Juan Onetti - 32 cuentos

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– Señorita… -volvió a besarle la mano.

Era evidente que la mujer buscaba un acuerdo. De modo que Orsini fue al restaurante y pidió un guiso con carne y pastas; luego, haciendo cuentas, chupando de su boquilla con anillo de oro, vigiló el sueño, los gruñidos y los movimientos de Jacob van Oppen.

A punto de dormirse sobre el silencio de la plaza, se adjudicó veinticuatro horas de vacaciones. No era conveniente apresurar la visita al turco. Pensó además, mientras apagaba la luz e interpretaba los ronquidos del gigante: “Ya ha sufrido bastante, Señor, hemos sufrido; y no veo motivo para apresurarme”.

Al día siguiente Orsini asistió al despertar del campeón, trajo las aspirinas y el agua caliente, oyó satisfecho las malas palabras de van Oppen bajo la ducha, escuchó con júbilo la transformación de los ruidos groseros en una versión casi submarina de “Yo tenía un camarada”. Como todos los hombres, había decidido mentir, mentirse a sí mismo y confiar. Organizó la mañana de van Oppen, la caminata a paso lento a través de la ciudad, con el enorme torso cubierto por la tricota de lana con la gran letra azul en el pecho, la C que significaba, para todo idioma y alfabeto concebible: Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos. Lo acompañó, a buen paso, hasta la calle que bajaba en pendiente hacia la rambla. Allí, para los pocos curiosos de las ocho de la mañana, reiteró una de las escenas de la vieja farsa. Se detuvo para quitarse el sombrero y enjugarse la frente, sonrió con la admirada sonrisa del buen perdedor y manoteó la espalda de Jacob van Oppen.

– Qué hombre éste -murmuró para nadie; y su cabeza torcida, sus brazos vencidos, su boca ansiosa de aire repitieron para toda Santa María: qué hombre éste.

Van Oppen continuó con la misma discreta velocidad, los hombros hacia el futuro, la mandíbula colgante, en dirección a la rambla; tomó después hacia la fábrica de conservas, costeando el asombro de pescadores, vagos, empleados del ferry; era demasiado grande para que alguien se atreviera a burlarse.

Tal vez las burlas, nunca dichas en voz alta, rodearon todo el día al príncipe Orsini, a sus ropas, a sus modales, a su buena educación inadecuada. Pero él había apostado a ser feliz y sólo le era posible enterarse de las cosas agradables y buenas. En El Liberal, en el Berna y en el Plaza tuvo lo que él llamaría en el recuerdo conferencias de prensa; bebió y charló con curiosos y desocupados, contó anécdotas y atroces mentiras, exhibió una vez más los recortes de diarios, amarillentos y quebradizos. Algún día, esto era indudable, las cosas habían sido así: van Oppen campeón del mundo, joven, con una tuerca irresistible, con viajes que no eran exilios, asediado por ofertas que podían ser rechazadas. Aunque pasadas de moda, desteñidas, ahí estaban las fotografías y las palabras de los diarios, tenaces en su aproximación a la ceniza, irrefutables. Nunca borracho, después de la cuarta o quinta copa, Orsini creía que los testimonios del pasado garantizaban el porvenir. No necesitaba ningún cambio personal para habitar cómodamente el imposible paraíso. Había nacido con cincuenta años de edad, cínico, bondadoso, amigo de la vida, partidario de que sucedieran cosas. El milagro sólo exigía la transformación de van Oppen, su regreso a los años anteriores a la guerra, al vientre hundido, a la piel brillante, a la esclerótica limpia en la mañana.

Sí, la futura turca -una mujercita, con todo respeto, simpática y porfiada- había estado en El Liberal para formalizar el desafío. El jefe de Deportivas ya tenía fotos de Mario haciendo gimnasia; pero las fotografías costaron un discurso sobre la libertad de prensa, la democracia y la libre información. También sobre el patriotismo, contaba Deportivas:

– Y el turco nos hubiera roto la cabeza, a mí y al fotógrafo, a pesar de todo, si no interviene la novia y lo calma con dos palabras. Estuvieron cuchicheando en la trastienda y después salió el turco, no tan grande, creo, como van Oppen, pero mucho más bruto, más peligroso. Bueno, usted entiende de esto mejor que yo.

