Pero temí de pronto que ella también supiera: que hubiera decidido seducir y usar a Valdivia. Cuando los vi abrazados entendí que ya era tiempo de marcharse del Universal Cinema. Fui a ver a Valdivia después de la medianoche y lo encontré escuchando como una voz deseada, con celosa avaricia, el sonido de la máquina de escribir. Le dije que a la mañana siguiente yo mataría a Walter. Usaría un cuchillo: bastaba que durante media hora él distrajera a Rebeca Osorio.
Pero yo no sabía que lo que brillaba como un fuego helado en los ojos de ella era la claridad de la locura. Cumplí mi parte de crueldad y destrucción y merecí la vergüenza. Los efectos del amor o de la ternura son fugaces, pero los del error, los de un solo error, no se acaban nunca, como una carnívora enfermedad sin remedio. He leído que en las regiones boreales, cuando llega el invierno, la congelación de la superficie de los lagos ocurre a veces de una manera súbita, por un golpe de azar que cristaliza el frío, una piedra arrojada al agua, el coletazo de un pez que salta fuera de ella y al caer un segundo más tarde ya es atrapado en la lisura del hielo. Así se solidificó el tiempo cuando vi que Valdivia abrazaba a Rebeca Osorio, y que ella agitaba contra él sus caderas, como queriendo derribarlo o herirlo. Todas las cosas recobraron de golpe las duras aristas de una geometría necesaria. La silenciosa espera y las horas que vendrían trazaban, como en las ilustraciones de las enciclopedias, una rígida línea de puntos entre el filo de mi cuchillo y la espalda de Walter, entre la inmovilidad del insomnio que preludiaría la hora de su muerte y mi huida inmediata en el expreso de Lisboa, porque acababan de cerrar la frontera de Francia y no había ningún avión que volara hacia Inglaterra. Para matar en silencio me habían adiestrado en el manejo del cuchillo. Pero Walter, en el último instante, se esfumó como una sombra del cine -pasé años preguntándome si no le habría avisado Valdivia, seducido por ella-, y la persecución deshizo la línea recta que dibujaba mi propósito, enredándome en un viaje circular que sólo ahora, tanto tiempo después, ha terminado de cerrarse. Porque no concluyó cuando al fin lo maté, sólo se sumergió en un camino oculto y muy semejante al olvido y a una imposible y voluntaria inocencia para emerger de nuevo en la misma ciudad donde tuvo su origen, en una edad futura en la que los nombres de entonces volvieron a vibrar bajo una luz amarilla e hiriente como monedas lavadas por el agua. En un piso medio vacío de los arrabales de Madrid, a la hora más silenciosa de una noche de invierno, yo estaba esperando a una mujer que decía llamarse Rebeca Osorio y buscaba a un traidor y guardaba un arma en el bolsillo de la gabardina, más viejo ahora y más cansado y descreído que entonces, pero igual de perdido, igual de solo y al acecho, como si el tiempo no hubiera pasado, ni el vano remordimiento de haberme salvado únicamente para seguir esperando, testigo único y último de lugares y rostros que ya no existían.
Maté a Walter para que no murieran otros hombres, pero su muerte lo arrastró todo hacia la extinción y la ruina. Cerraron el Universal Cinema, Rebeca Osorio dejó de escribir novelas y me contaron que se marchó a México y no volvió a saberse nada de ella, borrada como sus heroínas tras la palabra fin en la última página. Valdivia fue detenido y atormentado y murió sin denunciar a nadie. Lo fusilaron maniatado a una silla, porque no podía sostenerse en pie, y no quiso que le vendaran los ojos. Yo lo imaginaba tieso y atado como una estatua de cera, mirando hasta un segundo antes de morir las bocas alineadas de los fusiles con sus pupilas sin color ni expresión. Me llegaban de vez en cuando esas noticias a Inglaterra y yo procuraba que no pudieran fijarse indeleblemente en mi memoria. Yo me había salvado y no era como ellos, los que murieron, los que no supieron esconderse en el interior de otras vidas. Tal vez quienes me habían enviado por segunda vez a Madrid estaban en lo cierto cuando me atribuían el prestigio de la invulnerabilidad.
