando los colores de Córdoba, tan puros en la primera luz de la mañana, me acordaba de la claridad de los paisajes marroquíes, verde de oasis y rojo de greda, y de la sensación de oír, en medio de un silencio poblado de pasos, en la medina de Xauen, la salmodia de un muecín, amplificada por un precario alta voz sujeto a la ventana del alminar con un cable de plástico. En Xauen había notado que el tiempo que yo llevaba conmigo -llevamos con nosotros nuestro tiempo, como nuestra documentación y nuestra cara- se me volvía inútil, igual que un reloj que se para de pronto. Pero no sentía el anacronismo de un lugar exótico, porque aquel tiempo en el que había ingresado al deambular por la medina no me resultaba desconocido, ni tampoco el rumor de las voces, aunque hablaban en árabe, ni el olor a humo de leña y a tierra apisonada y húmeda en el atardecer. Aquel tiempo arcaico y aquellos sonidos no vulnerados por motores de automóviles los había vivido y degustado yo en las tardes de la infancia, y al oír al muecín me acordé de que a la hora del crepúsculo la llamaban entonces
la oración . En el interior de las casas se establecía una opaca penumbra, como en los patios de Xauen y Córdoba, y las mujeres, sentadas junto a las ventanas con la costura en el regazo -tenían una manera cautelosa de mirar a la calle, como si las ocultasen celosías y no visillos echados-, no encendían la luz eléctrica y se quedaban algunos minutos en silencio, o conversando en voz baja. Había que esperar atentamente a la llegada de la noche, había casi que presenciarla en la plenitud de su advenimiento.
El metal de las campanas es más enfático que la llamada del muecín. Cada mañana, en Córdoba, cuando me despertaban, yo emprendía la extraña tarea de imaginar una ciudad inexistente caminando sin prisa por la ciudad real. Tenía que buscar a Córdoba en Córdoba, como busca a Roma en Roma el peregrino de Quevedo. Visitaba ruinas e indagaba en ellas y en las páginas de los libros la presencia y la vida diaria de hombres que vivieron hace mil años: hombres que miraron esa misma luz que yo veía y cuyas manos y pisadas gastaron las columnas de mármol y el pavimento de la mezquita. Al cabo de mil años casi nada quedaba de la ciudad que ellos habitaron, pero las columnas aún estaban en pie y el Guadalquivir seguía fluyendo entre las islas de arena y las espesuras de adelfas y cañaverales con la misma lentitud mitológica de los ríos sagrados. Tenía que escribir un libro sobre la Córdoba de los omeyas, sobre ese inconcebible lugar que había sido la capital de Occidente, pero me daba cuenta de que no era hora todavía de encerrarse en una habitación rodeado de volúmenes de Historia. Hacía falta primero olvidarse de todo propósito y salir a la ciudad en cuanto las campanas próximas anunciaran la llegada del día, perderse en ella y ser poseído por ella para encontrar, si era posible, no los despojos de la arqueología, sino las señales intangibles del tiempo, esos caminos ocultos entre el presente y las latitudes más hondas de la memoria que yo había adivinado en Xauen.
Empezamos a conocer una ciudad cuando la vivimos como un hábito, no del tedio, sino de la pasión. Cada mañana, cada uno de los días de mi breve viaje, yo buscaba a Córdoba en Córdoba y me habituaba al deslumbramiento y a la quieta aventura de encontrar lo inesperado y lo desconocido al mismo tiempo que lo presentía. Era como si la ciudad fuese creciendo ante mí y se multiplicara ante mis pasos. Córdoba, ciudad de tránsito para el nomadismo de autocar, sólo entreabre parcialmente su absoluta belleza a quien la recorre sin apuro, a quien descubre en cada calle la tapia hermética de un convento o las columnas de la fachada de un gran palacio abandonado, o un patio que exhala una frescura de pozo bajo el agobio del calor, o una plaza sin nadie donde hay estatuas romanas sin cabeza y columnas taladas como anchos troncos de árboles. Córdoba es el descubrimiento de perspectivas de arcos que llevan los unos hacia los otros como el azar de los dados en el juego de la oca, la fogarada inmóvil de una luz de desierto y la sabiduría de una penumbra calculada y modelada hasta el límite. Tabernas umbrías, con aliento a sótano y a madera empapada de vino, jardines donde se escucha un caudal de agua invisible. En cierto modo, ésa es la dualidad de la mezquita: la sombra de las naves y la claridad del patio, la selva aritmética de las columnas y la arquitectura vegetal de los naranjos y las palmeras.
