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Carlos Zafón: La sombra del viento

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Carlos Zafón La sombra del viento

La sombra del viento: краткое содержание, описание и аннотация

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad. La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Me has decepcionado, Daniel -me dijo-. Cuando te llevé a aquel lugar secreto, te dije que el libro que escogieras era algo especial, que tú lo ibas a adoptar y que debías responsabilizarte de él.

– Entonces tenía diez años, papá, y aquello era un juego de niños.

Mi padre me miró como si le hubiese apuñalado.

– Y ahora tienes catorce, y no sólo sigues siendo un niño, eres un niño que se cree un hombre. Vas a llevarte muchos disgustos en la vida, Daniel. Y muy pronto.

En aquellos días yo quería creer que a mi padre le dolía que pasase tanto tiempo con los Barceló. El librero y su sobrina vivían en un mundo de lujos que mi padre apenas podía olfatear. Pensaba que le molestaba que la criada de don Gustavo se comportase conmigo como si fuese mi madre y que le ofendía que yo aceptase que alguien pudiera desempeñar aquel papel. A veces, mientras yo andaba por la trastienda haciendo paquetes o preparando un envío, oía a algún cliente bromear con mi padre.

– Sempere, usted lo que tiene que hacer es buscarse una buena chavala, que ahora sobran viudas de buen ver y en la flor de la vida, ya me entiende usted. Una buena moza le arregla a uno la vida, amigo mío, y le quita veinte años de encima. Lo que no puedan un par de tetas…

Mi padre nunca respondía a estas insinuaciones, pero a mí cada vez me parecían más sensatas. En una ocasión, en una de nuestras cenas que se habían transformado en combates de silencios y miradas robadas, saqué el tema a relucir. Creía que si era yo quien lo sugería, facilitaría las cosas. Mi padre era un hombre bien parecido, de aspecto pulcro y cuidado, y me constaba que más de una mujer en el barrio lo veía con buenos ojos.

– A ti te ha resultado muy fácil encontrar una sustituta para tu madre -replicó con amargura-. Pero para mí no la hay y no tengo interés alguno en buscarla.

A medida que pasaba el tiempo, las insinuaciones de mi padre y de la Bernarda, e incluso de Barceló, empezaron a hacer mella en mí. Algo en mi interior me decía que estaba metiéndome en un camino sin salida, que no podía esperar que Clara viese en mí más que a un muchacho al que llevaba diez años. Sentía que cada día se me hacía más difícil estar junto a ella, sufrir el roce de sus manos o llevarla del brazo cuando paseábamos. Llegó un punto en que la mera proximidad con ella se traducía en casi un dolor físico. A nadie se le escapaba este hecho, y menos que a nadie a Clara.

– Daniel, creo que tenemos que hablar -me decía-. Yo creo que no me he portado bien contigo…

Nunca le dejaba acabar sus frases. Salía de la habitación con cualquier excusa y huía. Eran días en que creí estar enfrentándome al calendario en una carrera imposible. Temía que el mundo de espejismos que había construido en torno a Clara se acercase a su fin. Poco imaginaba yo que mis problemas apenas habían empezado.

MISERIA Y Compañía (1950-1952)

7

El día de mi dieciséis cumpleaños conjuré la peor de cuantas ocurrencias funestas había alumbrado a lo largo de mi corta existencia. Por mi cuenta y riesgo, había decidido organizar una cena de cumpleaños e invitar a Barceló, a la Bernarda y a Clara. Mi padre opinaba que aquello era un error.

– Es mi cumpleaños -repliqué cruelmente-. Trabajo para ti todos los demás días del año. Al menos por una vez, dame el gusto.

– Haz lo que quieras.

