A racha de hacha voy a talar este bosque de plantas parásitas. Tiempo no me sobra. Mas tampoco ha de faltarme. Produzco mi rabia. Debo contenerla. La letra me sale temblando en lo demorado. Me hace doler el brazo. Disparo mis órdenes-palabras al papel. Tacho. Borro. Me agazapo en la testadora de lo secreto.
No mandaré al sol que se pare. Me basta disponer de un día más. Un solo antinatural día en que la misma naturaleza parezca haberse pervertido ayuntando el día más largo con la más larga noche. ¡Suficiente! No necesito más para destruir a esos sabandijas. Jefes, magistrados, funcionarios, ¡bah! El mejor de ellos es todavía el peor. Los mismos que en un superior progreso hacia arriba hubieran podido ponerse a la cabeza de la República, bajando hacia lo más bajo han terminado en una fístula.
Meditadas las circunstancias, todo concurre a asegurarme que voy a re-presenciar las cosas. No a representarlas. Sin apuro. Caer de pronto sobre ellos a la velocidad del rayo. ¡Fulminarlos! Cuestiones a considerar de inmediato: Exterminar la plaga; no ahuyentarla con el alboroto que se usa para las langostas. Obrar suavemente. Si ordeño leche sacaré manteca. Si me sueno recio las narices sacaré sangre. Espantáranse los bárbaros. Por ahora despabilar las velas sin apagarlas. Traer las cosas a vías de hecho juntando las mazorcas bajo la horca. Hacer aparecer todo lo oculto. Quidquid latet apparebit. Caza quien no amenaza. Voy a empezar por el falsario que tengo más a mano; mi amanuense y fiel de fechos que anda tejiendo sus maquinaciones e intrigas para alzarse en cuanto pueda con el gobierno provisorio de fatuos. Nada más que un toquecito de corriente voltaica en las zonas sensibles del batracio-actuario.
Seamos justos eh Patiño. ¿No te parece después de todo que el pasquín tiene razón? ¿Cómo, Excelencia? Cuando no estornudas te duermes. No dormía, Señor. Únicamente tenía cerrados los ojos. Así, a más de oír, veo sus palabras. Estaba pensando en esas palabras que usted me dictó el otro día cuando dijo que, viva o muera, el hombre no conoce inmediatamente su muerte; que siempre muere en otro mientras abajo está esperando la tierra. No es eso exactamente lo que te dicté, pero es exactamente lo que te pasará a ti dentro de no mucho más que muy poco. Te he preguntado si no te parece que el pasquín tiene razón. No me parece que un pasquín pueda tener razón, Señor. Cuantimás si es contra el Superior Gobierno. ¿No te parece que debí haber mandado a la horca a todos los que dicen servir a la Patria cuando lo único que hacen es robarla a discreción? ¿Qué opinas tú, mi fideindigno? Usted sabe, Excelencia. Tú no sabes que yo sé. Mas yo sé que tú no sabes todo lo que debería importarte. Si los bribones-ladrones supiesen las ventajas de la honradez tendrían la pillería de hacerse honrados a tiempo. ¿De qué te asustas? ¿Eres uno de ellos? Soy su humilde servidor nomás, Excelencia. Estás temblando entero. Tus pies acuátiles hacen crujir la palangana por debajo de su línea de flotación. Crujen tus dientes. ¿O es que de pronto te han agarrado a ti también las convulsiones de la alferecía? Te otorgaré el ascenso postumo de alférez de la muerte-en-pie; mejor dicho, de la muerte-colgada. No intentes sigilar tu miedo. Por más que trates de medirlo, de achicarlo, siempre será más grande que tú. No es dueño de su miedo sino quien lo ha perdido.
