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Carlos Zafón: La sombra del viento

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Carlos Zafón La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad. La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Como si llevase una máscara de piel -decía.

– Eso te lo estás inventando, Clara.

Clara juraba y perjuraba que era cierto, y yo me rendía, atormentado por la imagen de aquel desconocido de dudosa existencia que se complacía en acariciar ese cuello de cisne, y a saber qué más, mientras a mí sólo me estaba permitido anhelarlo. Si me hubiese parado a pensarlo, hubiera comprendido que mi devoción por Clara no era más que una fuente de sufrimiento. Quizá por eso la adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen daño. A lo largo de aquel verano, yo sólo temía el día en que volviesen a empezar las clases y no dispusiera de todo el día para pasarlo con Clara.

La Bernarda, que ocultaba una naturaleza de madraza bajo su severo semblante, acabó por tomarme cariño a fuerza de tanto verme y, a su modo y manera, decidió adoptarme.

– Se conoce que este muchacho no tiene madre, fíjese usted -solía decirle a Barceló-. A mí es que me da una pena, pobrecillo.

La Bernarda había llegado a Barcelona poco después de la guerra, huyendo de la pobreza y de un padre que a las buenas le pegaba palizas y la trataba de tonta, fea y guarra, y a las malas la acorralaba en las porquerizas, borracho, para manosearla hasta que ella lloraba de terror y él la dejaba ir, por mojigata y estúpida, como su madre. Barceló se la había tropezado por casualidad cuando la

Bernarda trabajaba en un puesto de verduras del mercado del Borne y, siguiendo una intuición, le había ofrecido empleo a su servicio.

– Lo nuestro será como en Pigmalión -anunció-. Usted será mi Eliza y yo su profesor Higgins.

La Bernarda, cuyo apetito literario se saciaba con la Hoja Dominical, le miró de reojo.

– Oiga, que una será pobre e ignorante, pero muy decente.

Barceló no era exactamente George Bernard Shaw, pero aunque no había conseguido dotar a su pupila de la dicción y el duende de, don Manuel Azaña, sus esfuerzos habían acabado por refinar a la Bernarda y enseñarle maneras y hablares de doncella de provincias. Tenía veintiocho años, pero a mí siempre me pareció que arrastraba diez más, aunque sólo fuera en la mirada. Era muy de misa y devota de la virgen de Lourdes hasta el punto del delirio. Acudía a diario a la basílica de Santa María del Mar a oír el servicio de las ocho y se confesaba tres veces por semana como mínimo. Don Gustavo, que se declaraba agnóstico (lo cual la Bernarda sospechaba era una afección respiratoria, como el asma, pero de señoritos), opinaba que era matemáticamente imposible que la criada pecase lo suficiente como para mantener semejante ritmo de confesión.

– Si tú eres más buena que el pan, Bernarda -decía, indignado-. Esta gente que ve pecado en todas partes está enferma del alma y, si me apuras, de los intestinos. La condición básica del beato ibérico es el estreñimiento crónico.

Al oír tamañas blasfemias, la Bernarda se santiguaba por quintuplicado. Más tarde, por la noche, decía una oración extra por el alma poluta del señor Barceló, que tenía buen corazón, pero a quien de tanto leer se le habían podrido los sesos, como a Sancho Panza. De Pascuas a Ramos, a la Bernarda le salían novios que le pegaban, le sacaban los pocos cuartos que tenía en una cartilla de ahorros, y tarde o temprano la dejaban tirada. Cada vez que se producía una de estas crisis, la Bernarda se encerraba en el cuarto que tenía en la parte de atrás del piso a llorar durante días y juraba que se iba a matar con el veneno para las ratas o a beberse una botella de lejía. Barceló, tras agotar todas sus artimañas de persuasión, se asustaba de veras y tenía que llamar al cerrajero de guardia para que abriese la puerta de la habitación y a su médico de cabecera para que le administrase a la Bernarda un sedante de caballo. Cuando la pobre despertaba dos días después, el librero le compraba rosas, bombones, un vestido nuevo y la llevaba al cine a ver una de Cary Grant, que según ella, después de José Antonio, era el hombre más guapo de la historia.

– Oiga, y dicen que Cary Grant es de la acera de enfrente -murmuraba ella, atiborrándose de chocolatinas-. ¿Será posible?

