Juan Onetti - 32 cuentos

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Jacob estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, mirando con alegría infantil la marca en la suela de sus zapatos, la palabra Champion; alguien, acaso el mismo Orsini, había dicho alguna vez en broma que esos zapatos se fabricaban exclusivamente para uso de van Oppen, para recordarlo y rendirle homenaje en millares de pies ajenos.

Envuelto en el ropón de baño, chorreando agua, Orsini entró en la habitación, jovial y dicharachero. El campeón había manoteado la botella de ginebra y después de tomar un trago continuó mirándose el zapato sin escuchar a Orsini. -¿Por qué hiciste las valijas? La pelea es mañana. -Para ganar tiempo -dijo Orsini-. Empecé a hacerlas por eso. Pero después…

– ¿Es a las nueve? Pero siempre empieza más tarde. Y después de los tres minutos tengo que hacer clavas y levantar las pesas. Y también festejar.

– Bueno -dijo Orsini, mirando la botella inclinada contra la boca del campeón, contando los tragos, calculando-. Claro que vamos a festejar.

El campeón dejó la botella y estuvo sobándose la suela de goma blanca del zapato. Sonreía, misterioso e incrédulo, como si estuviera escuchando una música lejana y no oída desde la infancia. De pronto se puso serio, tomó con ambas manos el pie con la marca que lo aludía y lo bajó lentamente hasta colocar la suela contra la estrecha alfombra junto a la cama. Orsini vio la mueca corta y seca que había quedado en el lugar de la desvanecida sonrisa; se fue aproximando indeciso a la cama del campeón y alzó la botella. Mientras fingía beber pudo comprobar, por el ruido y el peso, que quedaban dos tercios del litro de ginebra.

Inmóvil, derrumbado, con los codos apoyados en las piernas, el campeón rezaba:

– Verdammt, verdammt, verdammt. Sin hacer ruido, Orsini arrastró los pies por el suelo; de espaldas al campeón, con un bostezo, extrajo el revólver de su saco colgado en la silla y lo guardó en un bolsillo de la bata de baño. Luego se sentó en su cama y esperó. Nunca había tenido necesidad del revólver, ni siquiera de mostrarlo, frente a Jacob. Pero los años le enseñaron a prever las acciones y las reacciones del campeón, a estimar su violencia, su grado de locura y también el punto exacto de la brújula que señala el principio de la locura.

– Verdammt -siguió rezando Jacob. Se llenó los pulmones de aire y se puso de pie. Juntó las manos en la nuca.y balanceó el tórax, pesadamente, bajando por la izquierda y la derecha hacia la cintura.

– Verdammt -gritó, como si mirara a alguien desafiándolo; luego rehizo la sonrisa desconfiada y empezó a desnudarse. Orsini encendió un cigarrillo y puso una mano en el bolsillo de la bata, los nudillos quietos contra la frescura del revólver. El campeón se quitaba la tricota, la camiseta, los pantalones, los zapatos con su marca; todo golpeaba contra el ángulo del placard y la pared y formaba un montón en el piso.

Apoyado en la cama y en las almohadas, Orsini buscaba otras cóleras, otros prólogos, y quería compararlos con lo que estaba viendo. “Nadie le dijo que nos vamos. ¿Quién puede haberle dicho que nos vamos esta noche?”

Jacob sólo tenía puesto el slip de combate. Levantó la botella y bebió la mitad del resto. Después, manteniendo su sonrisa de misterio, de alusiones y recuerdo, se puso a hacer gimnasia estirando y doblando los brazos mientras doblaba las rodillas para agacharse.

“Toda esta carne -pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del revólver-; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte. Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es injusto.”

