Juan Onetti - 32 cuentos
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– ¿Vamos hasta la playa en el coche?
Me adelanté y fui a instalarme junto al asiento del chofer. El hombre alto y el rubio se sentaron atrás. El policía llegó sin apuro al volante y puso en marcha el coche. En seguida rodamos velozmente en la calmosa mañana; yo sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho, sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio y esa quietud. Cuando llegamos a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras grises que separaban el camino de la arena. Bajamos, pasamos alzando las piernas por encima de las piedras y caminamos hacia el mar. Yo iba junto al muchacho rubio.
Nos detuvimos en la orilla. Estábamos los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvimos a encender cigarrillos.
– No está seguro el tiempo -dije.
– ¿Vamos? -contestó el joven rubio.
El hombre alto del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:
– Fíjese. Desde aquí a las dunas. Dos cuadras. No mucho más ni menos.
El otro asintió en silencio, alzando los hombros como si aquello no tuviera importancia. Volvió a sonreír y me miró.
– Vamos -dije, y me puse a caminar hasta el automóvil. Cuando iba a subir, el hombre alto me detuvo.
– No -dijo-. Es ahí, cruzando.
En frente había un galpón de ladrillos manchados de humedad. Tenía techo de zinc y letras oscuras pintadas arriba de la puerta. Esperamos mientras el policía volvía con una llave. Me di vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa; el policía separó el candado abierto y entramos todos en la sombra y el inesperado frío. Las vigas brillaban negras, suavemente untadas de alquitrán, y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminábamos en la penumbra gris sentí crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándome de la mesa larga formada con caballetes que estaba en el centro. Miré la forma estirada pensando quién enseña a los muertos la actitud de la muerte. Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba desde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado, se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Miré el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volví a mirar al rubio sin sombrero e hice una mueca triste.
– Mire aquí -dijo el hombre alto.
Fui viendo que la cara de la muchacha estaba torcida hacia atrás y parecía que la cabeza, morada, con manchas de un morado rojizo sobre un delicado, anterior morado azuloso, tendría que rodar desprendida de un momento a otro si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el suelo con los zapatos, simplemente si el tiempo pasaba.
Desde el fondo, invisible para mí, alguien empezó a recitar con voz ronca y ordinaria, como si hablara conmigo. ¿Con quién otro?
– Las manos y los pies, cuya epidermis está ligeramente blanqueada y doblegada en la extremidad de los dedos, presentan además, en la ranura de las uñas, una pequeña cantidad de arena y limo. No hay herida, ni escoriación en las manos. En los brazos, y particularmente en su parte anterior, encima de la muñeca, se encuentran varias equimosis superpuestas, dirigidas transversalmente y resultantes de una presión violenta ejercida en los miembros superiores.
No sabía quién era, no deseaba hacer preguntas. Sólo tenía, me lo estaba repitiendo, como única defensa, el silencio. El silencio por nosotros. Me acerqué un poco más a la mesa y estuve palpando la terquedad de los huesos de la frente. Tal vez los cinco hombres esperaran algo más; y yo estaba dispuesto a todo. La bestia, siempre en el fondo del galpón, enumeraba ahora con su voz vulgar:
– La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente, reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión de las uñas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de la violencia que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, nótanse en el rostro numerosos desgarros, puntuados, sin rojez, sin equimosis, con simple desecamiento de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vese una infiltración de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. Los tegumentos están invadidos por la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis. El interior de la tráquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena.
Era un buen responso, todo estaba perdido. Me incliné para besarle la frente y después, por piedad y amor, el líquido rojizo que le hacía burbujas entre los labios.
Pero la cabeza con su pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargada en forma de hoz con las puntas hacia abajo, lacias, goteantes, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de mis ojos por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Me hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y me sacudió de las solapas. Pero no creía en lo que estaba haciendo, bastaba mirarle los ojos redondos, y en cuanto le sonreí con fatiga, me mostró rápidamente los dientes, con odio y abrió la mano.
– Comprendo, adivino, usted tiene una hija. No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de veras importancia.
Antes de la luz violenta del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto:
– Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?
– Le voy a contestar, claro -dijo el gigante-; pero antes, si quiere, no es útil para el sumario, es, como en su caso, pura curiosidad… ¿Usted sabía que la muchacha era sorda?
Nos habíamos detenido exactamente entre el renovado calor del verano y la sombra fresca del galpón.
– ¿Sorda? -pregunté-. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.
– ¿Sorda? -pregunté-. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.
JACOB Y EL OTRO
1. Cuenta el médico
Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y pagar las cajas perdidas.
Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja:
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