Juan Onetti - 32 cuentos

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– Sin disciplina no hay moral -hablaba el francés como el español, su acento no era nunca definitivamente italiano-. Está la botella y nadie piensa robártela. Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay disciplina, hay caballerosidad.

El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban turbios y parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez, angustia”, pensó Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta mañana.” Llenó el vaso con caña, bebió un trago y estiró la mano hacia van Oppen. Pero la bestia se inclinó para sacarse los zapatos y después, resoplando, segundo síntoma, se puso de pie y examinó la habitación. Al principio, con las manos en la cintura, miró las camas, la alfombra inútil, la mesa y el techo; luego caminó para comprobar con un hombro la resistencia de las puertas, la del pasillo y del cuarto de baño, la resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.

“Ahora empieza -continuó Orsini-; la última vez fue en Guayaquil. Tiene que ser un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche cualquiera me estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe, sabe que el único amigo soy yo.”

El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación, con una sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia adelante. Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en el vaso de caña.

– Gott -dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si escuchara una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra, demasiado ajustada, y los pantalones de vaquero que le había comprado Orsini en Quito-. No. ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? -con los enormes pies afirmados en el piso, movía el cuerpo, miraba la pared por encima de la cabeza de Orsini.

– Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel de un país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso. No tengo miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.

Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la cara, la histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía no -pensó-, casi en seguida.”

El gigante se bebió el vaso de caña y estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.

– Nadie -dijo-. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis. Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un hombre, la lucha no es hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.

Orsini hizo otro cálculo y se levantó con la botella de caña. Llenó el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga y pasó una mano por el hombro y la mejilla del gigante.

– Nadie -dijo van Oppen-. Nadie -gritó. Tenía los ojos desesperados, después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y sabiduría y vació el vaso.

“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.

– Unos meses, unas semanas -dijo Orsini-. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.

Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó suavemente:

Vor der Kaserne
vor dem grossen Tor
steht eine Láteme.
Und steht sie noch davor
wenn wir uns einmcd widersehen,
bei der Láteme wollen wir stehen
wie einst, Lili Marlen
wie einst, Lili Marlen.

Dijo la canción una vez y media, hasta que van Oppen puso la botella en el suelo y empezó a llorar. Entonces Orsini se levantó con un suspiro y un insulto cariñoso y anduvo en puntas de pie hasta la puerta y el pasillo. Como en las noches de gloria, bajó la escalera del Berna secándose la frente con el pañuelo impoluto.

Bajaba la escalera sin encontrar gente para repartir sonrisas y sombrerazos, pero con la cara afable, en guardia. La mujer, que había esperado horas resuelta y sin impaciencia, hundida en un sillón de cuero del hall, no haciendo caso a las revistas de la mesita, fumando un cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo enfrentó. El príncipe Orsini no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó el nombre, se quitó el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de la mujer. Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó Orsini. “Está linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan conciso que le resultaba casi incomprensible, casi inaudito.

– El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos pesos. Mi novio va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es miércoles, ustedes tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.

Signorina -el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto desolado-. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y lamentaría tanto que una señorita tan hermosa…

Pero ella, pequeña y más decidida ahora, sorteó sin esfuerzo la galantería quincuagenaria de Orsini.

– Esta noche voy al Liberal para aceptar el desafío. Lo vi al campeón en misa. Está viejo. Necesitamos los quinientos pesos para casarnos. Mi novio tiene veinte años y yo veintidós. El es dueño del almacén de Porfilio. Vaya y véalo.

– Pero, señorita -dijo el príncipe aumentando la sonrisa-. Su novio, hombre feliz, si me permite, tiene veinte años. ¿Qué hizo hasta ahora? Comprar y vender.

– También estuvo en el campo.

– Oh, el campo -susurró extasiado el príncipe-. Pero el campeón dedicó toda su vida a eso, a la lucha. ¿Que tiene algunos años más que su novio? Completamente de acuerdo, señorita.

– Treinta, por lo menos -dijo ella sin necesidad de sonreír, confiada en la frialdad dé sus ojos-. Lo vi.

– Pero se trata de años que dedicó a aprender cómo se rompen, sin esfuerzo, costillas, brazos, o cómo se saca, suavemente, una clavícula de su lugar, cómo se descoloca una pierna. Y si usted tiene un novio sano de veinte años…

– Usted hizo un desafío. Quinientos pesos por tres minutos. Esta noche voy al Liberal, señor…

– Príncipe Orsini -dijo el príncipe. Ella cabeceó, sin perder tiempo en la burla; era pequeña, hermosa y compacta, se había endurecido hasta el hierro.

– Me alegro por Santa María -sonrió el príncipe, con otra reverencia-. Será un gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario en nombre de su novio?

– Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfilio. Le dicen el turco. Pero es sirio. Tiene el documento.

El príncipe comprendió que era inoportuno volver a besarle la mano.

– Bueno -bromeó-, soltera y viuda. Desde el sábado. Un destino muy triste, señorita.

Ella le dio la mano y caminó hacia la puerta del hotel. Era dura como una lanza, no tenía más que la gracia indispensable para que el príncipe continuara mirándola de espaldas. De pronto la mujer se detuvo y regresó.

– Soltera no, porque con esos quinientos pesos nos casamos. Tampoco viuda, porque ese campeón está muy viejo. Es más grande que Mario, pero no puede con él. Yo lo vi.

– De acuerdo. Usted lo vio salir de misa. Pero le aseguro que cuando la cosa empieza en serio, es una bestia; y le juro que conoce el oficio. Campeón del mundo y de todos los pesos, señorita.

– Bueno -dijo ella con un repentino cansancio-. Ya le dije, almacén de Porfilio Hnos. Esta noche voy al Liberal; pero mañana me encuentra, como siempre, en el almacén.

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