Según mi padre, aquél era un razonamiento que sólo se le podría haber ocurrido a un literato en ciernes.
– Tú sigue dándole, que antes de que termines tu opera prima, yo te la compro.
– ¿Lo prometes?
Siempre respondía con una sonrisa. Para fortuna de mi padre, mis aspiraciones literarias pronto se desvanecieron y quedaron relegadas al terreno de la oratoria. A ello contribuyó el descubrimiento de los juguetes mecánicos y de todo tipo de artilugios de latón que se podían encontrar en el mercado de Los Encantes a precios más acordes con nuestra economía familiar. La devoción infantil es amante infiel y caprichosa, y pronto sólo tuve ojos para los mecanos y los barcos de cuerda. No volví a pedirle a mi padre que me llevase a visitar la pluma de Víctor Hugo, y él no volvió a mencionarla. Aquel mundo parecía haberse esfumado para mí, pero durante mucho tiempo la imagen que tuve de mi padre, y que aún hoy conservo, fue la de aquel hombre flaco enfundado en un traje viejo que le venía grande y con un sombrero de segunda mano que había comprado en la calle Condal por siete pesetas, un hombre que no podía permitirse regalarle a su hijo una dichosa pluma que no servía para nada pero que parecía significarlo todo. Aquella noche, a mi regreso del Ateneo, le encontré esperándome en el comedor, luciendo aquella misma cara de derrota y anhelo.
– Ya pensaba que te habías perdido por ahí -dijo-. Llamó Tomás Aguilar. Dice que habíais quedado. ¿Te olvidaste?
– Barceló, que se enrolla como una persiana -dije yo, asintiendo-. Ya no sabía cómo quitármelo de encima.
– Es buen hombre, pero un poco plomo. Tendrás hambre. La Merceditas nos ha bajado algo de sopa que había hecho para su madre. Esa muchacha vale un montón.
Nos sentamos a la mesa a degustar la limosna de la Merceditas, la hija de la vecina del tercero, que según todos iba para monja y santa, pero a la que yo había visto más de un par de veces asfixiando a besos a un marinero de manos hábiles que a veces la acompañaba hasta el portal.
– Esta noche tienes aire meditabundo -dijo mi padre, buscando la conversación.
– Será la humedad, que dilata el cerebro. Eso dice Barceló.
– Será algo más. ¿Te preocupa algo, Daniel?
– No. Sólo pensaba.
– ¿En qué?
– En la guerra.
Mi padre asintió con gesto sombrío y sorbió su sopa en silencio. Era un hombre reservado y, aunque vivía en el pasado, casi nunca lo mencionaba. Yo había crecido en el convencimiento de que aquella lenta procesión de la posguerra, un mundo de quietud, miseria y rencores velados, era tan natural como el agua del grifo, y que aquella tristeza muda que sangraba por las paredes de la ciudad herida era el verdadero rostro de su alma. Una de las trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas. Aquella noche primeriza de verano, caminando por ese anochecer oscuro y traicionero de Barcelona, no conseguía borrar de mi pensamiento el relato de Clara en torno a la desaparición de su padre. En mi mundo, la muerte era una mano anónima e incomprensible, un vendedor a domicilio que se llevaba madres, mendigos o vecinos nonagenarios como si se tratase de una lotería del infierno. La idea de que la muerte pudiera caminar a mi lado, con rostro humano y corazón envenenado de odio, luciendo uniforme o gabardina, que hiciese cola en el cine, riese en los bares o llevase a los niños de paseo al parque de la Ciudadela por la mañana y por la tarde hiciese desaparecer a alguien en las mazmorras del castillo de Montjuïc, o en una fosa común sin nombre ni ceremonial, no me cabía en la cabeza. Dándole vueltas, se me ocurrió que tal vez aquel universo de cartón piedra que yo daba por bueno no fuese más que un decorado. En aquellos años robados, el fin de la infancia, como la Renfe, llegaba cuando llegaba.
Compartimos aquella sopa de caldo de sobras con pan, rodeados por el murmullo pegajoso de los seriales de radio que se colaban a través de las ventanas abiertas a la plaza de la iglesia.