– Entiendo -sonrió el príncipe-. Pobre muchacho. No es el primero -paseó su tristeza encima de las papas fritas y las aceitunas del Berna.

– El hombre estaba furioso pero se aguantó y se puso los pantalones cortos de ir a pescar y se dedicó a hacer gimnasia al sol; toda la que Humberto, el fotógrafo, quiso o estuvo inventando, sólo por venganza y para desquitarse del susto que había pasado. Y todo el tiempo ella sentada en un barril, como si fuera la madre o la maestra, fumando, sin decir una palabra pero mirándolo. Y cuando uno piensa que ella no mide ni un metro cincuenta, ni pesa cuarenta kilos…

– Conozco a la señorita -asintió Orsini con nostalgia-. Y he visto tantos ejemplos… Ah, la personalidad es una cosa misteriosa; no sale de los músculos.

– No era para publicar, claro -dijo Deportivas-, ¿pero van a hacer el depósito?

– ¿El depósito? -el príncipe, piadoso, abrió las manos-. Esta tarde, mañana de mañana. Depende del Banco. ¿Le parece bien, mañana de mañana, en El Liberal? Será una buena propaganda, y gratis. Resistirle tres minutos a Jacob van Oppen… Como yo digo siempre -mostró las muelas doradas y llamó al mozo-: el deporte de un lado, el negocio del otro. Qué puede hacer uno, qué podemos hacer nosotros, si al final de esta gira de entrenamiento aparece de golpe un suicida. Y si además lo ayudan.

La viuda había sido siempre difícil y hermosa, insustituible, y el príncipe Orsini no tenía los quinientos pesos. Conocía a la mujer, presentía un adjetivo exacto para definirla y llevarla al pasado; ahora comenzaba a pensar en el hombre que la mujer representaba y escondía, en el turco que había aceptado el desafío. Así que dio vacaciones a la displicencia y a la dicha y al caer la noche, luego de mentirle al campeón, vigilarle el ánimo y el pulso, empezó a caminar hacia el almacén de Porfilio Hnos., con el álbum amarillo bajo el brazo.

Primero el ombú carcomido, luego el farol que colgaba del árbol y su círculo de luz intimidada. En seguida los perros ladradores y los gritos de contención: juega, quieto, cucha. Orsini cruzó la luz primera, pudo ver la luna redonda y aguada, llegó hasta el letrero del almacén y entró con respeto. Un hombre de bombachas y alpargatas terminaba su ginebra junto al mostrador y se despedía. Quedaron solos, él, príncipe Orsini, el turco y la mujer.

– Buenas noches, señorita -volvió a reír Orsini con una reverencia. La mujer estaba sentada en un sillón de paja, tejiendo, apartó los ojos de las agujas para mirarlo, mover la cabeza y, tal vez, sonreírle. “Balitas -pensó Orsini indignado-; está preñada, está haciendo el ajuar del hijo, por eso quiere casarse, por eso me quiere robar los quinientos pesos.”

Avanzó recto hacia el hombre que había dejado de llenar bolsas de papel con yerba y lo esperaba estólido del otro lado del mostrador.

– Este es el que te dije -pronunció la mujer-. El empresario.

– Empresario y amigo -corrigió Orsini-. Después de tantos años…

Estrechó la mano abierta y rígida del hombre, adelantó el brazo izquierdo para golpearle la espalda.

– A la orden -dijo el almacenero y levantó los gruesos bigotes negros para mostrar los dientes.

– Tanto gusto, tanto gusto -pero ya había respirado el olor agrio y mortecino de la derrota, ya había calculado la juventud sin desgaste del turco, la manera perfecta en que tenía distribuidos en el cuerpo los cien kilos de peso. “No hay ni un gramo de grasa de más, ni un gramo de inteligencia o sensibilidad; no hay esperanzas. Tres minutos; pobre Jacob van Oppen.”

– Venía por esos quinientos pesos -empezó Orsini, tanteando la densidad del aire, la pobreza de la luz, la hostilidad de la pareja. “No es contra mí; es contra la vida.” -Venía a tranquilizarlos; mañana, en cuanto reciba un giro de la capital, el dinero quedará depositado en El Liberal. Pero también quería hablar de otras cosas.

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