Pedro Zarraluki - Un Encargo Difícil

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Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como única compañía tendrán al matrimonio que atiende una cantina miserable, algún pescador, un ermitaño alemán y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ejército inglés. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterránea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armonía. En `Un encargo difícil`, premiada con el último Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre dependerá más de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.

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– ¡Qué diña! -gritó Felisa García-. ¡Es que me la comería!

Alargó los brazos hacia ella deseando, desde la distancia, atrapar aquella explosión de júbilo y estrecharla contra sus pechos generosos. Leonor Dot, a su lado, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Pero Camila no las veía. Se limitaba a dejarse embriagar por el vértigo de la rotación y a disfrutar de la risa.

Bajo el emparrado en el que su padre acostumbraba emborracharse, Andrés, inmóvil por completo, insoportablemente invisible, gemía de forma casi inaudible intentando llamar la atención de todos ellos para que le permitieran, a él también, subirse a la alegría.

La llegada de septiembre había cubierto el horizonte de nubes bajas y densas, como si Cabrera se alzara en un lago rodeado por una tierra lejana de algodones plomizos. Aunque de día continuaba haciendo mucho calor, al atardecer soplaba una brisa de escalofríos y la superficie del mar se encrespaba como si la hicieran bullir enormes bancos de peces. Al Lluent no le gustaba aquel clima inestable. Se pasaba largo rato contemplando el cielo en la sospecha de que le escondía algo, y luego, sin que nadie salvo él pudiera advertir ninguna diferencia que justificase una decisión u otra, fruncía el ceño y salía a pescar, o maldecía en voz baja y amarraba mejor la barca para que no la golpearan contra ei espigón las sacudidas del viento y de las olas.

El Lluent no solía equivocarse al predecir el tiempo, pero, a pesar de ello, en más de una ocasión había tenido que hacer noche en la colonia de Sant Jordi por no poder regresar a Cabrera, y alguna vez que otra se había visto sorprendido en alta mar por una tormenta que se desataba de repente sin aviso. Decididamente, al pescador no le gustaba aquel mes en el que las nubes se formaban en lo alto como por ensalmo, surgidas de ia nada, bramando a veces y descargando súbitos aguaceros, o manteniéndose quietas allí, ronroneando convertidas en inmensas gatas incorpóreas, inexplicablemente quietas e inactivas. Su antiguo patrón, Nicanor Menéndez, le había enseñado a desconfiar de ellas. Con la barca a la deriva en la soledad expectante de las aguas, la vela desarbolada y la isla tan lejana que había que forzar la vista para divisar su silueta brumosa, le decía:

– El mar y el cielo son caprichosos porque son muy grandes. Míralo, mira a tu alrededor. Hay mar por todas partes, no se acaba nunca… Y fíjate en nosotros. ¿Qué somos nosotros? Una menudencia, eso es. No daríamos ni para un poco de sustancia. Aquí hay demasiado caldo para tan poca carne.

Entonces señalaba al perro que correteaba por la barca deteniéndose a menudo, el rabo enhiesto y el hocico inquieto, extremadamente atento a todo lo que no podía verse.

– Él sí sabe cuándo va a haber tormenta. Si se pone a aullar como un condenado, no lo dudes. Vuelve a puerto tan rápido como puedas.

Otros pescadores se veían también sorprendidos, en aquellos meses de septiembre, por los caprichos del cielo y del mar. A veces entraban en la bahía a lomos de la espuma y alcanzaban el muelle jadeantes y empapados. Así sucedió al anochecer de aquel día en que Camila consiguiera dar un largo paseo en un camión que no iba a ninguna parte. A media tarde el cielo se había cubierto y había comenzado a sonar un aullido permanente, un triste lamento. Un rato después el mar parecía hervir con las entrañas más irías que nunca. Paco, que se encontraba bajo el emparrado, vio aparecer una barcaza ventruda y cenicienta. En un costado, con letras grandes y descuidadas, llevaba escrito su nombre: Margarita. Dio una voz al Lluent, que jugaba dentro al dominó con unos soldados.

– Mala cosa -dijo e! pescador tras asomarse a la puerta y echar un vistazo-. Son pescadores de marrajo. No esperes nada bueno de ellos.

