Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Por su forma de matar. Se ha convertido en un asesino experto, el brazo ejecutor del D'Anjou. El apodo se lo pusieron los genoveses, por su habilidad en no dejar rastro, se rumoreaba que después de derramar sangre, lo único que puede percibirse de él es el murmullo de una sombra desvaneciéndose. Muy poca gente conoce su rostro, vive en la sombra que proyecta Carlos d'Anjou y se ha convertido en una leyenda entre los espías.

– Pero vosotros sabéis quién es -afirmó Guillem.

– Sí, pero vamos quedando pocos. Guils, Jacques y yo, juramos encontrarle y ejecutarle, en un pacto de sangre. Bernard nos ha dejado a medio camino, sólo quedamos Jacques y yo.

– Contad conmigo, frey Dalmau, ocuparé el lugar de Guils. -No, Guillem, vos tenéis otro trabajo. Debéis buscar lo que robaron. La Sombra es nuestra tarea desde hace años. No debéis inmiscuiros en nuestra caza. Es algo personal que no tiene nada que ver con vos, ni con la Orden. Alejaos de D'Arlés.

– Frey Dalmau había hablado con autoridad, sin una vacilación.

– Pero es posible que matara a Guils, y si fue así, ¿por qué no le reconoció?

– Le reconoció, aunque tarde. Bernard nos envió un último mensaje con su nombre. Es posible que D'Arlés haya cambiado después de tantos años, o que encontrara la «máscara» perfecta para engañar a Bernard, no lo sé. Quizás estaba distraído, cansado… Es posible que nunca lo sepamos, ahora no es importante.

– Si la Sombra va detrás de lo que llevaba Guils, es posible pensar que es algo que interesa a Carlos d’Anjou. ¿No creéis, frey Dalmau?

Dalmau estaba absorto en sus propios pensamientos, con la mirada perdida en algún punto de la oscuridad. Tardó unos segundos en responder.

– De eso podéis estar seguro, muchacho.

– Entonces, necesito saber de qué se trata. ¿Qué era lo que Guils transportaba? ¿A quién iba dirigido? ¿Quién era su superior, de quién recibía las ordenes? -Las preguntas se agolpaban en la mente de Guillem.

Frey Dalmau lo miró fijamente, con preocupación. Ignoraba hasta qué punto aquel joven estaba preparado para dar el último paso. Bernard lo había protegido hasta el final, lo había alejado de aquella decisión que una vez ambos habían tomado y que había determinado sus vidas. Dudaba, a pesar de que las circunstancias parecían empujar al joven Montclar, hacia aquella delgada línea que, una vez cruzada, no tenía retorno. Debía pensarlo, no estaba seguro de que fuera la mejor solución. Esperaría y quizá Bernard, allá donde estuviera, le enviaría una señal que le guiara.

– Debéis buscar a D'Aubert, es muy posible que él sea el ladrón, y la pista del traductor de griego es un buen inicio. Concentraos en buscar toda la información posible del robo, no os preocupéis de nada más.

– ¿He de entender que vos seréis mi superior inmediato, frey Dalmau?

– Si ello os tranquiliza, así podéis pensarlo, Guillem.

El joven lo estudió con curiosidad, convencido de que podría darle mucha más información, pero no insistió. Sabía que no conseguiría nada, llevaba el tiempo suficiente con Guils para aceptar que hay respuestas que no existen. Necesitaba respirar aire puro con urgencia, aquel lugar le deprimía y la oscuridad empezaba a pesarle físicamente. Dalmau pareció intuir los sentimientos del joven y levantándose, dio por terminada la reunión.

Guillem salió al gran patio central de la Casa, respirando con fuerza, como si hubiera estada inmerso en una tinaja de agua durante demasiado tiempo. Se apoyó en el pozo que había en el centro, concentrando su mirada en el oscuro vacío. Imaginaba a Guils en el barco, alargando la mano hacia el cuenco de agua, sin prestar atención al rostro que se lo ofrecía, perdido en sus propias reflexiones. ¿En qué estaba pensando? Lo contempló mientras se acercaba el cuenco a los labios y bebía, distraído, sin sospechar que sería su último sorbo de agua, palpando su camisa para encontrar la seguridad de que «aquello» seguía allí. De golpe, recordó la silueta que había visto desaparecer en casa del anciano judío, ¿ la Sombra? Por un instante habían respirado el mismo soplo de aire.

