Antonio Molina - Beltenebros

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La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante clarouscuro de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva, Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.

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– Usted ha durado más de cinco años -le dije.

– Yo casi no me arriesgo. Salgo muy poco -miró a Rebeca Osorio-. No me dejan.

– Todo va a cambiar ahora que ha terminado la guerra en Europa -oí mi voz como si fuera la de uno de esos locutores de la radio-. Los aliados nos ayudarán.

– Los aliados de quién -la sonrisa de Walter era tan oblicua como su mirada-. No los nuestros. Nunca lo fueron. Les importamos menos que una tribu de África.

Entonces me miró de soslayo con sus rasgados ojos grises, queriendo acaso medir el efecto de su incredulidad, de su enconada insumisión. Pensé que no quedaban muchos hombres que tuvieran su temple. En el silencio, entre nosotros dos, había empezado a formularse una íntima pugna en la que nunca intervinieron las palabras ni casi las miradas. En la inteligencia de Walter el miedo era un frío hábito de la razón. Cuando volví a hablar procuré que mi voz tuviera un tono de confidencia sólo parcialmente desvelada.

– Muy pronto habrá una invasión -le dije, y esperé sus preguntas. Pero no hizo ninguna.

– Venga conmigo -dijo Rebeca Osorio, incómoda por la duración del silencio, y los tres supimos que estaba proponiendo una tregua-. Le llevaré a ver a Valdivia.

– Cuéntele a él lo de la invasión -Walter había vuelto a ocuparse de los proyectores-. Dígale que los aliados van a romper la frontera de los Pirineos. A lo mejor cuando lo oiga se le curan las heridas.

En las paredes de la cabina había carteles y programas de mano de películas anteriores a la guerra. Sonrisas desvanecidas y excesivas, rostros de mujeres rubias descoloridos por el tiempo. Olía a celuloide caliente y se escuchaba la resonancia heroica del mar y de los gritos de abordaje, porque tras las pequeñas ventanas rectangulares por donde fluía el cono de la luz estaba sucediendo, en el centro de la oscuridad de la sala, una película en la que ese raro Clark Gable que hablaba en español era el capitán de una cuadrilla de piratas. Nunca llegué a verla entera, pero la oí muchas veces durante los días que siguieron.

Todavía recuerdo esas voces del cine como el ruido del mar que golpea secamente y arrastra los guijarros en la costa de Brighton, muy lejos y muy cerca, con la obsesiva precisión de un metrónomo, en las mañanas de una luz verde oscura en que el agua es conmovida por la cercanía de la tempestad, el agua honda y lejana aun en la misma orilla, con tonalidades de nublado y de bronce, inhumana y violenta, chocando contra los pilares de hierro de los muelles. Desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche, cuando terminaba la última función, el ruido del mar se oía en los pasillos y en las habitaciones del Universal Cinema, y el silencio venía como la brusca quietud de una mañana de calma. Entonces era otro el sonido: había estado siempre allí, oculto por los altavoces del cine, como el ritmo de un péndulo, pero sólo ahora revelaba su tenaz persistencia. Era la máquina de Rebeca Osorio, que algunas noches se quedaba escribiendo hasta el amanecer.

No iba maquillada, y se vestía con cierto descuido. Aquella primera tarde, mientras me guiaba hacia la habitación de Valdivia, caminando por delante de mí y hablándome mientras tanto, como una enfermera apresurada, pensé que no era especialmente atractiva o que no quería serlo, contaminada por la opacidad de Walter, por la costumbre de la reclusión en el cine, con ese leve aire de aceptado abandono que uno puede advertir en las mujeres de los ciegos y de los pastores anglicanos, austera a pesar de sí misma y de su propio cuerpo, olvidada de él, no enaltecida por los espejos ni por la mirada gris del hombre que vivía con ella. «No haga caso de Walter», me dijo, «discúlpelo, los últimos tiempos han sido muy malos para él, y para todos nosotros». Sentía siempre la necesidad de protegerlo, de explicar lo que él callaba o no sabía decir, como si debiera ayudarle a moverse en un mundo que desconocía y lo supiera inhábil en su fortaleza de hombre grande y vulnerable en su coraje. Había en ella, en el impudor y la transparencia de sus ojos, un instinto fanático de perseverancia y de aniquilación: para salvar a Walter estaba dispuesta a renegar de sí misma, y su propia vida le importaba menos que su amor.