Eran tres hombres de aspecto hosco y desaseado. Cuando entraron en el bar habían empezado a servirse las cenas. Benito Buroy estaba solo en una mesa, y Leonor Dot y Camila en su lugar habitual junto a la ventana. Los recién llegados se plantaron frente a la barra. Uno de ellos la golpeó con el puño cerrado. Paco entró con paso vacilante y se situó al otro lado del mostrador.

– Orujo -le dijo el hombre-. Hay que joderse con el tiempo. Me cago en esta mierda de oficio, y en esta mierda de sitio y en todo. ¡Me cago en Dios, hostia!

– No es buena la noche -congenió el cantinero-. Quizá querréis comer algo.

– ¡Tú saca la botella y vete a que te den por el culo! ¡Y nos invitas, mariconazo, que no estamos aquí por gusto! Si al menos tuvieras algunas putas…

Se volvió hacia la sala.

– Porque, ¿hay putas aquí, o no las hay?

Los otros le rieron la gracia mientras Paco se apresuraba a poner sobre el mármol una botella y tres vasos. En la cantina se había hecho un silencio profundo. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos y. en el exterior, el lamento lúgubre del viento. Leonor Dot y Camila comían sin levantar la vista del plato. Entonces sonó el chasquido de una ficha de dominó al golpear con fuerza la mesa y la voz del Lluent que dijo de forma bien clara:

– Cinco doble. Quien tenga cojones para meterse conmigo, que lo diga.

Tras dirigirle una mirada desganada, el que llevaba la voz cantante se volvió de nuevo hacia la barra y vació de un trago su vaso de orujo. Otro de los marrajeros, el más joven, hizo ademán de encararse con el Lluent, pero el tercero de ellos, de edad avanzada, corpulento y estrábico, lo retuvo por el brazo. El Lluent continuó hablando sin levantarse de la mesa y sin molestarse en mirarlos. Parecía dirigirse a los soldados que, muy incómodos, ponían todo su empeño en atender al juego.

– Coged el orujo y salid de aquí. No os invita Paco, os invito yo. En mi casa hay leña para encender un fuego. Hay mantas en el arcón, podéis acostaros en el suelo. Yo iré más tarde.

Dos de los marrajeros agarraron la botella y los vasos y se encaminaron hacia la puerta. Pero el joven se revolvió con cólera.

– ¿Es que vamos a hacerle caso? ¿Vamos a hacer caso a este malparido?

El bizco, desde la entrada del local, le hizo un gesto con la cabeza. Luego, viendo que el joven no se movía, regresó sobre sus pasos, lo apresó por el cuello del impermeable y lo arrastró hasta sacarlo del local. Antes de salir él también se volvió hacia el pescador.

– Lluent -dijo-, un día de estos tendrás un disgusto.

Sus voces se fueron apagando a medida que cruzaban la plaza. En la cantina se respiró un ambiente de alivio pero también de malestar. Aunque todos continuaban con lo mismo que hacían antes de la llegada de aquellos hombres, parecían incapaces de desembarazarse de la sensación de peligro, de humillación.

Camila dejó los cubiertos apoyados en el plato, se levantó de la mesa y fue hasta el Lluent. Posó una mano sobre el antebrazo del pescador.

– ¿Vas a dormir con ellos? -le preguntó con un hilo de voz.

El Lluent contempló la mano suave, los dedos largos de la niña. Luego la miró a los ojos y esbozó una sonrisa que apareció como una grieta en sus labios resecos.

– Peor es dormir solo -contestó.

Felisa está triste porque hoy han fusilado en el cementerio a un hombre que de niño jugaba con ella. A veces, cuando veo cuánto maltrata la vida a las personas, me da por pensar que a mí también me maltratará, que me pasarán cosas terribles como a mamá, o que yo misma haré otras de las que tendré que arrepentirme y con las que quizá cargue para siempre en la conciencia. Supongo que es fácil equivocarse, perder el camino o dejarse vencer por el cansancio, tirarlo todo por la borda, vamos. Debe de ser muy tentador cuando una lleva mucho tiempo viviendo y empieza a comprobar que no sucede casi nada de todo aquello que esperaba. Eso dice mamá, que cuando eres joven te ves capaz de abrazar el mundo entero, y que a medida que pasan las décadas vas abarcando menos con los brazos, a algunas personas queridas, y que al final te basta con abrazarte a la almohada en las noches largas de insomnio. Felisa, con sus pensamientos extraños, viene a decir lo mismo aunque de otra manera. Dice que el futuro es mejor tenerlo por delante, que así todo es más bonito.

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