Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Decir, escribir algo no tiene ningún sentido. Obrar sí lo tiene. La más innoble pedorreta del último mulato que trabaja en el astillero, en las canteras de granito, en las minas de cal, en la fábrica de pólvora, tiene más significado que el lenguaje escriturario, literario. Ahí, eso, un gesto, el movimiento de un ojo, una escupida entre las manos antes de volver a empuñar la azuela, ¡eso, significa algo muy concreto, muy real! ¿Qué significación puede tener en cambio la escritura cuando por definición no tiene el mismo sentido que el habla cotidiana hablada por la gente común?

En la sala de sesiones el presidente de la Junta, no sabe qué hacer con los poderes y credenciales de los enviados porteños. Finalmente los mete en su bolsillo, y torciéndose los mostachos dice a Belgrano: Señor General, puede usted comenzar su perorata.

Buenos Aires no pretende subyugar a los pueblos del virreinato, comienza diciendo Belgrano, y ofrece desde luego la más amplia satisfacción al Paraguay por el envío de la expedición auxiliadora. Se siente desde ya recompensada de su sacrificio con la revolución del 14 de mayo y el establecimiento del nuevo gobierno. Es necesario ahora que el Paraguay se integre y acate al gobierno central pues hay que formar un centro de unidad sin el cual será imposible concertar y ejecutar planes. La amenaza portuguesa es seria y no sólo está dirigida contra Buenos Aires sino también contra el Paraguay. El medio de contener en sus límites al príncipe del Brasil no puede ser otro que el Paraguay conforme su opinión, conducta y movimiento con el gobierno de Buenos Aires. Las provincias deben aunar sus esfuerzos frente al enemigo común, y la separación paraguaya sería un ejemplo funesto para todas ellas. En el gobierno de Buenos Aires está representado en la actualidad todo el interior; es decir las provincias que formaban el antiguo virreinato. Sólo faltan los diputados paraguayos y urge su incorporación. (Aplausos de la recua de la Junta. Yo me mantengo callado. Imperturbable silencio.)

Don Fulgencio se avanzó a querer contestar. Trataba de agarrar las palabras apoyándose en el retiñir de sus espuelas mientras trasteaba el piso. Agarré al vuelo su balbuceo. Dije: Para empezar, señores comisionados, la tal expedición no fue auxiliadora sino invasora, como consta en el acta de capitulación firmada en Takuary.

Es cierto, asintió en ese momento Belgrano. Lo reconoció después en sus Memorias: Este error sólo pudo caber en unas cabezas acaloradas que sólo veían su objeto, y a quienes nada era difícil porque no reflexionaban ni tenían conocimiento. Bien, señor General, dejemos entre paréntesis este triste episodio. Pasemos a otro punto, primero y principal: El Paraguay ya no es una provincia. Es una República independiente y soberana a la que vuestra Junta ha dado pleno reconocimiento. El virreinato es una fea palabra, señores. Inmenso cadáver. No vamos a perder el tiempo en la restauración de ese fósil. Estamos haciendo nacer nuestras patrias de las provincias rebajadas en los Reinos de Indias a simples colonias de un poder opresor. Al amparo del orden debe surgir la hermandad de las nuevas sociedades. Ni opresores ni siervos alientan/donde reinan unión e igualdad, cantan aquí hasta los niños de las escuelas. El Paraguay ha ofrecido a Buenos Aires el proyecto de una Confederación, la única forma que hará viable esta confraternidad de Estados libres, sin que la unión signifique anexión. El leguleyo Echevarría metió su cuchara ad-hiriendo a la idea de que muy bien podría celebrarse un tratado ad-referéndum sobre la incorporación del Paraguay y el envío de sus diputados, para someterlo luego a la aprobación de un congreso. Puedo adelantarle, señor comisionado, que el congreso no celebrará ni aprobará este tratado ad referéndum. Nada podemos hacer a espaldas de la voluntad soberana del pueblo. Menos aún someterle una idea que nos someterá de nuevo a un poder extranjero. ¿Tiene usted presentes las instrucciones de puño y letra de Mariano Moreno? Claras y terminantes. No se anduvo con vueltas. La unión suponía para él poner al Paraguay en completo arreglo, remover el Cabildo y a las autoridades, colocar en su reemplazo a hombres de entera confianza, y expulsar del país a los vecinos sospechosos. El fogoso tribuno de vuestro Mayo, señores, dictaminó: Si hubiese resistencia de armas morirán el obispo, el gobernador y todos los principales causantes de la resistencia. No, señores; no se deben resucitar estas ideas de muerte y destrucción. Nosotros estamos tratando de poner en completo arreglo al Paraguay sin tanto aparato ni gasto de sangre; de acuerdo con nuestras propias ideas y necesidades; independien teniente y no al compás de instrucciones ni mandatos de extraños. Echevarría picotea con lengua bífida la deliberación. Diálogos de sordos. De muertos. De semimuertos. Discursos. Contradiscursos. Belgrano está ahora callado; cierra sus ojos sobre el presente. Recuerda de seguro punto por punto las exaltadas instrucciones de Moreno. Con aquel hombre sí, no con el pedante impostor de Echevarría, me habría gustado discutir en este momento los principios del Contrato Social aplicados a nuestros países. Mas la espectral corona monárquica ambicionada por los «republicanos» porteños ya lo ha sepultado bajo su peso en el légamo del mar. Por ahora no me queda más remedio que sufrir las boberías, los jugue-teos chinos de forma, las absurdidades, las extravagancias del rábula porteño.