– Sandeces -sentenciaba Barceló-. El cazurro y el zoquete viven en un estado de perenne envidia.

– Qué bien habla el señor. Se conoce que ha ido a la universidad esa del sorbete.

– Sorbona -corregía Barceló, sin acritud.

Era muy difícil no querer a la Bernarda. Sin habérselo pedido nadie, cocinaba y cosía para mí. Me arreglaba la ropa, los zapatos, me peinaba, me cortaba el pelo, me compraba vitaminas y dentífrico, e incluso llegó a regalarme una medallita con un frasco de cristal que contenía agua bendita traída desde Lourdes en autobús por una hermana suya que vivía en San Adrián del Besós. A veces, mientras se empeñaba en examinarme el pelo en busca de liendres y otros parásitos, me hablaba en voz baja.

– La señorita Clara es lo más grande del mundo, y quiera Dios que me caiga muerta si algún día se me ocurre criticarla, pero no está bien que el señorito se obsesione mucho con ella, si me entiende usted lo que quiero decir.

– No te preocupes, Bernarda, si sólo somos amigos.

– Pues eso mismo digo yo.

Para ilustrar sus argumentos, la Bernarda procedía entonces a relatarme alguna historia que había oído por la radio en torno a un muchacho que se había enamorado indebidamente de su maestra y al que, por obra de algún sortilegio justiciero, se le había caído el pelo y los dientes al tiempo que la cara y las manos se le recubrían de hongos recriminatorios, una suerte de lepra del libidinoso.

– La lujuria es muy mala cosa -concluía la Bernarda-. Se lo digo yo.

Don Gustavo, pese a los chistes que se marcaba a mi costa, veía con buenos ojos mi devoción por Clara y mi entusiasta entrega de acompañante. Yo atribuía su tolerancia al hecho de que probablemente me consideraba inofensivo. De tarde en tarde, seguía dejándome caer ofertas suculentas para adquirir la novela de Carax. Me decía que había comentado el tema con algunos colegas del gremio de libros de anticuario y todos coincidían que un Carax ahora podía valer una fortuna, especialmente en Francia. Yo siempre le decía que no y él se limitaba a sonreír, ladino. Me había entregado una copia de las llaves del piso para que entrase y saliese sin estar pendiente de si él o la Bernarda estaban en casa para abrirme. Mi padre era harina de otro costal. Con el paso de los años había superado su reparo innato a abordar cualquier tema que le preocupase de veras. Una de las primeras consecuencias de este progreso fue que empezó a mostrar su clara desaprobación de mi relación con Clara.

– Tendrías que ir con amigos de tu edad, como Tomás Aguilar, que lo tienes olvidado y es un muchacho estupendo, y no con una mujer que ya tiene años de casarse.

– ¿Qué más dará la edad que tenga cada uno si somos buenos amigos?

Lo que más me dolió fue la alusión a Tomás, porque era cierta. Hacía meses que no salía por ahí con él, cuando antes habíamos sido inseparables. Mi padre me observó con reprobación.

– Daniel, tú no sabes nada de las mujeres, y ésa juega contigo como un gato con un canario.

– Eres tú el que no sabe nada de mujeres -replicaba yo, ofendido-. Y de Clara, menos.

Nuestras conversaciones sobre el tema rara vez iban más allá de un intercambio de reproches y miradas. Cuando no estaba en el colegio o con Clara, todo mi tiempo lo dedicaba a ayudar a mi padre en la librería. Ordenando el almacén de la trastienda, llevando pedidos, haciendo recados o atendiendo a los clientes habituales. Mi padre se quejaba de que no ponía la cabeza ni el corazón en el trabajo. Yo, a mi vez, replicaba que me pasaba la vida entera allí y que no entendía de qué tenía que quejarse. Muchas noches, sin poder conciliar el sueño, recordaba aquella intimidad, aquel pequeño mundo que ambos habíamos compartido en los años que siguieron a la muerte de mi madre, los años de la pluma de Víctor Hugo y las locomotoras de latón. Los recordaba como años de paz y tristeza, un mundo que se desvanecía, que se había venido evaporando desde aquel amanecer en que mi padre me había llevado a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Un día mi padre descubrió que yo había regalado el libro de Carax a Clara y montó en cólera.

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