En el río me enteré, sin quererlo, de adulterios tristísimos y de paternidades supuestas, de herencias amañadas y de viejos rencores trasladados de padres a hijos, de abuelos a nietos. Pero el río era hermoso y cuando estaba sola me recreaba en la paz del paisaje, el murmullo de la brisa entre los chopos, el discurrir tranquilo del agua, sólo apreciable en el temblor de la superficie. La percepción de la Naturaleza me despojaba de toda atadura presente. Me parecía que mi ser entero se deshacía de sus límites, sensible sólo a la atracción de la tierra impasible.
Castrillo de Arriba, el pueblo de Ezequiel, era más pobre que el mío. Su escuela también era peor. Desmantelada y oscura, había hecho milagros para convertirla en un lugar habitable. Luego estaba la lucha con los padres más ignorantes por más abandonados a su miseria.
– Hay tracoma, tuberculosis, bocio, ¿quieres más? -me decía al llegar a casa los días negros en que todo parecía convertirse en un largo camino sin final. Otros días llegaba alegre porque había conseguido vencer alguna resistencia, avanzar un poco en la dirección deseada.
– Lo que ocurre es que nosotros no podemos resolver casi ninguno de los grandes problemas. El hambre y la enfermedad son asunto del Gobierno. Pero ¿cuándo van a empezar los republicanos a cumplir sus promesas?
Mediaba febrero, con la escarcha brillando en las callejas del pueblo. El humo de los hogares se disolvía con dificultad en un cielo duro, de un azul blanquecino. Hacía daño respirar. Parecía que el aire estaba suspendido en capas heladas. Llegó Ezequiel con la cara amoratada, envuelto en la pelliza y la bufanda, golpeando los pies entumecidos de los kilómetros que recorría cada día, de casa a la escuela, arriba y abajo.
– Hay novedades. -Más que novedades, instrucciones para poner en práctica lo que ya sabíamos: se acabó la religión en las escuelas.
Y me enseñó la circular que acababa de recibir de la Inspección. «La escuela ha de ser laica. La escuela sobre todo ha de respetar la conciencia del niño. La escuela no puede ser dogmática ni puede ser sectaria…»
Estábamos de acuerdo pero también sabíamos las dificultades que íbamos a encontrar. En primer lugar estaba el problema de los símbolos.
«La escuela no ostentará símbolo alguno que implique confesionalidad, quedando igualmente suprimidas del horario y del programa escolares la enseñanza y la práctica confesionales.»
Todo estaba muy claro. Pero se esperaba que fueran los maestros quieres dieran la primera batalla.
– ¿Te imaginas a don Cosme? -pregunté yo.
– ¿Y el Cura? -añadió Ezequiel. Era el mismo Cura para los dos pueblos y para los caseríos que se agrupaban en pequeños núcleos de familias por los montes cercanos.
Guardamos silencio durante algún tiempo y luego Ezequiel dijo:
– Lo haremos. Hablaré con el Alcalde para que toque a concejo, informaré a los vecinos.
Estaba empezando a nevar. Los copos de nieve se aplastaban en el cristal con una violencia agresiva.
No eran muchos. La mayoría, del pueblo de Abajo pero también se acercaron algunos de otros puntos del Ayuntamiento.
El Alcalde tomó la palabra. Era un viejo reposado, respetuoso con las leyes y con las personas. Parecía violento y a la vez decidido.
– … y nos hemos reunido aquí para haceros saber que de orden del Gobierno se va a proceder a quitar el Crucifijo de las escuelas…
El silencio se extendía por la sala. Todos estaban en pie porque no había bancos ni sillas donde sentarse. Se veía el aliento de los asistentes convertido en nubecillas de vapor al contacto con la atmósfera gélida de la habitación.
Cuando el Alcalde terminó su breve discurso Ezequiel tomó la palabra.
– No es un ataque a vuestras creencias. No es un insulto ni un desprecio. Pero tenéis que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer fieles sino un lugar para aprender lo más posible, y llegar a ser hombres y mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos, tenéis la Iglesia, no lo olvidéis. La Iglesia Católica aquí y en otros lugares las Iglesias de otras religiones que también merecen respeto.
El silencio era total. De pronto una vieja se echó a llorar.
– Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres -dijo entre sollozos.
Su marido le cogió la mano.
– No llores, Maria -le decía-. Que no es eso, mujer, que ya verás como no es eso…
Un hombre joven tomó la palabra.
– Digo yo, don Ezequiel, si no sería bueno votar eso del Crucifijo, porque digo yo que así se sabe si estamos o no todos de acuerdo.
El Alcalde intervino.
– No hay nada que votar, Andrés, porque esto es una orden de arriba, no un capricho del maestro.
El silencio se había roto y todos opinaban; en voz alta unos y otros en susurrados apartes cautelosos.
Ezequiel se dirigió al Alcalde: «Espero instrucciones sobre la forma y la fecha en que se cumplirá lo anunciado. Yo explicaré a los niños…»
– Usted no va a explicar nada a mi hijo porque no va a volver a esa escuela sin Cristo y sin moral… -dijo iracundo un vecino.
– Pues mándalo a los frailes de León -apuntó otro risueño-. Gástate los duros y mételo allí interno.
Unos pocos se acercaron a nosotros. Los conocíamos. Eran nuestros discípulos de las clases nocturnas. Pero no todos. También observamos que algunos de entre ellos se retiraban prudentemente, sin decidirse a mostrar su opinión.
Por las calles nevadas se retiraron todos presurosos hacia sus casas. Al amor de la lumbre, crecería el rumor de las conversaciones.
Regina, nuestra vecina, que se había quedado al cuidado de la niña, nos esperaba ansiosa de noticias.
Era una mujer joven, que asistía a mis clases de adultos. Nunca olvidaré lo que supuso para mí aquella ayuda. No quiso mi dinero, que era escaso, pero todo el dinero del mundo no habría sido suficiente para pagar la amorosa atención que dedicaba a mi hija.
Amadeo llegó más tarde y poco a poco fueron entrando con aire furtivo cuatro o cinco mozos. Hasta muy tarde permanecimos de charla. En torno a la lumbre baja del hogar, sentados hasta en el suelo, parecíamos un grupo clandestino preparando una acción o una batalla. Pero era una acción pacífica y una batalla incruenta.
– No es la religión lo que les preocupa a algunos -decía Amadeo-. Lo que les preocupa es que ya no van a poder explotar a los demás con la cosa religiosa. -Tienen que comprender -decía Ezequiel- que la la moral es otra cosa; está por encima de las religiones. La moral es el resultado de aceptar la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Porque la verdad y la justicia no tienen fronteras…
Como el fuego se iba consumiendo, se fueron marchando en silencio, uno a uno, como habían venido, con su aire de conspiradores alegres.
Antes de dormirme recordé que ni don Cosme ni por supuesto el Cura habían dado señales de vida. Al día siguiente Amadeo nos contó que hasta las doce de la noche hubo luz en la sala de don Cosme. Desde la calle se oían las voces de él y del Cura y de media docena más.
Al quitar el Crucifijo de la pared lo hice con sencillez, sin alarde alguno de solemnidad. Lo guardé en el cajón de la mesa y empecé las clases del día.
Acababa de pedir a los mayores sus comentarios sobre un párrafo del Quijote que habíamos leído, mientras los más pequeños copiaban el trabajo preparado en la pizarra, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció la figura conocida del sacristán.
– ¿Qué pasa, Joaco? -le pregunté.
Era un hombre de escasa inteligencia, inútil para un trabajo concreto, pero buena persona y dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.
– Que dice el señor Cura que me dé el Crucifijo…
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