Iluminado por la última luz del viernes en la ventana y por la.luz que Orsini había dejado encendida en el baño, el gigante brillaba de sudor. Terminó la sesión de gimnasia tirándose de espaldas al suelo y rebotando en las manos. Luego hizo un breve y lento saludo con la cabeza hacia el montón de ropas junto al placard. Jadeante, volvió a beber de la botella, la levantó en el aire ceniciento, y sin dejar de mirarla fue acercándose a la cama que ocupaba Orsini. Quedó de pie, enorme y sudoroso, respirando con esfuerzo y ruido, con una expresión boquiabierta de principio a final de furia. Seguía mirando la botella, buscaba explicaciones en la etiqueta, en la forma redonda y secreta.

– Campeón -dijo Orsini retrocediendo hasta tocar la pared, levantando una pierna para empuñar el revólver más cómodamente-. Campeón. Tenemos que pedir otra botella. Tenemos que festejar desde ahora.

– ¿Festejar? Yo gano siempre.

– Sí, el campeón gana siempre. Y también va a ganar en Europa.

Orsini se incorporó en la cama y fue ayudándose con las piernas hasta quedar sentado, la mano siempre hundida en el bolsillo de la bata.

Frente a él se abrían los enormes muslos de Jacob, los músculos contraídos. “No hubo piernas mejores que éstas”, pensó Orsini con miedo y tristeza. “Le basta bajar la botella para aplastarme; para romper una cabeza con el fondo de una botella se necesita mucho menos de un minuto.” Se levantó despacio y fue rengueando, exhibiendo una sonrisa paternal y feliz hasta el otro rincón de la pieza. Se apoyó en el borde de la mesita y estuvo un momento con los ojos entornados, bisbiseando una fórmula católica y mágica.

Jacob no se había movido; continuaba de pie junto a la cama, dándole ahora la espalda, la botella siempre en el aire. La habitación estaba casi en penumbra, la luz del cuarto de baño era débil y amarilla.

Maniobrando con la mano izquierda Orsini encendió un cigarrillo. “Nunca hice esta prueba.”

– Podemos festejar ahora mismo, campeón. Festejamos hasta la madrugada y a las cuatro tomamos el ómnibus. Adiós Santa María. Y muchas gracias, no nos fue mal del todo.

Blanco, agrandado por la sombra, Jacob bajó lentamente el brazo con la botella e hizo sonar el vidrio contra una rodilla.

– Nos vamos, campeón -agregó Orsini. “Ahora está pensando. Tal vez comprenda antes de tres minutos.”

Jacob giró el cuerpo como en una pileta de agua salada y lo dobló para sentarse en la cama. El pelo escaso pero aún sin canas señalaba en la noche la inclinación de la cabeza.

– Tenemos contratos, verdaderos contratos -continuó Orsini- si viajamos hacia el sur. Pero tiene que ser en seguida, tienen que ser en el ómnibus de las cuatro. Esta tarde hablé por teléfono desde el diario con un empresario de la capital, campeón.

– Hoy. Ahora es viernes -dijo Jacob lentamente, sin borrachera en la voz-. Entonces, la lucha es mañana de noche. No nos podemos ir a las cuatro.

– No hay lucha, campeón. No hay problemas. Nos vamos a las cuatro; pero primero festejamos. Ahora mismo pido otra botella.

– No -dijo Jacob.

Orsini volvió a inmovilizarse contra la mesa. De la lástima al campeón, tan exacerbada y sufrida durante los últimos meses, pasó a compadecer al príncipe Orsini, condenado a cuidar, mentir y aburrirse como una niñera con la criatura que le tocó en suerte para ganarse la vida. Después su lástima se hizo despersonalizada, casi universal. “Aquí, en un pueblito de Sudamérica que sólo tiene nombre porque alguien quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas. El, más perdido y agotado que yo; yo, más viejo y más alegre y más inteligente, vigilándolo con un revólver que no sé si funciona o no, dispuesto a mostrar el revólver si se hace necesario, pero seguro de que nunca apretaré el gatillo. Lástima por la existencia de los hombres, lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda. Lástima por la gente que he tenido que engañar sólo para seguir viviendo. Lástima por el turco del almacén y por su novia, por todos los que no tienen de verdad el privilegio de elegir.”

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