A las diez de la mañana se abrían al turismo las grandes puertas herradas de la mezquita. Pero dos horas antes, a las ocho y media, comenzaban las piadosas tareas de los canónigos en el recinto de la catedral, y entonces uno, polizón solitario, disponía de todo el espacio no pisado por nadie en el que resonaban las notas del órgano y las salmodias litúrgicas. Todo quedaba muy lejos, y el tiempo presente se confundía poco a poco con la pausada duración mineral de aquel otro tiempo que yo había ido a buscar a Córdoba. Friedrich von Schack, que anduvo por estas mismas naves hace más de un siglo, escribió que quien penetra en ellas tiene la sensación de internarse en la oscuridad de una selva sagrada. Yo caminaba sin descanso viendo desplegarse ante mí las perspectivas móviles de las columnas y las floraciones blancas y rojas de los arcos y me parecía que Baudelaire estaba aludiendo a la mezquita cuando escribía que la naturaleza es un templo de vivientes pilares. Caminaba a través del bosque de los símbolos y oía el murmullo de mis pasos como una voz familiar. Y la mezquita, como una selva sagrada, tampoco tenía senderos precisos ni dirección obligatoria. Cualquier lugar era su centro, desde cualquier columna junto a la que me detuviera se multiplicaban las otras en una sucesión infinita. Y la luz, al afianzarse el día, modificaba tenuemente el espacio, lo ensombrecía y lo agrandaba a un ritmo a la vez imperceptible e incesante, como el que rige el crecimiento de las hojas de un árbol.
Pensaba en las alineadas multitudes que humillarían las cabezas contra el suelo y las levantarían luego en un solo gesto unánime cuando este lugar era un santuario islámico. Al fondo, junto a los arcos de oro del mirhab, se alzaría el gran estrado de madera tallada desde donde el emir de los creyentes asistía a la oración. Y me acordaba de pronto, como si me despertara, del propósito que me condujo allí, el de escribir un libro sobre aquellos hombres que habían muerto tantos siglos atrás y que ya eran tan imaginarios como los que pueblan las novelas. Inventar un personaje, dotarlo de nombre y de rostro, rodearlo de una casa y de una ciudad para que se mueva por ellas como el Golem que modeló en arcilla el rabino de Praga -con la modesta finalidad de tener una ayuda en las tareas domésticas- no difiere gran cosa de contar la vida de alguien que dejó de existir hace mil años. La teología, dice Borges, es una rama de la literatura fantástica. ¿No es la Historia una rama de la novela, una ficción de sombras nacida de las ruinas y los libros, un rumor de escrituras y de voces del pasado, de indicios dudosos, de mentiras que los siglos han vuelto verdad y de verdades tan inaccesibles como las estatuas ocultas a muchos metros bajo tierra? Apenas sabemos nada sobre las personas que tratan diariamente con nosotros. Espiamos señales y gestos, queremos dilucidar el pensamiento tras las palabras, pero la verdadera identidad de quienes más nos importan permanece siempre escondida. Inventamos creyendo averiguar. Sin darse cuenta, el historiador también construye una invención, usando, como el novelista, materiales y fragmentos dispersos de la realidad, edificando con ellos un libro igual que los arquitectos musulmanes edificaron la mezquita aprovechando sin el menor apuro columnas de palacios y de templos romanos, igual que un poco tiempo después los saqueadores de Madinat al-Zahra se llevaron sus columnas para sostener con ellas otros arcos en los patios de la ciudad.
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