Y frey Dalmau, desde luego, sabía mucho más de lo que decía, estaba seguro. Ya tenía demasiada información que asimilar, pensó: sombras y reliquias, traiciones y muertes. ¡ La Santa Esponja! ¿Quién podía creerse tal cosa? El rey de Francia, por ejemplo. ¡Por los clavos de Cristo, aquello era un monumental laberinto! Se arrepintió de la maldición y, por un breve momento, deseó estar en la seguridad de la capilla, junto a sus hermanos, en el orden regular de los rezos, sin sorpresas ni sobresaltos.

– Abraham, esto es una auténtica maravilla. -Frey Arnau acariciaba, con delicadeza, la página del manuscrito, casi con veneración.

– Estoy de acuerdo con vos, Arnau, es una auténtica maravilla. Incluso su título, El Tesoro de la Vida, expresa con fuerza sus extraordinarias palabras. Debemos evitar que caiga en malas manos, amigo mío, encontrarle un refugio seguro lejos del peligro de las llamas.

Abraham se expresaba con excitación, sus mejillas enrojecidas por la fiebre, mientras reseguía cada página, cada línea del manuscrito que el boticario sujetaba con respeto. Ambos lanzaban frases de admiración, vencidos por el verbo luminoso del sabio judío.

– Podéis estar seguro, Abraham, de que este tesoro no alimentará ninguna hoguera y, si lo creéis necesario, os lo prometo por mi propia vida. Encontraremos el lugar más seguro para que nada ni nadie pueda amenazar su existencia.

– Gracias, amigo mío, no sabéis la ayuda que me estáis ofreciendo, vuestra fortaleza compensa mi debilidad. -Animaos, Abraham, pronto os habréis recuperado. Tenemos mucho que pensar y mucho que hacer. -Frey Arnau apretaba una de las manos del anciano entre las suyas, transmitiéndole todo el calor y la vitalidad que necesitaba.

Unos golpes en la puerta sobresaltaron a los dos hombres y el pánico se reflejó en el rostro de Abraham. El boticario se levantó de un salto, guardando el manuscrito en el maletín del médico e indicándole, con gestos, que guardara silencio. Si hasta entonces aquel escondrijo había resultado seguro, pensó, que siga siéndolo.

– ¡Ahora voy, enseguida abro la puerta, un momento por favor! -gritó Arnau, dirigiéndose a la puerta y lanzando gestos tranquilizadores hacia Abraham.

Guillem asomó la cabeza, sorprendido por encontrar la puerta cerrada y ante la expresión de los dos ancianos.

– ¿Qué ocurre? ¿Habéis visto a un fantasma? No he dormido mucho y es seguro que tengo mala cara, pero no me imaginaba que fuera algo tan espantoso.

– ¡No, no, muchacho, no es eso! Lo que ocurre es que estos dos viejos se habían dormido corno marmotas y vuestra llamada nos ha despertado de golpe -le contestó frey Arnau, con una risita nerviosa.

El joven los observó con escepticismo. Frey Arnau era un pésimo mentiroso y Abraham, pese a sus esfuerzos, conservaba una mirada de pánico en sus ojos. El boticario mantenía una sonrisa rígida, como si la hubiera cogido prestada y todavía le faltara encajarla en el lugar correspondiente. Algo le ocultaban, aunque procuró disimular y conformarse con la explicación que le habían dado.

– Bien, me alegro de veros más animado, Abraham, porque necesito de vuestra ayuda.

– Contad con ella, muchacho. Este pobre enfermo hará lo que pueda para ayudaros. -Las manos de Abraham todavía temblaban.

– Bien, necesito encontrar a un traductor de griego -soltó Guillem, escuetamente.

– ¿Un traductor de griego? -repitió frey Arnau, sorprendido-. Pues no tenéis que ir demasiado lejos, tanto Abraham como yo conocemos el idioma.

– Muy agradecido, pero yo también conozco el idioma. No se trata de esto, caballeros. Veréis, necesito al tipo de traductor que un ladrón escogería, alguien sin escrúpulos pero con cono cimientos y que por un buen puñado de monedas sepa guardar un secreto.

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