– Veré lo que se puede hacer… Pero me deberá usted un jamón, por lo menos.
– Délo por hecho. Se lo pediré a mi cuñado.
Cuando salió a la plaza, Felisa García avanzó unos pasos para buscar la sombra de la higuera, y se quedó allí retorciéndose las manos con la mirada perdida en el mar. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero tenía la impresión de que el mundo se desordenaba cada vez más y que había que intentar evitarlo. Si algo tenia claro Felisa García era que los países debían permanecer donde estaban, con sus fronteras tan bien dibujadas en los mapas que daba gusto verlos cada uno de un color distinto, y que los vecinos debían saludarse con respeto en lugar de andar matándose entre sí, y que los hijos debían buscar una mujer o regresar con sus padres y no andar mendigando en la capital. Todo debía estar en su sitio, porque era la única manera de que cada uno supiera dónde aposentar el culo. Así de sencillo. ¿Qué pintaba su hijo, que hasta que fuera a la guerra no había salido de Cabrera más que unas pocas veces para visitar a su tía en Palma, vendiendo cupones en una esquina de Madrid? ¿Iba a ser feliz allí? ¿No iba a encontrarse con que poco a poco regresaba la normalidad a la capital mientras él continuaba en su esquina cada vez más desplazado y maltrecho, incómodo recuerdo de unos tiempos que nadie querría rememorar? Para Felisa García, la vida no tenía sentido si un hijo no disponía de un lugar en el que resguardarse cuando todo le iba mal.
«Las brújulas no deberían señalar el norte, sino la casa de cada uno», se dijo a la sombra de la higuera.
Y en el pensamiento encontró una vez más la tranquilidad. Tan contenta estaba de haber sabido resumir sus ideas confusas en una sola frase nítida y bien planteada, que en lugar de encaminarse hacia la cantina fue a ver a Leonor Dot. Su amiga, que se hallaba en el huerto, se le ofreció de inmediato cuando la vio entrar resollando con fuerza y pidiendo su ayuda. Felisa quería que escribiera en un papel la frase que se le había ocurrido.
– Es muy bonita -le dijo Leonor Dot, tras cumplir su deseo y alzar el papel para leerla de nuevo.
Felisa García dudó un poco, pero no iba a permitir que nada la arredrase cuando ya había tomado una decisión.
– ¡Pues ya estoy harta! -exclamó-. ¡Yo quiero escribir esas cosas! ¿De qué me sirven en la cabeza? ¡Con la edad, se me ha convertido en un trastero y no encuentro nada de lo que necesito!
Leonor la miró con cariño y la cogió por los hombros.
– Claro que sí, Felisa. Yo te enseñaré. Podrás leer y escribirlo que quieras.
– Pero que no me cueste mucho -concluyó la cantinera, observando con resquemor el papel en el que Leonor Dot había plasmado su pensamiento sobre las brújulas.
Tras la visita que hiciera a Leonor Dot y a Camila, Markus Vogel no había vuelto a bajar al pueblo. Pero aquella mañana lo hizo, empujado por la ansiedad en la que vivía desde que Benito Buroy irrumpiera, tres días atrás, en su retiro de ermitaño. El alemán no podía soportar la espera del anunciado regreso de su asesino, y a todas horas creía detectarlo en el chasquido de una rama, en el aleteo de algún pájaro o en el gorgoteo de una ola filtrándose por entre los cantos de la playa. A ratos se sorprendía a sí mismo escondiéndose entre las rocas con la excusa de buscar un poco de sombra, encogiendo las piernas y agachando la cabeza, o echando a correr de improviso, el corazón desbocado, como un venado ante la sospecha de una presencia extraña. Pero Markus Vogel no se consideraba un cobarde. Tampoco era el tipo de hombre capaz de acostumbrarse a vivir huyendo. Debía admitir que la causa de su ofuscado comportamiento podía ser que llevara demasiado tiempo apartado del contacto con la gente. Cada vez le suponía un mayor esfuerzo convivir consigo mismo, reconocerse en las venas de las manos, en sus cicatrices y lunares, en sus hábitos y hasta en sus recuerdos, como si alguien ajeno a él fuera ocupando más y más parcelas de su cuerpo y de su pensamiento. Hablar en voz alta, que hasta no hacía mucho le servía para centrarse, le parecía ahora una conducta de locos, por lo que se obstinaba en un silencio inmutable que él mismo no podía soportar. La amenaza que significaba Buroy, la certidumbre de que antes o después regresaría para matarlo, había acabado por desbaratar el precario equilibrio que hasta entonces lo había mantenido en pie.
