Lo anterior, porque el estado de urgencia habrá impactado nuestras condiciones de existencia confiscando la palabra, sin que se nos deje ningún poder para combatir y defenderla. Conviene aquí, sin embargo, preguntarse en qué medida la fuerza de este estado, tal como lo encarnan las autoridades sanitarias y políticas, no debe ser reconocido, también, como una violencia, y llevar adelante entonces lo que toda fuerza denomina: interrogar, de manera crítica, su destino. Si hay violencia, es una violencia que salva vidas, he aquí la paradoja. Y esto habrá sido suficiente para darle legitimidad. Tanto como sean necesarias para su rescate, las autoridades tendrán pues todas las razones de mantener las medidas de excepción. Pero mientras más éstas duren, en nombre de la precaución y de la prevención requeridas, más estaremos en derecho de inquietarnos respecto del espíritu que rige su mantenimiento. ¿A qué nos acostumbraremos? ¿Cuál será la predicción sobre el estado de emergencia? ¿Se tratará de un nuevo tipo de sociedad fundada sobre más control y vigilancia? ¿De una biopolítica liberada de la vergüenza y del escrúpulo de las libertades? ¿Del triunfo de un nuevo complejo político, sanitario e industrial? Estas son las razones del porqué los imperativos sanitarios abren la ruta hacia una urgencia política: aquella, para la población, de reapropiarse reinventando el espacio democrático. Vamos a tener, entonces, tres sueños. El balance de una catástrofe es siempre la escuela de una falta. Esto hace aparecer lo que habrá faltado para superar la prueba a un menor costo, en términos de vidas perdidas.
El balance revela las desventajas, las fallas que la han agrandado, denuncia las elecciones políticas anteriores, las doctrinas impuestas, las que, llegado el momento, la herencia no habrá ayudado a enfrentar, a menos que su peso no haya contribuido a agravar la situación. Soñar es dar derecho a la imaginación. Toda voluntad de poner a la sociedad «en marcha» volviéndola atrás equivaldría a confiscarla, como si la pandemia no debiera ser más que un paréntesis que habría que cerrar lo más rápido posible, como un mal recuerdo que nos haría volver al mundo anterior por injusto y desigual que éste sea. ¿Qué significa entonces imaginar? La pandemia tiene de común con el calentamiento global que no conoce fronteras. El tiempo que declara es siempre tardío, el virus ya ha circulado y su progresión no puede ser limitada a los límites de un territorio. Es común que los estados deban enfrentar aquí urgencias, con debilidades y fuerzas divergentes.
No está prohibido entonces –este es el primer sueño– soñar una solidaridad que implicara, para los estados prioritariamente, no buscar sacar ventajas los unos de los otros a fin de aumentar su propio poder, en detrimento de las naciones que compiten. De esta carrera, en efecto, sabemos que su primer efecto es sumar víctimas a las víctimas, de instalar a los Estados en políticas económicas y sociales que, en nombre de la competencia, impongan el mantenimiento compartido de injusticias y desigualdades. No «hacer demasiado» por los más débiles y más vulnerables, por miedo a que los otros, haciendo menos, se refuercen más rápido, se vuelve una regla tácita, cada nación midiendo su potencia a las desigualdades y a las injusticias que su gobierno viene a «introducir» a su población, en el límite de la respuesta social y de los «problemas al orden público» que no estarían más en capacidad de absorber. La competencia se traduce entonces en el cálculo del mínimo de justicia y de igualdad, a los cuales debe consentir para evitarlas y tomar ventaja sobre los otros.
¿Cuál sería entonces el sentido de solidaridad que nos disponemos a soñar? Nada menos que el rechazo planificado respecto a la salud de las economías nacionales; fragilizadas por la crisis sanitaria esto ha conducido a agravar, de manera dogmática, en nombre de la competitividad de sus empresas, las condiciones de posibilidad de aquellos a los que la pandemia les habrá disminuido o suprimido los recursos. A escala europea, esto podría conducir a la instauración de un mínimo vital, decidido comúnmente, asegurado por cada Estado, con el apoyo de la comunidad. Se trataría finalmente de considerar que la precariedad y la pobreza, lejos de poder ser abandonadas a la competencia, exigen una política comunitaria concertada, de tal manera que «los pobres» de unos se vuelvan responsabilidad de todos.
