Osvaldo Soriano - Triste, solitario y final

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Triste, solitario y final: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia comienza cuando Stan Laurel (el actor cómico de la famosa serie del Gordo y el Flaco) acude al detective Philip Marlowe (el personaje creado por el escritor Raymond Chandler), también en el ocaso de su esplendor, para que averigüe por qué ya nadie lo llama para trabajar. Parodiando al conocido y esquemático cine norteamericano, la narración origina acontecimientos en los que el propio Soriano aparece como personaje para volverse cómplice de Marlowe y enfrentar así a las figuras más detestables de Hollywood.

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– Hace buen café.

– El café es muy importante para mí. Creo que pronto no podré tomar otra cosa. ¿Juega con blancas?

– Es lo mismo. ¿Tiene whisky?

– Sáquelo de ese armario; yo también tengo la garganta seca. ¿Le gustaría hablar con Dick?

– Claro.

– Bueno. Quédese a dormir aquí, si no le molesta compartir el diván con el gato. Mañana podríamos visitar a la estrella. Tenemos tiempo.

Soriano dudó unos instantes.

– No se ofenda, Marlowe. Yo me quedo una semana más en Los Ángeles; si usted no tiene problemas puedo dejar el hotel y dormir en ese diván. Con la plata que ahorro podremos pagar la cuenta del gas.

– Consúltelo con el gato. El que duerme en el diván es él. Pero háblele con calma porque no entiende español.

A las ocho Marlowe saltó de la cama y se dio una ducha. El calefón no funcionaba y el agua estaba helada. El frío de esa mañana gris, cubierta de nubes cargadas, había penetrado en la casa.

El detective se vistió rápidamente, tiritando, y prepare café. En el living, sobre el diván, el argentino había dejado de roncar y desaparecía bajo dos frazadas. El gato, que había dormido a sus pies, saltó al piso, se arqueó con la cola parada y fue hasta la cocina. Marlowe le puso un plato con leche y luego un puñado de carne picada que sacó de la heladera. Por la mañana el detective parecía algo mas viejo. Su pelo estaba revuelto y las arrugas de la cara se veían más profundas. En la nariz, bastante achatada, había algunos barritos negros, pero hubiera tenido que acercarse al espejo para notarlos, porque ya no veía como antes. Encendió un cigarrillo y aspiro las primeras pitadas con verdadera gana. Con el cigarrillo entre los labios y la taza de café sobre la bandeja verde, se acercó al diván donde Soriano respiraba profundamente.

– ¡Vamos, compañero! ¡Arriba!

Soriano abrió los ojos; en su cara había un profundo disgusto y miró al detective.

– ¿Que hora es?

– Ocho y veinte.

– ¿Siempre madruga así?

– Solo cuando tengo que ser cortes con los huéspedes. Le he preparado un baño de fragancias, aunque el agua no está muy caliente.

El argentino se sentó, se frotó la cara con las manos y miro a Marlowe.

– No me haga chistes a esta hora. Estoy dormido.

Se lavó y se vistió perezosamente mientras tomaba el café a sorbos espaciados. Sentado frente a él, Marlowe lo miraba con curiosidad.

– ¿Vamos a visitar a Dick?

– ¿Lo encontraremos?

– El teléfono está en la guía. Voy a llamarlo.

Tomó el aparato y disco. Contestó una voz suave.

– Me llamo Philip Marlowe y soy detective privado. Necesito hablar con el señor Dick van Dyke.

– ¿Por qué asunto es, señor?

– Estoy con un periodista sudamericano y queremos hablarle sobre Stan Laurel.

– Un momento, por favor.

Dos minutos más tarde:

– ¡Hola! El señor Van Dyke debe ir al estudio ahora. Tiene compromisos para todo el día. ¿Puede llamarlo mañana?

– No; deme con él, por favor.

– No estoy autorizada a pasarle llamadas.

– Dígale que quiero hablar con él.

– Espere, por favor.

Dos minutos más tarde:

– Dentro de dos horas el señor Van Dyke estará en el estudio de la Fox. Trate de verlo allí.

– No me dejarán pasar.

– Arréglese. Es detective, no?

El click interrumpió la comunicación.

– Vamos -dijo Marlowe-, tiene que cumplir su promesa de pagar el gas.

Tomaron un taxi que los llevó hasta un banco y luego los dejó frente a los estudios de la Fox, en Hollywood. Era un edificio alto de cuatro plantas. Todas las ventanas estaban abiertas y por la rampa de acceso entraban y salían automóviles. Caminaron hasta la recepción.

