Lucy Gordon
Amor de encargo
Título Original: Tycoon for hire
– ¿Cómo has podido ponerte esa cosa?
Jennifer se hizo a un lado para invitar a su hermano a entrar en su casa. Ya estaba bastante nerviosa por la tarde que se avecinaba, y la irritación de Trevor no hacía más que empeorar las cosas.
– Creía que te pondrías el vestido nuevo que te compraste ayer -añadió él-. Aquél de satén azul oscuro, tan fino y tan impresionante… -lanzó una despreciativa mirada a su vestido de organdí de color dorado, con su recatado cuello-. ¿Sabes? Vamos a una cena de gala, no a una reunión de puritanos.
– Lo siento, Trevor -repuso ella con tono conciliador-, pero simplemente no podía ponerme ese vestido azul. Es demasiado atrevido.
– No pensabas eso cuando te lo compraste.
– Sí, es cierto, pero también dejé que me convencieras de que era mi deber ir a esa cena. Y dado que he vuelto a recuperar mi sentido común, creo que voy a llamar para disculpar mi ausencia.
– No puedes hacer eso -replicó Trevor, alarmado-. ¿Cuántas veces tendré que recordarte lo importantes que son las apariencias? Todo el mundo sabe que tú representas a la empresa en la cena de la Cámara de Comercio de Londres, y tienes que estar allí.
– Pero iba a ir con David.
– Y ahora que te ha dejado tirada…
– No me ha dejado tirada. Simplemente no vamos… a vernos durante una temporada.
– Lo que sea. El asunto es que no puedes evadir tus responsabilidades y tampoco puedes aparecer sola. Eso supondría mostrar una imagen de debilidad. Tienes que conseguir que todo el mundo piense que no te importa.
– Pero me importa…
Jennifer había previsto asistir a aquella cena en compañía de David Conner, el hombre al que amaba y con el que había esperado casarse. Pero él no había vuelto a llamarla desde la discusión que tuvieron dos semanas atrás, y aquello le había destrozado el corazón. Lo que verdaderamente le habría apetecido era quedarse toda la tarde llorando. Y en lugar de eso, estaba vestida y preparada para salir con un desconocido.
– Odio las farsas -rezongó-. Siempre las he odiado.
– Nunca dejes que tu enemigo te vea debilitado -repuso Trevor, citando su regla favorita de conducta.
– Y odio tener que considerar a todo el mundo como mi enemigo.
– Así es como se hacen los negocios. Vamos, hasta ahora lo has hecho maravillosamente bien.
– Pero no estás completamente seguro de mí, ¿verdad? Por eso me llamaste cuando venías hacia aquí: para asegurarte de que no me había echado atrás. Pues bien, me he echado atrás.
Los dos hermanos trabajaban para Distribuciones Norton, una gran empresa de transportes fundada por su abuelo, Barney Norton. Ambos poseían acciones en la empresa, y la dirigían entre los dos desde que Barney se había retirado por enfermedad. La diferencia estribaba en que Trevor vivía y respiraba por aquel negocio, mientras que Jennifer sólo había entrado en Norton para complacer a Barney.
Trevor era un tipo de unos treinta años, fuerte y macizo, de mediana estatura. Podría haber resultado atractivo si no frunciera tanto el ceño. Jennifer respetaba a su hermano por su dedicación al trabajo, pero a veces la exasperaba su falta de paciencia y su carácter gruñón y malhumorado.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Trevor, pasándose una mano por el pelo-. Esta noche será una gran oportunidad de hacer contactos, de conseguir influencias… Con tu belleza, serás el centro de la fiesta.
Era cierto que la naturaleza la había dotado a Jennifer de todos los encantos. Sus enormes ojos oscuros destacaban en su rostro ovalado, y tenía una boca seductora, extremadamente deliciosa. Pero esa misma naturaleza también la había privado de algo: carecía completamente de la capacidad de utilizar su belleza de la forma que Trevor esperaba. Pero él no parecía comprenderlo.