Los meses precedentes habían sido los más confusos de mi extraña amistad con Clara. Ya casi nunca leía para ella. Clara rehuía sistemáticamente cualquier ocasión que implicase quedarse a solas conmigo. Siempre que la visitaba, su tío estaba presente fingiendo leer el diario, o la Bernarda se materializaba trajinando por el foro y lanzándome miradas de soslayo. Otras veces, la compañía venía en forma de una o varias de las amigas de Clara. Yo las llamaba las Hermanas Anisete, siempre tocadas de un recato y un semblante virginal, patrullando las proximidades de Clara con un misal en la mano y una mirada policial que mostraba sin tapujos que yo estaba de sobra, que mi presencia avergonzaba a Clara y al mundo. El peor de todos, sin embargo, era el maestro Neri, cuya infausta sinfonía seguía inconclusa. Era un tipo atildado, un niñato de San Gervasio que pese a dárselas de Mozart, a mí, rezumando brillantina, me recordaba más a Carlos Gardel. De genio yo sólo le encontraba la mala baba. Le hacía la rosca a don Gustavo sin dignidad ni decoro, y flirteaba con la Bernarda en la cocina, haciéndola reír con sus ridículos regalos de bolsas de peladillas y pellizcos en el culo. Yo, en pocas palabras, le detestaba a muerte. La antipatía era mutua. Neri siempre aparecía por allí con sus partituras y su arrogante ademán, mirándome como si fuese un grumetillo indeseable y poniendo toda clase de reparos a mi presencia.

– Niño, ¿tú no tienes que irte a hacer los deberes?

– ¿Y usted, maestro, no tenía una sinfonía que acabar?

Al final, entre todos podían conmigo y yo me largaba cabizbajo y derrotado, deseando haber tenido la labia de don Gustavo para poner a aquel engreído en su sitio.

El día de mi cumpleaños, mi padre bajó al horno de la esquina y compró el mejor pastel que encontró. Dispuso la mesa en silencio, colocando la plata y la vajilla buena. Encendió velas y preparó una cena con los platos que suponía mis favoritos. No cruzamos palabra en toda la tarde. Al anochecer, mi padre se retiró a su habitación, se enfundó su mejor traje y regresó con un paquete envuelto en papel de celofán que colocó en la mesita del comedor. Mi regalo. Se sentó a la mesa, se sirvió una copa de vino blanco, y esperó. La invitación decía que la cena era a las ocho y media. A las nueve y media todavía estábamos esperando. Mi padre me observaba con tristeza sin decir nada. A mí me ardía el alma de rabia.

– Estarás contento -dije-. ¿Es esto lo que querías?

– No.

La Bernarda se presentó media hora más tarde. Traía una cara de funeral y un recado de la señorita Clara. Me deseaba muchas felicidades, pero sentía no poder asistir a mi cena de cumpleaños. El señor Barceló se había tenido que ausentar de la ciudad durante unos días por asuntos de negocios y Clara se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con el maestro Neri. Ella había venido porque era su tarde libre.

– ¿Clara no puede venir porque tiene una clase de música? -pregunté, atónito.

La Bernarda bajó la vista. Estaba casi llorando cuando me tendió un pequeño paquete que contenía su regalo y me besó ambas mejillas.

– Si no le gusta, se puede cambiar -dijo.

Me quedé a solas con. mi padre, contemplando la vajilla buena, la plata y las velas consumiéndose en silencio.

– Lo siento, Daniel -dijo mi padre.

Asentí en silencio, encogiéndome de hombros.

– ¿No vas a abrir tu regalo? -preguntó.

Mi única respuesta fue el portazo que di al salir. Bajé las escaleras con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la calle desolada, bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y la mirada me temblaba. Eché a andar sin rumbo, ignorando al extraño que me observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía el mismo traje oscuro, su mano derecha enfundada en el bolsillo de la chaqueta. Sus ojos dibujaban briznas de luz a la lumbre de un cigarro. Cojeando levemente, empezó a seguirme.

Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita. A veces yo saludaba con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos en una golondrina, aunque yo sabía que él a veces iba solo.

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