Revolución de los farrapos en Brasil. Nuevos párrafos acerca de un viejo conocido, el cabrón de Correia da Cámara. La joven república me lo envía como ministro plenipotenciario. Pide autorización de entrada con el propósito de «sustentar ante el Gobierno del Paraguay las relaciones de perfecta inteligencia, paz y buena armonía felizmente existentes entre los dos Estados».
¿Cuáles serán los verdaderos móviles de la pretendida república? Si hay imperio no hay república. No espero de ella nada nuevo ni bueno; menos aún si su embajador es Correia. Ya está golpeando otra vez las puertas de Itapúa. Antes vino como emisario del imperio; ahora, como embajador de la república. ¡Este follón es eterno! Más tenaz que el gran río, el ríograndense. No cesa de correr. ¿Qué es eso de nuestras relaciones de perfecta inteligencia, paz y buena armonía entre los dos Estados? ¿Quieren ganar los farrapos mi buena voluntad con un mal chiste?
Oficio al delegado de Itapúa: No sé qué asunto viene a tratar conmigo el enviado de los que se dicen revolucionarios del Brasil. Los brasileros son siempre los mismos maulas bajo distinta piel. Imperio o república no los cambia. ¡Pretenden esos bellacos pasar por el ojo de la aguja de la Revolución! No me extraña que hayan vuelto a mandar de parlamentario a Correia, el mismo jorobado camello a quien expulsé infinidad de veces porque no venía sino a entretener y entorpecer con diligencias ineptas la satisfacción de las reclamaciones que yo he hecho y que seguiré haciendo hasta el fin de los tiempos, mientras no sean debidamente satisfechas. No creo que venga con asunto que importe, sino más bien con nuevas pamplinas e impertinencias, en las que se cree muy ducho. Sin embargo, nada perdemos con poner a prueba a este bribón; ver qué pellejerías se trae bajo imperial sombrero, gorro frigio republicano, chambergo de gaucho matrero o vincha de bandeirante.
Diez años atrás brindé al comisionado del Brasil su última oportunidad. La perdió. Durante dos años, desde septiembre del año 27 a junio del 29, mandé retenerlo en Itapúa. No hay mejor recurso que mantener a la gente en espera para que muestre las hilachas. Por no fiarme del tarambana de Ortellado, lo reemplazo por Ramírez, el único que puede medirse en cinismo y bribonería con Correia. Lo primero que has de decirle, mi estimado José León, es que el Brasil debe dar entera satisfacción a la República del Paraguay sobre todas sus reclamaciones, y no entretener, demorar, pasar el tiempo y tal vez los años con fútiles pretextos de vanas, frivolas e infructuosas diligencias, seguramente con la idea de frustrar con tales procedimientos nuestras justísimas demandas en materias y hechos bien sabidos, sobradamente notorios, pensando sin duda que aquí no tenemos bastante conocimiento de todo y pretendiendo además con gracioso empeño venir a espiar con sospechosa mala fe nuestro territorio. Debes leer al bribón esta parte del oficio, muy solemnemente, marcando las palabras, los silencios, las pausamenazas. Tu misión es hostilizarlo de las mil maneras que se te ocurran, hasta que ceda, cumpla o se largue. Sacarle tientos muy finos, no importa el tiempo que te demande la tarea. La mayor discreción, eso sí. Todo como de cuenta tuya, sin comprometer al Supremo Gobierno. Sus órdenes serán cumplidas, Excelencia. Voy a ser muy sigilativo. Aloja a Correia y a su comitiva, José León, en la ex comisaría. Ortellado me informa que el enviado del imperio me ha traído como sobornario presente del emperador cien caballos de raza árabe. Mételos en el potrero más pelado de pasto que encuentres, de modo que los corceles arábigos descoman a gusto y descarnezcan a voluntad; y que el malandrinazo del imperio se los lleve al regreso. ¿Me has entendido, José León? Perfectamente, Excelencia. No te achiques ni este filo de uña. No retrocedas ante el emisario una sola pulgada, ni un tranco de pulga, por mejor decir. Usted me conoce bien, Excelentísimo Señor. Voy a estar muy altivo.