Tendido en el sofá, mirando la pantalla del televisor apagado, el espacio vacío, pensé que en aquel lugar había algo que repudiaba la presencia humana. Nadie que llegara allí recibiría ni un minuto de hospitalidad, nadie sabría recordar las formas de los muebles ni el color de las cortinas cuando se hubiera marchado. No quería mirar el reloj para no darme cuenta de que probablemente la muchacha ya no vendría. Me acordé de otro reloj: el que ahora mismo, en el almacén, seguiría marcando las siete y veinte. Casi dormido, aletargado por el frío, reflexioné que dos veces al día esas agujas inútiles señalaban la hora exacta. Cerré los ojos: en un sueño brevísimo volví a estar en el hotel de Florencia. Veía multiplicarse con detalle los dibujos del papel pintado, luego oí una llave que se movía en la cerradura y pensé con hostilidad y fastidio que Luque venía otra vez para pedirme algo. Entonces se me detuvo el corazón y sentí con espanto que si no abría los ojos y me levantaba iba a sufrir un colapso cardíaco. Me incorporé como nadando contra una inundación de arena. Rebeca Osorio, su parodia o su doble, me miraba tras la niebla perdurada del sueño y se inclinaba sobre mí mostrándome el esbozo blanco y adivinado de sus senos desnudos bajo la tela del vestido. El brillo de sus ojos y la blancura de su piel tenían intensidades iguales, como una desesperada vehemencia que se negara a sí misma.
– Se había dormido -me dijo-. ¿No tiene miedo de la policía?
– Puede que la policía sea usted.
Traté de recordar dónde estaba mi pistola. Ella se sentó frente a mí y dejó el bolso con desgana en el suelo. Parecía que las últimas dos o tres horas la hubieran gastado infinitamente. Me pregunté cuánto tiempo había estado viéndome dormir, parada frente al sofá, quitándose con cautela el abrigo, para no despertarme. Era un abrigo negro de piel que yacía derramado en el suelo. Tal vez quería hacerme notar que no le importaba mucho. Lo apartó con el pie al inclinarse para buscar un cigarrillo en el bolso.
– El también desconfiaba de mí -dijo-. Al principio.
– ¿Andrade?
– Quién si no.
– Ese hombre del palco -las aletas de su nariz se dilataron al expulsar el humo-. Le hizo daño en el almacén. Usted chilló, como si le hincaran algo.
– No me hizo nada -su gesto de desprecio no sólo aludió a aquel hombre: también a mí, que había estado oculto, escuchando, queriendo ver-. No duro lo bastante.
Me acordé del seco gemido último en la oscuridad, luego del hombre de la espalda torcida, de su proximidad de molusco. Pensar que bastaría, increíblemente, cierta suma de dinero para que esa mujer que hablaba con frialdad ante mí se quedara desnuda y se me ofreciera, sin voluntad, tal vez con odio, tal vez fingiendo que se arrebataba y exigía para abreviar el ultraje, era una turbia confirmación del deseo. Andrade nunca había desconfiado de ella. Yo estaba seguro de que si había algo que le diera miedo no era el peligro de que ella lo delatara, sino su misma existencia y la perfección de su piel y su manera de mirarlo, la casualidad ya inflexible de haberla conocido y de pertenecerle sin remedio. Y mientras la besara pensaría en el hosco destino que se la reveló, en la mujer y en la pálida hija con tirabuzones y en la casa donde las dos esperaban y temían la llegada de una carta o una llamada de teléfono, huéspedes y desterradas en algún país de intratables inviernos, habitado por gentes de mirada muerta y azul cuyo idioma no era posible comprender.
– Hábleme de Andrade -le dije-. Cómo se conocieron, cuándo fue la última vez que lo vio.
Golpeaba el cigarrillo contra la superficie ondulada de una pitillera de plata. Lo sostuvo en alto, con las piernas cruzadas, esperando que yo le diera fuego. Había en su actitud una cansada simulación, como si se acodara en la barra de un bar mirando invitadoramente a los desconocidos.
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