Habían alojado a Valdivia en un desván que estaba encima del patio de butacas. «Pise con cuidado», me dijo Rebeca Osorio al entrar, «pueden oírnos abajo». Parecía que el suelo no fuera más que una delgada lámina de madera y yeso y que se iba a hundir cuando uno lo pisara: imaginar todo el espacio que había bajo mis pies me dio al principio una insondable sensación de vértigo. Una parte del techo inclinado era de cristal, pero la débil luz de la tarde de invierno ya confundía las formas de las cosas y apenas me permitió distinguir los rasgos del hombre que estaba inmóvil en la cama, sentado, como si se hubiera dormido en esa rígida posición. Antes de acercarme a Valdivia lo reconocí por sus gafas de cristales ahumados, que habían pertenecido siempre tan invariablemente a su cara como la boca o la nariz. Sus ojos incoloros y húmedos no podían soportar la claridad. Estaba acostado contra los altos barrotes de la cama, y un vendaje le ceñía el pecho y el hombro izquierdo. Pensé que el dolor de la herida no lo dejaría tenderse.

«Mira quién ha venido», le dijo Rebeca Osorio, y se apartó a un lado para que yo me acercara, con sus modales de enfermera, con una cálida solicitud en la que había algo de ternura. Valdivia se quitó las gafas y extendió cautelosamente el brazo herido hasta dejarlas en la mesa de noche. Supuse que había estado durmiendo y que tardaba en habituarse a la realidad. Sus ojos enrojecidos seguían mirando igual que los de un médico. Dijo mi nombre, hizo un ademán de abrazarme, pero el dolor lo detuvo. Me miraba apretando largamente mi mano, pálido de extenuación y de fiebre, sin hablar todavía, como si hubiera perdido el uso de la voz y debiera afirmar sólo con las pupilas y la presión de la mano el testimonio lacónico de nuestra amistad. El mundo al que pertenecimos se había hundido a nuestro alrededor como un continente tragado por el mar, pero él, Valdivia, se mantenía inamovible en medio del desastre, erguido sobre sus almohadones, con los ojos enfermos, atento a todo, a mi llegada, impaciente por cancelar en seguida el tedio de la convalecencia y por revivir nuestra mutua memoria y la complicidad del pasado, ese tiempo en que los dos aprendimos a desconocer igualmente el desaliento y la piedad. Ahora, como entonces, nos aliaba la tarea de desbaratar una traición, y no importaba que ya no vistiéramos uniformes ni que la ley que juramos obedecer hubiera sido abolida por quienes nos vencieron: la ley sobrevivía en nosotros, intacta como nuestro orgullo, restablecida por nuestra determinación de cumplirla.

Mientras Rebeca Osorio se quedó con nosotros -tenía que vigilar a Valdivia, me dijo, cuidarse de que no fumara y no hablara demasiado, porque todavía estaba débil-, sólo conversamos, con alguna torpeza, de los amigos antiguos, de los que huyeron y los que se quedaron, de los que estaban muertos y los que habían desaparecido. Valdivia tenía la inquietante virtud de no olvidar nada: recordaba los detalles de una tarde banal de 1938 en la que estuvimos bebiendo juntos en un café de Valencia con la misma exactitud con que podría repetir, al cabo de los años, las palabras de un mensaje interceptado al enemigo. Tras los cristales oscuros, sus ojos húmedos lo percibían todo. Tras la hermética expresión de su cara había una inteligencia que devanaba las cosas hasta su límite último, como si en todo lo que veía se contuviera un código secreto que él debiera descifrar. Desconfiaba de las evidencias y se guardaba de ellas como de la luz excesiva que le hería los ojos. Cuando Rebeca Osorio nos dejó solos se levantó enérgicamente de la cama y buscó un cigarrillo. Pero yo ya había sospechado que en su actitud de enfermo había una parte de simulación.

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