A la espera de lo que pase me encierro en el Cuartel del Hospital. Corto así toda posibilidad de comunicación oficial. De paso, me dedico por entero a mis estudios y escritos.
Completo silencio de mi flamante comisionado. ¿Qué pasa ahí? Envío a mi oficial de enlace, el Amadís Cantero. Correia da Cámara lo denigrará más tarde en sus informes y memoriales. Será la única vez que diga la verdad. 1
Con alguna razón, sin duda Correia protesta contra Cantero. Entretanto, mi exegeta y oficial de enlace intercepta sus mensajes e informes secretos. Itapúa es un hervidero de pequeños acontecimientos, partea Cantero. Suceden casi insensiblemente y como en secreto, dice, fiel a su manía de literaturizar las cosas. Don José León Ramírez ha puesto a toda la gente, incluso al subdelegado, al comandante, y a los oficiales, a la tropa entera de la guarnición, a cazar pulgas. El propio don José León, metido en una canasta más grande que una canoa, aviada con botijas de agua y bastimentos, se ha hecho remontar mediante un aparejo hasta la cumbrera del edificio de la Delegación, presumiblemente empeñado también, a su modo, en la cacería de pulgas. No ha dado de sí, en estos tres últimos días, más señales de vida que algunos estremecimientos de la canasta en lo alto; remezones semejantes a furiosos ataques de chucho. ¿Qué hago, Excelencia?, pregunta Cantero. Espera, le ordeno. Continúa estirando la suela a Correia.
La indignación de Correia da Cámara estalla: «Es indecible lo que el Dictador me está haciendo padecer. Soy el representante de un Imperio y me trata como a un vulgar ladrón de caballos. Más que hospedado dignamente, estoy detenido, secuestrado casi, en el infecto rancho de una ex comisaría, en medio de un pantano. A despecho de este extremo ignominioso, por mí no me quejaría pues en
el servicio de mi país y de mi Soberano debo soportar los mayores sacrificios. ¿Es justo, empero, que mi esposa e hijas soporten tan indignos vejámenes? Nos encontramos rodeados de charcos de los que fluyen miasmas pestíferos, pútridas emanaciones, insectos conductores de paludismo, disentería, vómitos negros. Tempestades, vientos desabridos, lluvias a torrentes, aguaceros con granizos, caen intempestivamente a cada momento. ¡Rayos, centellas, todas las miserias del mundo! Tolderías de indios. Lupanares por doquier. Mi mujer y mis hijas están condenadas a presenciar obscenos e infames espectáculos. El cuarto en el que hemos tenido que refugiarnos ha perdido la mitad de sus tapias. Desde nuestra llegada nos ha sido imposible dormir ni descansar. El techo de zinc es apedreado desde medianoche hasta el alba. Borrachos pasan a todas horas frente a la casa lanzando gritos y piedras contra puertas y ventanas, como divirtiéndose. Los indios se introducen en la vivienda y molestan a mis esclavas. Roban las vituallas. Apestan el ambiente con la fetidez de sus sucias personas. Soldados que se fingen ebrios tratan de forzar la puerta, y sólo se retiran cuando yo mismo los amenazo con disparar sobre ellos.
»Ayer fusilaron a un ladrón, a veinte pasos de mi ventana. ¿Dónde está el delegado? Lo mando llamar. El espía Cantero desvergonzadamente me sale con la especie de que está ocupado, de que no puede atenderme porque se ha puesto a cazar pulgas. Sosiégúese, Excmo. Señor Enviado Imperial, trata de aplacarme con fingida cortesía. Tenga S. E. la absoluta seguridad de que si el Delegado del Supremo Gobierno del Paraguay, Dn. Joseph León Ramírez, está cazando pulgas, lo hace sin ninguna duda en obsequio a su comodidad. ¡No son pulgas solamente, se-ñor Oficial, la única plaga que nos atormenta en este infierno!, le replico. Pido, es más, exijo ver al delegado inmediatamente, y usted me dice que se halla metido en una canasta en lo alto del edificio de la Delegación de Gobierno, embarcado en la absurda cacería de pulgas. Recuerde S. E., dice imperturbable el espión-escritor, que cada uno tiene su manera de matar pulgas, y el Delegado del Supremo Gobierno es infalible en sus métodos.
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