tiempos difícileslas sociedades democráticas en la encrucijadaColección: taborPrimera edición Diciembre 2020ISBN edición impresa: 978-956-6067-07-8ISBN edición digital: 978-956-6067-08-5 |
ediciones ucmAv. San Miguel 3605, Talca, Chileediciones@ucm.clDirección editorial: José Tomás LabartheDiseño y diagramación: Micaela Cabrera ArtusCorrección de textos: Marina Fierro |
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CAPÍTULO I
A la hora de la pandemia
CAPÍTULO II
El terror, los terroristas y sus víctimas
CAPÍTULO III
Un mundo torturador
CAPÍTULO IV
La trampa identitaria
CAPÍTULO V
El imperio de las pasiones
CAPÍTULO VI
La traición de la Ilustración
CAPÍTULO VII
El descrédito de Europa
CAPÍTULO VIII
El espíritu crítico
EPÍLOGO
La encrucijada
Capítulo I
A LA HORA DE LA PANDEMIA
Para mis estudiantes
I
En las calles de la ciudad, al azar de las filas distanciadas ante la puerta de las pocas tiendas que permanecían abiertas, los rostros se hicieron inquietos, suspicaces y de repente más hostiles.
Temiendo que su vecino de infortunio les transmita el virus que, por boca de los gobiernos, intimida a cada uno la orden de mantenerse apartado de todos los demás, cualquier salida, fuera de su hogar de confinamiento, expondrá a quien corra el riesgo a una orden de mirada o de palabra que suene como una advertencia : «¡No te acerques! ¡Mantén la distancia!». ¿Es necesario tener en cuenta a estos transeúntes asustados de haber guardado en el almacén accesorios inútiles con la amabilidad, la benevolencia y quizás incluso con esas sonrisas lejanas, esa mirada abierta que atestiguara, aunque sea fugazmente, una complicidad en la desgracia? «El miedo vuelve loca a la gente», se dice. Solo un poco más, un estornudo indebido, un paso más en la fila, y aparece un sentimiento de odio que expresa su rostro cerrado. Y es verdad que este miedo nos hace perder la razón colectivamente.
Es costumbre distinguir la angustia, que ignora su objeto, del miedo que sabe identificarla, tanto como aprehende su irrupción. La singularidad de una pandemia es que anula esta distinción. El sentimiento que su contagio provoca tiene todos los rasgos distintivos del miedo. Conocemos el objeto que ocupa todos nuestros pensamientos, hasta el punto de que ya no sabemos hablar de otra cosa. El virus está en todas las cabezas. Sin embargo, el peligro sigue siendo invisible. En todas partes es susceptible que nos espere y nos encuentre: en la baranda de la escalera, en la manilla de la puerta, en las monedas, en los billetes del Banco, cualquier mercancía que otro hubiera tocado, una prenda que hubiera rozado, los libros que se ha vuelto irracional intercambiar. Ya no es un objeto de la vida cotidiana, del que se puede estar seguro que no es mortífero - portador de un desastre indefinidamente transmisible. Es entonces cuando el miedo, referido a un objeto concreto, a una fuente del mal identificable, se convierte en ansiedad. En definitiva, ya no sabemos de dónde podrían venir la enfermedad y la muerte. Cualquier otro (los seres vivos - los seres humanos, los animales y las plantas -, tanto como los objetos) es susceptible de llevarlo hasta nosotros.
II
Sin embargo, el miedo y la ansiedad no son tan espontáneos como parece, por legítimos que sean. Ambos disponen de poderosos medios de comunicación y gobiernos que sin duda tienen sus razones, pero cuyo efecto psicológico conviene medir, es el último en ser tomado en cuenta en los temas a los que se dirige. Es justo advertir, prevenir, insistir incansablemente en los gestos de barrera que protegen y que salvan; pero cuando, durante meses, la casi totalidad de las noticias que nos llegan recuerdan la omnipresencia del virus mortal, la persistencia de su amenaza, la necesidad de las privaciones que su peligrosidad impone, al mismo tiempo que su insuficiencia, es inevitable que se desarrolle en la sociedad nada menos que una inexorable «cultura del miedo» … como «cultura» dominante.
Sus efectos se manifiestan, en primer lugar, en el conjunto de prácticas y comportamientos a los que nos sometemos, a pesar de que nunca hubiéramos imaginado que podríamos aceptarlos algún tiempo antes. Antiguamente, se decía que tal «cultura» se traducía siempre, cualesquiera que fueran las fuerzas que la orquestaba, en una inexorable «sedimentación de lo inaceptable». No es de otro modo, se subrayaba, que ella nos «coloniza», empujándonos a formas de hacer, de decir y de juzgar, de las que hasta entonces nos habríamos creído incapaces. Esta vez, la emergencia sanitaria hace que la colonización sea brutal.
De la noche a la mañana aceptamos restricciones de libertad, las prohibiciones, que nunca habríamos pensado que podríamos tolerar, empezando por la de acercarnos, de encontrar, de volver a juntarse, de tocar a quien deseamos, según el orden de nuestros deseos, desde los más cercanos a los más lejanos. En efecto, podemos entenderlo y sin duda debemos. Hay buenas razones para aceptarlo. Las muertes no son imaginarias. La virulencia del virus, su velocidad de propagación no es la invención de poderes ocultos. Lo inaceptable habría sido, como ha sido el caso durante mucho tiempo en Estados Unidos, Brasil, México y otros países de cerrar los ojos ante la muerte anunciada, para no perturbar la marcha del mundo, por despiadada que sea, consentir así, para salvar una economía injusta, a la muerte en masa de los más débiles y de los más necesitados, los últimos en saber y poder protegerse.
Aquellos que deseen entrar en tal lógica habrán hecho el cálculo cínico de sacrificar algunas decenas de miles de muertos a sus propios intereses, para escapar de la obligación de poner en tela de juicio las relaciones de fuerza, económicas y sociales, que les benefician. Es de esperar que la justicia haga su trabajo y que algún día se les pida que rindan cuentas por aquellos a quienes han abandonado así a los caprichos del contagio, privándolos de este primer ejercicio de la responsabilidad que es la prevención.
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