En la misma perspectiva, la pandemia ha revelado que los servicios públicos no podían ser sometidos, a modo de competencia, a una exigencia de rentabilidad que pone en peligro su eficacia. La pandemia ha hecho aparecer, en el corazón del vivir-juntos, la necesidad de satisfacer necesidades comunes –hospitalarias, médicas, farmacéuticas, etc. como una prioridad vital, con la cual habrá sido irresponsable consentir durante decenios. Las dificultades de aprovisionamiento (máscaras, delantales, test) habrán mostrado los límites de la interdependencia que la deslocalización de su producción habrá creado. De aquí resulta que la deconstrucción de la soberanía, tan necesaria como sea, no sabría ser sinónimo de esta forma de sumisión a los imperativos del mercado, constitutiva de una dependencia perjudicial a los intereses de las poblaciones.
De esta deconstrucción, habremos descubierto que la globalización de los intercambios no se habría sabido constituir en la vía privilegiada, además de las desigualdades que conlleva, ésta es generadora de una interdependencia de la falta, perjudicial a las poblaciones. Si la soberanía demanda ser cuestionada, debe serlo, por consecuencia, en los límites de una interdependencia cuidadosa de su protección. De aquí un segundo sueño: el de ver lo que es vital en nuestras condiciones de existencia, comenzando por el cuidado, escapar a las leyes del mercado. Liberarnos del reino de la competencia, esta independencia soñada no podría existir más en un espíritu de solidaridad, incluida como un vector de justicia que trasciende el cálculo de los intereses.
El estado de urgencia sanitario es una desposesión de la palabra y de la acción. La traducción más inmediata de las reglas del confinamiento en nuestra existencia individual y colectiva, en Francia, así como en otros lugares, se refiere al hecho que, durante muchas semanas, no es solamente nuestra libertad de movimiento las que se han truncado, sino igualmente el poder de actuar que estas reglas han restringido, haciendo pesar sobre toda iniciativa –y han habido muchas– obligaciones administrativas infranqueables. A esto se suma que hemos sido privados, de un día para otro, de no tener ni saber una palabra que decir. Basta decir que la falta fue doble. Desde entonces el reto del des-confinamiento se trata de la restauración tanto de una (la acción) como de la otra (la palabra).
Tenemos necesidad de reapropiarnos de nuestra vida, y esto no podrá hacerse sin la creación de espacios propicios para que circulen y se comparta la palabra y que éste esté en medida de esta pluralidad, cuya concertación organizada define lo que debería ser la política. He aquí entonces el tercer sueño: el de una democracia finalmente participativa. El desafío es considerable. In fine, a esto se debe la encrucijada que evoca el subtítulo de estas reflexiones. El primer camino es el de una instalación duradera en un estado de excepción, cuyo primer efecto será de ratificar esta doble privación, con el efecto de infantilización que se señalaba un poco más arriba. Muchos signos nos hacen temer.
Y es cuestión de sociedades sometidas a regímenes autoritarios, sino dictatoriales por los cuales la pregunta parece a penas poder instalarse. Es usual que poblaciones, privadas de libertad de expresión, no hayan tenido nunca una palabra que decir sobre lo que determina el curso de su existencia. Es poco decir que tal camino deja poco derecho a la imaginación respecto del futuro, de golpe confiscado por los autócratas. La segunda, es el camino de la utopía. Esta llama a huellas de escritura, relatos, toma de palabra. Únicamente, en efecto, una confianza renovada en el poder del lenguaje –describir, contar, analizar– es susceptible de articular, en un rechazo individual y colectivo, la violencia, los tres sueños que, vueltos hacia un futuro incierto, bastarán para concluir estas reflexiones…
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