Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado?

Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente.

– ¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? -dijo Amén-. ¿Y que a Java se le curarían las legañas? ¿Por eso lo recomendó al obispo?

– Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas -dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote.

Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos.

Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor.

Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano.

– ¿De qué parroquia eres, hijo mío? -por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua.

– Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia…

– Por eso.

– Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el Guinardó.

– La conozco. Parroquia de misión -una pausa y, más suave-: ¿Cómo te llamas?

– Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima.

– Llámame Gregorio.

Cabeceaba complacido, sin descomponer su figura. Nuevo y largo silencio. Diríais que el palacio está dormido, no se oye ni una mosca. Pasan cinco minutos, quizá diez: muy tieso en la silla, mirándole fijo, arropadito en su amplia capa de seda, el señor prelado parece una figurita de porcelana. Java espera nuevas preguntas y sostiene su mirada, pero el silencio se prolonga. Sospecha que es urgente hacer o decir algo, no sabe el qué. Saca de nuevo el peine y se lo pasa rápidamente por los cabellos. Su Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo. Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante. Hinchando los carrillos sopla su Eminencia unas motitas de polvo en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad, ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya: porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo arreglaré.

Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué, Java rumia la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero qué, chavales, qué.

– Entrar en el seminario -era la voz chillona de Amén, sofocada por el rugido del automóvil negro que remontaba penosamente la calle Escorial: una niña rubia aplastaba la cara contra el cristal de la ventanilla y miraba a los trinxes sentados en la acera-. Decirle: quiero ser cura de almas.

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