– ¿Se puede saber qué coño haces, gilipollas? -tronó la voz airada del policía.
– Ha habido problemas. Necesito unos días más.
– ¡El miércoles que viene te quiero aquí! ¡Aquí! ¡Sin falta! ¡Y con el tipo ese bajo tierra! ¿Me has entendido? ¿Me has entendido, degenerado? ¡Si no estás aquí el miércoles te arrancaré los huevos y te los meteré en la boca!
– Confie en mí… -comenzó Benito Buroy.
Pero el auricular dejó escapar un estridente chirrido.
– ¿Ha acabado la conversación? -preguntó, casi al instante, una voz femenina.
Los paseos en barca habían dado comienzo a mediados de agosto, unas semanas antes de que Benito Buroy llegara a la isla, y antes también de que una tormenta desenterrara a los muertos y con ellos el testamento de la Xuxa, de que Leonor Dot sorprendiera a Andrés espiando a Camila y de que un pelotón de voluntarios fusilara al antiguo carbonero junto a la tapia del cementerio. La idea había surgido en la sobremesa de la paella que preparara Felisa García a su regreso de Mallorca. Markus Vogel ya se había perdido por el monte con su ración de tabaco, y Paco, borracho por completo, roncaba sonoramente con la cabeza desmayada en la silla. Camila, que se aburría, pidió al Lluent que la llevara a dar un paseo en su barca. Y el pescador, que también había abusado del tinto, se puso en pie. Tambaleándose un poco, anunció que iba a llevarla a una cueva marina donde las aguas eran tan claras y tan azules que parecían una infusión de zafiros.
– ¡De Cabrera no sale nadie sin mi permiso! -había exclamado el capitán Constantino Martínez despertando de un prolongado ensimismamiento etílico.
– Nadie se va a ir, tranquilo -le contestó de buen humor Felisa García-. ¡Si estáis todos tan bebidos que da pena veros! Pero mañana, cuando el Lluent se haya recuperado, se llevará a estas señoras a dar una vuelta por el mar, faltaría más. Ya va siendo hora de que se refresquen un poco.
A la mañana siguiente, después de que el capitán autorizara la excursión con un gruñido agónico, pues los ardores de la resaca le avivaban los causados por la metralla que se le iba oxidando en las entrañas, el Lluent y sus invitadas salieron por primera vez a navegar. En aquella ocasión el pescador, en cumplimiento de su promesa, las había llevado a una cueva de aguas asombrosamente azules y ecos amortiguados en la que se adivinaban docenas de murciélagos suspendidos de la bóveda de estalactitas. En las semanas siguientes salieron varias veces más, hasta convertir aquellos paseos en una costumbre que mantenía al capitán Constantino Martínez en un inquieto y permanente otear del horizonte. A veces superaban el saliente donde se alzaba el faro y hendían las aguas hacia el sur para ver los acantilados donde batían las olas. Por allí alcanzaban, impulsados por el viento, el segundo faro de la isla, que orientaba sus haces de luz hacia las aguas profundas que llevaban hasta Argel. Otras veces navegaban en dirección contraria, bordeando el castillo y costeando hacia el norte, donde las aguas eran más calmas y se encontraban lugares tranquilos donde echar el ancla. Allí el Lluent enseñaba a Camila a preparar los sedales o a hundir las nasas de mimbre que dejaban luego señaladas con una boya. El pescador hablaba muy poco, pero a veces señalaba una mancha parda en el cielo y decía:
«Un cernícalo. Es bueno, se come las ratas». O se limitaba, sin abrir los labios, a indicar con el dedo un acantilado donde una cabra solitaria hacia equilibrios sobre el vacío.
Leonor Dot tampoco hablaba mucho. Solía acurrucarse en la proa y, dejándose mecer por el vaivén de la barca, se sumía en el mundo atemporal de los recuerdos. A veces, la asaltaban con tal viveza que las voces de Cánula y del Lluent se iban apagando, como si poco a poco se fueran alejando de ella, y el calor del sol sobre la cara se transformaba en la presión suave de una mano, o en otra luz y otro calor bajo un sol distinto, o incluso en el frío gélido de una mañana de invierno en una ciudad lejana. Con los ojos cerrados, levemente mareada y adormecida por el balanceo, Leonor Dot vagaba sin cuerpo por un pasado irrecuperable que, a pesar de todo, necesitaba rememorar para continuar sintiéndose viva. A veces los recuerdos le dolían demasiado y entonces, tapándose la cara con las manos, se asombraba de que los horrores de una vida arruinada pudieran desembocar en un rato de paz sobre una barca, bajo el sol benigno de todos los días.