– Tienes recursos -le comentó Trevor-, así que utilízalos.
– ¿Por qué no utilizas tú los tuyos, ya que te resulta tan importante?
– Porque los míos no son del mismo tipo que los tuyos. Yo me muevo más a gusto en las salas de juntas que en los salones de baile.
– Debí de estar loca para dejarme convencer de que fuera sin David. Y en cuanto a lo de contratar a un acompañante, aunque sea de una agencia de tan gran reputación… ¡Reflexiona un poco! ¡Pagar a un hombre para que me acompañe!
– Ya te lo dije: la cosa no es realmente así -replicó impaciente-. Jack es un buen cliente nuestro, y su nieto es actor. Un actor fracasado, al parecer, puesto que se dedica a trabajar de acompañante. Llamaste a la agencia preguntando específicamente por Mike Harker, ¿verdad?
– Sí, sólo pregunté por Mike Harker. Y antes de que me lo preguntes, sí, tuve mucho cuidado en ocultarle que conocía a su abuelo. Mientras piense que se trata de un encargo ordinario, su orgullo no se resentirá.
– Bien. Por lo visto es un tipo que no acepta fácilmente favores, y habría sido un engorro que se hubiera negado. ¿Qué razón le diste para solicitar sus servicios?
– Le dije que alguien me había dicho que era muy atractivo, y que eso era lo que necesitaba.
– Muy bien. No tendrás nada que temer. Jack me ha asegurado que Harker es un tipo muy discreto. ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Jennifer siguió la dirección de su dedo acusador.
– Una gata -respondió a la defensiva-. Encontré a Zarpas en la puerta de casa, y no tuve corazón para dejarla abandonada allí…
– Es curioso: no sé cómo lo haces, pero todos los bichos abandonados se las arreglan para terminar en tu casa -observó Trevor, sombrío.
– Mejor eso que se queden en la calle -se apresuró a decir ella.
– Mientras no intentes llevártela a la oficina, como intentaste hacer con tu última adquisición… Estábamos a punto de firmar un estupendo contrato con Bill Mercer, cuando aquella maldita serpiente se escapó de tu escritorio: estuvo a punto de sufrir un ataque cardíaco.
– Sólo era una inofensiva culebrilla.
– Y luego lo del hámster… ¿Sabes? Lo de llevar animales al trabajo no es muy profesional que digamos.
– Bueno, yo nunca he sido muy profesional, ¿verdad? Al menos no como tú, ni como Barney quería que fuera. De hecho, yo no tendría que estar trabajando en Norton, lo sabes perfectamente. No estoy hecha para eso. A veces creo que debería retirarme antes de cumplir los treinta años, e intentar cualquier otra cosa.
– No puedes hacerle eso a Barney -replicó Trevor, horrorizado-. ¡Después de todo lo que ha hecho por nosotros! Es cierto que te sientes como un pez fuera del agua, pero tú siempre has sido su ojito derecho, y si te vas le romperás el corazón.
– Ya lo sé -repuso suspirando, ya que ella misma se había repetido aquel argumento unas cien veces. Jamás podría hacerle daño alguno a Barney.
– Si usaras un poquito más la cabeza, dejarías de tomar decisiones sobre las que no has meditado lo suficiente. Eres demasiado impulsiva.
Era verdad. Jennifer era impulsiva y espontánea, y aquellas cualidades chocaban con las exigencias de su trabajo. Era inteligente, y había aprendido con rapidez en el negocio, pero las personas y los animales le importaban mucho más. Aun así, no intentó explicarle eso a Trevor; ya había fracasado con demasiada frecuencia en el pasado. Simplemente se contentó con decirle:
– Esta noche tú eres el único que no ha meditado lo suficiente. Todo esto es una locura.
– ¡Tonterías! Mira, tengo que irme. ¡Ánimo! -Trevor le dio un beso en la mejilla y se marchó.
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