– Don Cosme, vaya preparando las ovejas que me las voy a llevar un día de éstos -decía Pancho el pastor, que estaba en la casa desde la época del padre de don Cosme y mantenía con el amo unas relaciones de absoluta confianza.
– Antes de que te las lleves tú, las enveneno -replicaba riendo don Cosme.
– ¿Y las viñas? -pinchaba el pastor.
– Antes de que me las quiten, las quemo -contestaba don Cosme.
Ya había desaparecido la broma. Se advertía un matiz de seriedad en la respuesta. Se vislumbraban ya las iras encendidas del desacuerdo.
Un día en la pared de la Iglesia apareció un letrero escrito con carbón: «Abajo el clero.»
Al terminar la Misa salió el Cura con el pelo blanco revuelto, la sotana mal abotonada y empuñando un cepillo de raíces, que dirigió con fuerza contra el muro. Las palabras se borraron, pero la mancha negra quedó allí, informe y amenazante.
Los niños no eran ajenos al clima que empezaba a crearse en el pueblo. En la escuela fluían los comentarios, inocentes unas veces, intencionados otras.
– Dice mi padre que la República quiere quitar las iglesias…
– Será porque tu padre es el campanero y tiene miedo a quedarse sin oficio…
– Peor es el tuyo que nunca lo ha tenido…
Poníamos paz. Entre Ezequiel y yo habíamos preparado una lección ocasional sobre la República. Una lección histórica, llena de prudencia y moderación, en la que eludimos pronunciar una sola palabra de ataque a instituciones o personas.
Los niños la escucharon en silencio y no preguntaron nada.
Fue después, al discurrir de los días, cuando empezaron a surgir entre ellos las pullas, los pequeños ataques, las desavenencias que reflejaban las distintas posturas de sus padres. No obstante, poco a poco, una nueva normalidad se instaló en el pueblo. La calma presidía la vida del lugar. Aparentemente nada había cambiado a pesar de los continuos informes de la prensa.
Reforma agraria, reforma sanitaria, reforma de la enseñanza. Las reformas discurrían por la tinta fresca, pero todavía no se veían señales de su realización.
Entre el deslumbramiento por los cambios políticos del país y el desconcierto de nuestra nueva situación familiar, el tiempo fue pasando y sin darnos cuenta el verano se nos echó encima.
Yo estaba deseando llegar a casa de mis padres para que conocieran a su nieta y para encontrar alivio a la crianza de Juana con la ayuda de mi madre.
La víspera de las vacaciones un suceso vino a empañar nuestra alegría. Amadeo, el carpintero, nuestro amigo, fue asaltado una noche cuando volvía andando, solo, de visitar a unos parientes en un pueblo cercano. En la oscuridad no pudo reconocer a sus atacantes; aunque, decía él, «seguro que no eran de aquí».
Le pegaron una buena paliza y dice que sólo una palabra pronunciaban: masón, masón, masón, mientras le golpeaban.
La maternidad me colmaba de nuevas sensaciones. Lo mismo que en el embarazo mi cuerpo, replegado en sí mismo, se había aislado del mundo exterior, ahora, con la niña cerca de mi, creía percibir todas las vibraciones de la tierra. Me sentaba en el poyo del emparrado o debajo del enorme nogal que sombreaba la huerta de mis padres y las horas pasaban tranquilas.
El menor movimiento de una mano, un parpadeo, un mohín de la niña, me trastornaba. Vivía entregada a aquel contacto cálido mientras el tiempo se escapaba dulcemente.
Ezequiel se acercaba a nosotras y pretendía ilusionarme con los proyectos que le pasaban por la cabeza acerca del futuro de nuestra hija. Pero yo no lo entendía. Absorta en su cuidado no podía imaginar otro proyecto que el de su sueño, su próximo biberón o la mueca ¿de dolor? que a veces cruzaba por sus labios. Mi vida transcurría ajena a cualquier fenómeno que no fuera el de mi maternidad. Cuando la niña dormía en su cuna, yo me instalaba a su lado y sin darme cuenta me sentía caer en un letargo. Como si todavía no se hubiera resuelto la separación, el corte del cordón que nos unía, seguía yo prisionera del ritmo y la frecuencia de sus funciones vitales: dormía cuando ella dormía y me embargaba el dolor cuando ella, por la menor causa, lloraba.