No por eso dejaba Leonor Dot de ser combativa. Durante uno de aquellos paseos en el que habían ido a ver los peñones que asomaban más allá de la isla deis Conills, se puso en pie al divisar a lo lejos la línea brumosa de la costa mallorquína. Parecía tan cercana que daba la falsa impresión de que podía alcanzarse a nado. El Lluent conocía bien aquella derrota surcada de peligrosas corrientes marinas, pues vendía la mayor parte de sus capturas en la colonia de Sant Jordi, que era el puerto más próximo a Cabrera. Leonor Dot se volvió hacia el pescador. Le brillaban las pupilas.
– Lluent -le dijo-, llévenos hasta Mallorca. Diga que hemos saltado al mar y que no ha podido hacer nada por nosotras.
El Lluent puso cara de circunstancias. Luego, tras morderse los labios por dentro como si quisiera arrancárselos, se expresó con meridiana sensatez:
– Si lo hiciera sería yo el que habría tirado su vida por la borda. No se puede desvestir a un santo para vestir a otro. No sabe cuánto lo siento.
Y dicho esto, con la languidez con que se llevan a la práctica las decisiones molestas pero impostergables., asió el timón e hizo virar el laúd de regreso al puerto.
– Eso es cierto -reconoció Leonor Dot con una amplia sonrisa, trastabillando un poco a causa de la maniobra y tomando asiento con torpeza-, tiene usted razón… Pero tenía que intentarlo.
La celebración por la pesca del atún había concluido hacía un buen rato. Paco, alarmado por la rapidez con que menguaban sus reservas de vino, había conseguido salvar una botella escondiéndola detrás del barreño de la basura. Con esa botella, más lo que ya llevaba bebido, había tenido suficiente caldo para acabar el día. A la mañana siguiente llegaba la barca de las provisiones con un nuevo cargamento. No era aquél, pues, un tema que le preocupara en aquellas horas tardías. Pero había otros.
Repantigado en una silla bajo la parra de la cantina, con la camisa abierta por completo para airear la espesa pelambrera de su pecho, observaba la plaza a oscuras y meditaba sobre los graves problemas que le aquejaban. Llevaba unos días desconcertado y molesto por la actitud de Felisa García. Su mujer parecía otra desde que viajara a Mallorca y encontrara allí la protección de su cuñado. Hasta entonces nunca había tomado otras decisiones que no fueran las propias de las tareas domésticas, pero ahora empezaba a mangonearlo todo y a criticarlo a él con mucha más inquina de lo normal. Era cierto, meditaba el cantinero, que Felisa siempre le había gritado, pero se trataba de arrebatos femeninos que cumplía sin dejar de remover el cocido o de pasar el fregajo por el suelo del bar. Y ésa, para Paco, era una actitud positiva. Estaba convencido de que las mujeres debían gritar mucho, pues así sacaban fuera los sinsabores de la maternidad y lo que él llamaba las «ansias mamarias», que no eran otra cosa que más maternidades no resueltas y ya imposibles. Una mujer gritona era para Paco una verdadera mujer. Pero una cosa era dar gritos, proferir amenazas e insultar a su marido desde los fogones, y otra muy distinta callarse como una muerta, mirarlo con desdén y, en la intimidad del lecho conyugal, lamentarse de que la tonta de su hermana hubiera tenido mucha más suerte que ella.
– Todo por un par de cerdos y un rebaño de cabras -murmuraba, tumbada en la cama, con su camisón nuevo de volantes que trajera también de Palma-. Pero ni eso hemos sabido conservar. Qué pensarían mis padres si llegaran a verlo. Doy gracias a Dios de que estén muertos, fíjate en lo que digo… Si hubiera ido a Mallorca a aprender costura con mi hermana, quizá ahora estaría casada con otro potentado… O al menos con un hombre que sirviera para algo.
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