Por ahora el Paraguay, cierro yo, se encuentra exclusivamente concentrado en la organización de su administración pública y de sus fuerzas armadas. No puede emplearlas en otro objetivo que no sea su propia defensa. Amenazado en lo interno por el españolismo y en lo externo por el ejército portugués, debe enfrentar estos riesgos con la totalidad de sus medios y recursos. Bastarse a sí mismo. No contar con la desayuda ajena. Las engorrosas negociaciones entraron a un cuarto intermedio con bonete de espera; para mí entraban ya al desván de los trastos viejos. Si vienen a golpear a tu puerta con malas intenciones, me dije, contéstales con la llave. Era preciso sin embargo aguardar todavía; llevar esa inconsecuencia hasta sus últimas consecuencias. Quedó fijado el 12 de octubre, Día de la Raza, para la discusión final y firma del tratado.

Los huéspedes son objeto de delicadas atenciones por parte de las principales familias. Muchas fiestas en su honor. Saraos, paseos, mareos, envites, convites. Con el presidente de la Junta a la cabeza, los porteñistas están que bailan en una pata. Preparan una gran parada militar que se llevará a efecto el mismo día de la firma del tratado. Los más conspicuos faccionarios de la «unión» visitan asiduamente a Belgrano y Echevarría. Nada bueno puede salir de estos conciliábulos, pese a la discreta vigilancia que mando establecer. Los tiestos-escuchas colocados subrepticiamente en los lugares de reunión registran alarmantes chacharas. Decido pues acompañar a los huéspedes personalmente a todas partes, a toda hora. Sobre todo a Belgrano. Me convierto en su sombra, y no diré que lo sigo hasta la puerta del común (todo lugar se ha vuelto sospechoso), ni que me convierto en ángel guardián de su sueño, porque también debo preparar la minuta del tratado. Palabra por palabra. Detalle por detalle. El tratado es mi hermoso gorro de piojos; no deja a la almohada el cuidado de despertarme. Velo todo el tiempo en desvelo. Más flaco que una parra, a la sombra de mi única hoja puedo colarme en todas partes. Exprimir las uvas que me importan. Las más verdes ya están para mí maduras.

El proyecto de Buenos Aires de establecer la unidad de sus intereses, bajo la presión de los nuevos tutores británicos o franceses, no quedará sino en un rodeo de estancias manejado por los porteños. Hablo a la puerta. Tras ella el general hace sus abluciones. No me responde. Oigo el ruido del agua en la jofaina. El ganado mansito de las provincias comiendo la sal puesta en la batea por los ingleses. Digo. No me oye. El chapoteo del agua crece. El general debe creer que está cruzando todavía el Paraná en el bote de cuero, luego el Takuary desbordado por la creciente, en su expedición al Paraguay. ¡También, mi querido general, haber venido a invadirnos montado en una vaca muerta!, tiento una salida jocosa. ¿Qué vaca muerta?, dice saliendo del cuartucho. Jeque sonriente bajo el turbante de la toalla. ¿Hablaba usted de una vaca muerta, señor vocal decano? Humorada, mi estimado don Manuel; nada más que humorada. Tómela usted a chacota. Me estaba acordando de su bote. ¿Bote?, el bote hecho con un cuero de vaca en el que cruzó usted los ríos. ¡Muy divertido el relato que me hizo anoche en la tertulia! ¡Bien que esa vaca muerta me salvó la vida!, me sigue el juego el general. Chacotona familiaridad. No sé nadar ni siquiera en la arena. Ese bote era espléndido. ¡Fíjese general! ¡Y no era más que el cuero de una vaca paraguaya! Belgrano se echó a reír bonachonamente. Si Pascal hubiese venido con usted en el bote de cuero no habría dicho lo que dijo: Los ríos son caminos que andan y llevan a donde se quiere ir. El turbante se le cayó de la cabeza. No vino Pascal sino en forma de barco. ¿Qué cuento es ése, señor vocal decano? Recordará usted, general, que a mediados del siglo pasado Voltaire metido a comerciante fletó a Sudamérica un barco bajo el nombre de Pascal con el pretexto de hacer la guerra a los jesuítas. El Pascal fue luego alquilado al gobierno español que lo empleó como transporte de guerra en la lucha contra los patriotas. Genio algo cínico el de Voltaire; extremadamente ambicioso de dinero. Esta avidez hizo de él un filósofo- armador. Se alucinó con la fábula de El Dorado. Envió al Paraguay a Cándido, cuyo mucamo, el mulato tucumano Cacambo, tomé después a mi servicio, liberándolo de la letra escrita. No entiendo, movió la cabeza. Vamos, que lo saqué del libro. Cacambo tuvo a mi lado un buen pasar. Le brindé confianza. Por supuesto la traicionó, pues en la sangre de los mulatos está el que sean traidores. El general seguía riéndose, estimulado por mi seriedad, creyendo seguramente que le estaba relatando otra fábula.

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