Lupa en ristre cavas en la escritura panfletaria. Quisieras poder enterrarte en ella, ¿no?; encontrar un sustituto; ver a ese alguien que ha de morir por ti. Lo sé, mi pobre Patiño. Morir, ah morir, sueño muy duro hasta para un perro. Más, para los que como tú ganan su vida con la muerte de los otros. Estás inmensamente gordo. Eres ya una entera pella de sebo. Mi presunta hermana Petrona Regalada podría fabricar con tu vil persona más de mil velas para la catedral. Otras tantas velas viles para el alumbrado. Regala a mi velaria hermana tu cadáver. Lo convertirá en candelas para tu propio velatorio. Por lo menos después de muerto serás el fiel de fechos más alumbrado que haya tenido a mi servicio. Obsequíale esa mole de sebo que es tu persona. Pero hazlo legal, por escritura pública, ante testigos. Eres de los que hacen trampa hasta después de muerto. No sé cómo se amañarán para colgarte cuando te llegue el turno. Van a tener que izarte con un torniquete. Las sogas de tu hamaca bastaron para ti. Te adelantaste al verdugo ahorcándote tú mismo para no tener que dar cuenta de tus traiciones y ladronicidios. Esa cosa pesada que cargabas en la boca, la adulación-traición, facilitó el trabajo del lazo. Tu apuro no te dejó tiempo de escribir con carbonilla en las paredes de tu celda versitos de despedida por el estilo de los que algunos escribas atribuyen a mi pariente Fulgencio Yegros como escritos antes de su ejecución. El refulgente caballero de lazo y bola, ex presidente de la Primera Junta y posteriormente traidor-conspirador, sabía dibujar su firma apenas. Pudiste imitar el apóstrofe-dicterio que el Cavallero-bayardo garabateó con el índice tinto en su sangre. Se abrió las venas con la hebilla de su cinturón que utilizó luego para ahorcarse, según se sigue mintiendo en las escuelas públicas siglo y medio después. No para honrarlo a él, hasta como traidor y conspirador, sino para denigrarme a mí. Repítela. ¡Vamos! Rebuzna ese engaño que hoy se enseña en las escuelas. Bien sé que el suicidio es contrario a las leyes de Dios y de los hombres, pero la sed de sangre del tirano de mi patria no se ha de aplacar con la mía… ¡Señor, Vuecencia no es un tirano! Hay varias versiones de este embuste postumo. Puedes elegir la que quieras. Inventar otra más afectada aún antes de perder la memoria en el lazo. Sudor o lágrimas chorrean sobre el promontorio de tu barriga. Te estás dando a todos los diablos. Ya lo dijo el papa. ¡Tantos demonios rondando a un solo individuo, más indigno que todos ellos juntos!
Haz lo que hicieron los pobladores mulatos de Areguá, por consejo de los mercedarios, cuando sé sintieron atacados por un malón de demonios. Les levantaron una casa para que dejaran de alborotar las suyas. Los luzbeles, luciférez, lucialférez, belcebúes, mefistófeles, anopheles, leviatanes, diablesas-hembras y los lémures de tres sexos, que el Dante no registró en sus círculos infernales de la demonología medieval, se lanzaron feroces contra el pueblo de Areguá. Continuaron sus tropelías porque la casa que les levantaron no les pareció suficientemente digna ni cómoda. Hasta que misia Carlota Palmerola les levantó a orillas de lago Ypacaray un palacio de mármol que se conserva hasta hoy. ( Al margen : Dictar el Decreto de confiscación de este edificio abandonado que pertenece al fisco por derecho de aubana.) Sólo entonces se calmaron exigiendo únicamente los cachidiablos que las mujeres les llevaran comida y las diablesas que los negros y mulatos garañones más fornidos fueran de ronda por las noches a sus alcobas. Precio que los primeros aregüeños oblaron de muy buena gana. Por un tiempo Areguá conoció su época más feliz. Lo malo de la felicidad es que no dura; lo bueno de las orgías, que cansan pronto a hombres y diablos. Luego de aquellos cien días de lujuria en los que el pueblo de Areguá aventajó de lejos a Sodoma y Gomorra, con la ventaja de que el fuego no lo destruyó, los pardos, hombres y mujeres, retornaron a la rutina de sus moderadas costumbres. De aquellas bacanales en el blanco castillo, provino sin duda la pigmentación rojiza de la piel de los aregüeños, tal como lo atestigua el cronista Benigno Gabriel Caxa-xia en su verídica historia traducida ya a varios idiomas. Tu padre, que emigró de Areguá para venir a emplearse como escribiente del último gobernador español, lucía en sus pardomorados mofletes esta granulación de fuego y ceniza. Tú heredaste su cara, mas el descaro es sólo tuyo.
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