Fue un verano caluroso y espléndido. ¿El mejor de mi vida? Es difícil seleccionar en el recuerdo los momentos felices. Pero aquél fue sin duda el más hermoso y sereno de los veranos. Atrapada voluntariamente en mi papel de madre, prescindía de lo que me rodeaba, hasta el punto de aislarme de las conversaciones que mi padre y Ezequiel mantenían con frecuencia y de las que me llegaba como un lejano eco de dudas y esperanzas.
Mi madre respetaba mis silencios. Nunca fue muy charlatana, pero ahora la percibía activa a mi alrededor, atendiendo a todas las complicaciones que nuestra presencia le creaba.
En cuanto a mi padre, se daba cuenta de lo necesaria que era su compañía para Ezequiel. Los veía a los dos, torpes en su papel de hombres, innecesarios y ajenos a la complicidad espontánea de las mujeres. Por primera vez en mi vida prefería la cercanía de mi madre a la deseada y siempre añorada de mi padre. Pienso que él lo entendía y volcaba su interés en un Ezequiel abandonado y un poco receloso.
Poco a poco, el verano fue pasando y se acercó el momento de partir. Me costaba trabajo arrancar de aquel delicioso refugio. Al despedirme de mi madre, me sentí más hija que nunca, desamparada y huérfana al separarme de ella. Cuando dejé a los dos en la Estación, uno al lado del otro, me pareció intuir los confusos eslabones que nos unían; la red de misteriosas ligazones, que nos encadenaban y que el nacimiento de mi hija había desvelado en mi.
Cuando nació la niña, toda la casa se volvió cocina. La cortina que había separado nuestra cama del resto de la estancia, permaneció ya siempre corrida y así todo el espacio disponible quedaba a la vista, sin trabas ni estorbos. El calor del hogar y el olor de las comidas se extendía por la habitación.
La cuna presidía nuestra vida. Los biberones iban y venían del agua hirviendo a la mesa en que se alineaban todos los utensilios de la niña. Yo no podía criarla y desde el primer momento aquel trabajo de limpieza y asepsia me tenía obsesionada.
– «Échelo todo junto, que uno encima de otro alimenta más», me decían las mujeres del pueblo. Ellas ni siquiera lavaban el frasco y se limitaban a añadir nueva leche, sin rebajarla ni hervirla, y las botellas tenían un fondo de cuajada agria.
Como madre primeriza todas me daban consejos y, a mi vez, aprovechaba yo para tratar de convencerlas de los principios imprescindibles de la higiene infantil.
Algunas me decían que echaban en el biberón unas gotas de aguardiente para que el niño durmiera mejor. Otras le ponían adormidera para conseguir el mismo resultado. La ignorancia de aquellas mujeres me tenía descorazonada. Tan pronto como volví a ocuparme de las clases de adultos introduje, un día a la semana, charlas sobre el cuidado de los niños pequeños. Las jóvenes venían y mostraban interés. Las viejas se burlaban y aconsejaban a sus hijas que no me hicieran caso. «Toda la vida de Dios ha sido así», decían con un convencimiento tozudo.
Nacían muchos niños, pero durante el primer año la mortandad era muy frecuente. Yo vivía en constante preocupación con las infecciones y encargué a Amadeo algún libro moderno sobre cuidados infantiles. Me trajo de León una cartilla sanitaria con el ABC de tales cuidados y compartí con las mujeres mis nuevos conocimientos.
La ropa se lavaba en el río, como en mi pueblo. Yo conocía el río y la forma de lavar en él y allá me dirigía con mi balde de cinc aprovechando los momentos en que la niña no me necesitaba, al mediodía o a la tarde, según la época del año. No siempre coincidía con las otras mujeres que disponían de un horario más libre que el mío. No me importaba, porque el tiempo del lavado se convertía para ellas en una ocasión de chismorreo. Entre risas y susurros, las vidas ajenas burbujeaban en la espuma de la colada. Río abajo naufragaban reputaciones entre burlas maledicentes. Cuando esto ocurría en mi presencia volvía a casa desalentada. Ezequiel me animaba. «Contra esto también tenemos que luchar, contra ese rasero mezquino con el que quieren medir a todos.»
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