El caso es que Markus Vogel apareció por el pueblo con un aspecto más extraviado de lo habitual. Parecía un viajero que hubiera estado fuera mucho tiempo y que se sintiera desorientado por los cambios que había habido en el pueblo. Y alguno se había producido, en efecto. El camión aparcado delante de la Comandancia parecía esperar pacientemente a que le mostraran algún lugar por donde fuera posible echar a rodar; los frutos comenzaban a madurar en la higuera, que desprendía un olor profundo al deslizarse el viento por entre sus hojas grandes como abanicos; y Paco, además de dejarse perilla, lucía en el cuello una gruesa cadena dorada. Cualquiera que no lo conociera lo habría tomado por un corsario turco que hubiera sobrevivido milagrosamente al paso de los siglos. Aquella mañana se encontraba a un lado de la playa, sentado sobre una de las primeras rocas que cimentaban el muelle, descamando un besugo y limpiándolo en el mar.
Markus Vogel se detuvo junto a los bidones alineados a espaldas del cantinero. Intentó mover uno por saber si estaba lleno. Luego se aproximó al borde del muelle y contempló el campamento militar que se alzaba a lo lejos, en la parte de la bahía más resguardada del mar abierto. A lo largo de la costa se veían grupos de soldados que trabajaban en la pista que conducía hasta allí.
– Yo creía que era gasóleo para los faros -comentó Paco señalando los bidones con el cuchillo-, pero eso no es posible. Por tierra no habría manera de llevarlos. Vaya usted a saber para qué los quieren.
Cualquiera que no fuera el cantinero habría advertido, por la manera de mirarle el alemán, que él sí sabía para qué querían los bidones. Pero Paco se limitó a menear la cabeza, y de un tajo abrió el vientre del besugo. Le sacó las tripas y las tiró al mar. Al instante una nube de pececillos rodearon los despojos.
– ¡Qué cabrones! ¿Los ve? ¿Ve cómo saltan? Así son las cosas en esta mierda de vida. Si algo te va mal, allá van todos a sacar tajada.
– Usted se comerá el resto -observó lacónico Markus Vogel.
Regresó a la plaza. Tras echar un vistazo a la balconada desierta, se entretuvo observando el camión frente a la Co mandancia. Pero el soldado de guardia le hizo un gesto de rechazo con la mano y el alemán se alejó hacia la cantina. Al entrar se encontró con Benito Buroy, sentado a una mesa hojeando un periódico. No había nadie más. Markus Vogel se detuvo en seco notando que se le aceleraba el pulso. Reflexionó unos instantes y, sin saber qué hacer, retrocedió de espaldas hasta la puerta.
Benito Buroy alzó las cejas sorprendido de ver al ermitaño en el bar. Miró con inquietud hacia la cocina, deseando instintivamente que saliera Felisa García. No llevaba consigo la pistola. Sin atreverse a moverse de la silla, se maldijo por el exceso de confianza con que había actuado. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que el alemán pudiera atacar primero.
Los dos hombres se contemplaron en silencio. La sensación de peligro fue despejándose poco a poco hasta convertirse en una tensión que iba ganando intensidad, como un chirrido que les lastimara los tímpanos pero que no pudieran acallar.
– Busco a Felisa -dijo Markus Vogel, reaccionando el primero.
Había hablado para buscar refugio detrás de las palabras, pero también para ahuyentar la decepción. En el camino hacía el pueblo se había aterrado a la frágil esperanza de que su perseguidor hubiera abandonado la isla el mismo día en que decidiera no disparar contra él. Parecía evidente, sin embargo, que ninguno de los dos podía elegir otra opción ni cambiar la situación en la que se encontraba. Antes o después aquel hombre intentaría matarlo.
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