Por lo que se refiere a Benito Buroy, iba a disfrutar por última vez de su comida en solitario. Desde su mesa del fondo vio entrar a Markus Vogel, muy apocado con su nuevo uniforme. El alemán saludó a los presentes inclinando levemente el torso y se sentó con Leonor y Camila. Casi no hablaron, como si todo estuviera ya dicho o fuera de sobras conocido. En otra mesa Felisa García atendía a su hijo mayor, que comía sin mirarla con un gesto de desagrado en la comisura de los labios. Y en la barra, Paco parecía finalmente contento con su vida. Bromeaba con el médico militar, que ya era un hombre libre. El Lluent estaba con ellos pero permanecía en silencio.
No hubo sobremesa. El sargento Ridruejo entró para anunciar que la barca se disponía a partir y Markus Vogel se puso en pie. Leonor Dot permaneció sentada con la mirada fija en el plato, pero Camila saltó al cuello del alemán. Éste la abrazó soportando sin esfuerzo su peso liviano. Luego la devolvió a su silla y, tras observar unos instantes la nuca esquiva de Leonor Dot, extendió una mano y le acarició la cabeza. Leonor continuó sin alzar los ojos.
– No se olvide de mí -dijo él-. La buscaré cuando todo esto acabe.
Sólo cuando Markus Vogel se separó de la mesa se atrevió Felisa García a acercársele para entregarle un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. «Tenga, para el viaje», le dijo. Y el alemán, rompiendo su habitual timidez, se le abrazó. Felisa García sintió que se le ponía toda la piel de gallina.
– Vamos, váyase -le dijo-. Siga su vida.
Benito Buroy y Markus Vogel salieron del bar. Cruzaron la plaza y se internaron por el muelle hasta llegar a la barca. Allí los esperaba el capitán Constantino Martínez para autorizar su partida.
– Dense prisa -ordenó-, el mar se está rizando y no quiero verlos más por aquí.
Mientras tanto, en la cantina, el médico militar, algo achispado por las copitas que le había ido sirviendo Paco, insistió ceceando en que Camila debía regresar a la cama. Leonor optó por obedecerle. Cubrió con un chal los hombros de su hija y emprendieron juntas el ascenso hacia su casa. Entonces el Lluent apuró de un trago su orujo y se volvió hacia Felisa García.
– Hoy no vendré a cenar -le dijo.
Se encaminó hacia la puerta. Allí se cruzó con el capitán Constantino Martínez, que había decidido tomarse un trago para celebrar lo que parecía el final de todos sus problemas. El Lluent no contestó al saludo del militar, que entró en la cantina, se acodó en la barra y lo vio alejarse en dirección al muelle. Nunca más volvería a encontrarse con el pescador. Pocos meses después, debido quizá a su buena mano en el control del espionaje, destinaron al capitán Constantino Martínez al regimiento destacado en Algeciras. El Lluent, por su parte, cumplió seis años de condena en el penal de Palma por haber matado a un hombre y herido a otros dos en una tasca de la colonia de Sant Jordi. Paco, mal que bien, cuidó mientras tanto de su barca.
En cuanto a los ingleses, nunca invadieron Cabrera.