– Entonces, ¿qué tal todo hoy con don Gustavo?
– Conocí a su sobrina, Clara.
– ¿La ciega? Dicen que es una belleza.
– No sé. Yo no me fijo.
– Más te vale.
– Les dije que a lo mejor me pasaba mañana por su casa, al salir del colegio, para leerle algo a la pobre, que está muy sola. Si tú me das permiso.
Mi padre me examinó de reojo, como si se preguntase si estaba él envejeciendo prematuramente o yo creciendo demasiado rápido. Decidí cambiar de tema, y el único que pude encontrar era el que me consumía las entrañas.
– En la guerra, ¿es verdad que se llevaban a la gente al castillo de Montjuïc y no se les volvía a ver?
Mi padre apuró la cucharada de sopa sin inmutarse y me miró detenidamente, la sonrisa breve resbalándole de los labios.
– ¿Quién te ha dicho eso? ¿Barceló?
– No. Tomás Aguilar, que a veces cuenta historias en el colegio.
Mi padre asintió lentamente
– En tiempos de guerra ocurren cosas que son muy difíciles de explicar, Daniel. Muchas veces, ni yo sé lo que significan de verdad. A veces es mejor dejar las cosas como están.
Suspiró y sorbió la sopa sin ganas. Yo le observaba, callado.
– Antes de morir, tu madre me hizo prometer que nunca te hablaría de la guerra, que no dejaría que recordases nada de lo que sucedió.
No supe qué contestar. Mi padre entornó la mirada, como si buscase algo en el aire. Miradas o silencios, o quizá a mi madre para que corroborase sus palabras.
– A veces pienso que me he equivocado al hacerle caso. No lo sé.
– Es igual, papa…
– No, no es igual, Daniel. Nada es igual después de una guerra. Y sí, es cierto que hubo mucha gente que entró en ese castillo y nunca salió.
Nuestras miradas se encontraron brevemente. Al poco, mi padre se levantó y se refugió en su habitación, herido de silencio. Retiré los platos y los deposité en la pequeña pila de mármol de la cocina para fregarlos. Al volver al salón, apagué la luz y me senté en el viejo butacón de mi padre. El aliento de la calle aleteaba en las cortinas. No tenía sueño, ni ganas de tentarlo. Me acerqué al balcón y me asomé hasta ver el reluz vaporoso que vertían las farolas en la Puerta del Ángel. La figura se recortaba en un retazo de sombra tendido sobre el empedrado de la calle, inerte. El tenue parpadeo ámbar de la brasa de un cigarrillo se reflejaba en sus ojos. Vestía de oscuro, una mano enfundada en el bolsillo de la chaqueta, la otra acompañando al cigarro que tejía una telaraña de humo azul en torno a su perfil. Me observaba en silencio, el rostro velado al contraluz del alumbrado de la calle. Permaneció allí por espacio de casi un minuto fumando con abandono, la mirada fija en la mía. Luego, al escucharse las campanadas de medianoche en la catedral, la figura hizo un leve asentimiento con la cabeza, un saludo tras el cual intuí una sonrisa que no podía ver. Quise corresponder, pero me había quedado paralizado. La figura se volvió y le vi alejarse cojeando ligeramente. Cualquier otra noche apenas hubiese reparado en la presencia de aquel extraño, pero tan pronto le perdí de vista en la neblina sentí un sudor frío en la frente y me faltó el aliento. Había leído una descripción idéntica de aquella escena en La Som bra del Viento. En el relato, el protagonista se asomaba todas las noches al balcón a medianoche y descubría que un extraño le observaba desde las sombras, fumando con abandono. Su rostro siempre quedaba velado en la oscuridad y sólo sus ojos se insinuaban en la noche, ardiendo como brasas. El extraño permanecía allí, con la mano derecha enfundada en el bolsillo de una chaqueta negra, para luego alejarse, cojeando. En la escena que yo acababa de presenciar, aquel extraño hubiera podido ser cualquier trasnochador, una figura sin rostro ni identidad. En la novela de Carax, aquel extraño era el diablo.
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