Un negro de rostro duro, parecido a Sidney Poitier, pero más joven, estaba atendiendo a una mujer. Cuando la despidió, miro con desgano a los dos hombres.

– Me llamo Philip Marlowe. El señor Van Dyke necesita un detective y me llamo con urgencia.

Le mostró la credencial. El negro la estudio detenidamente, como si fuera una broma.

– ¿Para que necesitaría un detective el señor Van Dyke?

– Pregúnteselo.

– ¿El gordo es su guardaespaldas? Parece muy blando para eso.

– No lo diga en español. No le gustan los negros y pierde la paciencia muy rápido.

– ¡No me diga! No parece muy decidido.

– Una vez apiló a cuatro negros porque abrían demasiado la boca. El señor Van Dyke pidió que viniera especialmente.

– Bueno, vayan al segundo piso. Será mejor que Dick se ponga contento de verlos porque si no tendrán un disgusto.

Tomaron el ascensor repleto. Soriano preguntó, todavía soñoliento:

– ¿Que dijo el negro?

– Usted lo impresionó, compañero. A la salida le pedirá un autógrafo.

Llegaron a una antesala donde mucha gente caminaba de un lado hacia otro. La recepcionista escribía a máquina, rubia y lejana. Los dos hombres caminaron por un pasillo, doblaron, abrieron un par de puertas y por fin entraron en una sala a oscuras. En una pequeña pantalla se veía una película de cowboys. Avanzaron a tientas en la oscuridad.

– ¡Que se sienten! -gritó un vozarrón desde la cabina de máquinas. Hallaron dos butacas libres en el extremo de una fila y se sentaron.

– ¿Que hacemos acá? -dijo Soriano en voz baja.

– No sé. Nunca vengo al cine tan temprano.

Se levantaron. Marlowe tropezó con un pie. Caminaron hasta la puerta donde se veía una luz roja. Al asomarse al pasillo, vieron a dos hombres que corrían hacia la sala. Uno era el negro de la recepción.

– ¡Párense! -gritó.

Marlowe empujo a Soriano hacia atrás.

– ¡Métase adentro!

Se perdieron en la oscuridad del microcine. De un golpe el negro abrió la puerta. Soriano pasó entre dos filas de butacas tratando de agacharse. Sintió que alguien lo tomaba del saco. Forcejeó, pero fue inútil. Tiró con toda su fuerza y giró bruscamente, golpeando con el puño derecho. El bulto dio un grito, tropezó y cayó sobre dos hombres que estaban sentados. La fila de butacas se tambaleó. En el pasillo se encendió una linterna.

– ¡No hagan ruido! -grito el operador desde la cabina de máquinas. Marlowe saltó de una fila a otra

y empujó a un hombre que cayó pesadamente, arrastrando tres butacas.

– ¿Puede levantarse, Soriano?

Un grito ahogado le respondió. Luego hubo un ruido sordo y el crujido de maderas rotas.

– ¡Estoy bien, compañero, pero no se ve un car…!

Soriano escuchó que un gong sonaba junto a su oreja derecha y cayó hacia atrás. Trato de sostenerse. Sintió que sus dedos desgarraban tela y antes de llegar al piso se dio vuelta. Lanzó una patada y un grito de mujer le aviso que había dado en el blanco. La proyección seguía; en la pantalla, un grupo de vaqueros montaba sus caballos y se lanzaba hacia el horizonte, mientras el sol despuntaba tras las colinas.

– ¡Paren, carajo! -gritó el vozarrón de la cabina, mientras Marlowe corría hacia allí. La puerta se abrió y un hombre de mameluco salió iluminado desde atrás por los carbones de las máquinas. Murmuraba palabrotas. Llevaba una barreta en la mano, pero no alcanzó a levantarla: Marlowe le dio con la derecha en la mandíbula primero y con la rodilla en la ingle después. El operador no llegó a gemir; cayó hacia adelante. Marlowe le cerro la puerta y la sala quedó otra vez a oscuras.

Soriano advirtió que la confusión aumentaba a su alrededor. El golpe en la oreja le abrió una furia que nunca había sentido antes. Avanzó hacia un costado como borracho, tropezó con algo, oyó una voz gangosa y entrecortada y golpeó furiosamente con la derecha calculando la altura de la cabeza. Alguien bufo. Soriano creyó que su puño estallaba. Cuando lo tocó con la mano los vidrios de unos anteojos estaban todavía clavados en sus dedos. Saltó sobre la butaca. Sintió un golpe terrible y luego un estruendo como si hubiera volcado un camión. Trató de abandonar el lugar. Gigantescas sombras de cabezas se proyectaban en la pantalla donde se leía:

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