Viendo la cara de perplejidad de sus amigos, Guillem les puso al corriente de sus últimas pesquisas.
– Creo que vais por buen camino -asintió Abraham-. Lo que Guils ocultaba tenía que ser de pequeño tamaño, quizás un manuscrito o documentos, posiblemente escritos en esta lengua.
– O acaso papeles del fraile al que también robó. -Arnau estaba pensativo-. Sea lo que sea, podemos deducir que estaba escrito en griego y que el ladrón lo necesita traducir para averiguar si tiene algún valor.
– O para tirarlo al mar si cree que no puede sacarle beneficio -sugirió Guillem-. Lo realmente seguro es que, tratándose de un objeto robado, recurra a alguien que no le reporte problemas con la ley. ¿Comprendéis lo que estoy buscando? -Leví, el cambista. -Abraham dijo el nombre sin dudar. Guillem se lo quedó mirando, en tanto frey Arnau entraba en profunda meditación, absorto en el nombre que su amigo había dicho. Finalmente, el boticario levantó la cabeza, en un gesto de asentimiento.
– Sois un clarividente, Abraham, no se me hubiera ocurrido. Pero sí, es una posibilidad acertada que encaja con las necesidades del ladrón, de ese tal D'Aubert, como un anillo al dedo. Leví responde a todas las características que buscáis, Guillem, si hay un negocio turbio en esta ciudad, a buen seguro que el
bolsillo de Leví aumentará de peso. Tiene magníficas relaciones con los bajos fondos y una reputación que asustaría a cualquier buen cristiano… y a todo buen judío.
Las palabras del boticario arrancaron una sonora carcajada de Abraham, divertido ante su turbación.
– Leví es escoria, Guillem -dijo, todavía riendo-, pero hay que reconocer que es un tipo listo. No es fácil seguir viviendo entre tantos criminales a los que conoce y de los que sabe demasiado. Creo que debes tener mucho cuidado con él, muchacho, es astuto como un zorro y no se dejará engañar fácilmente.
– Podemos considerar que tiene un punto débil -dijo Arnau mirando a Abraham, cómplice-, su vanidad excede a su inteligencia, está convencido de ser alguien muy importante.
Ambos estallaron en carcajadas, ante el asombro de Guillem que, por un instante, pensó que habían perdido la razón. -Debéis perdonarnos, muchacho -exclamó Abraham, sacudido por la risa-, pero Leví es un personaje que nos ha proporcionado momentos hilarantes a ambos, aunque a prudencial distancia. Lo comprenderéis en cuanto le veáis.
– Es por su forma de vestir -añadió Arnau, sin dejar de reír.
– Por lo visto será difícil que me equivoque de persona, caballeros. Me alegra veros de tan buen humor y espero a mi regreso no sobresaltar vuestro tranquilo sueño.
Guillem no había podido evitar el sarcasmo, pero se arrepintió al momento. Las carcajadas de los dos ancianos pararon en seco y el miedo reapareció en las pupilas de Abraham. El joven salió de la estancia con una profunda sensación de culpa y pesar por haber estropeado aquel momento de placer. -Sospecha, Arnau, este muchacho sospecha de nosotros -murmuró Abraham cuando Guillem hubo cerrado la puerta tras él.
– No me extraña, Abraham, le hemos recibido como si se tratara del mismísimo Satanás, ¡Por el amor de Dios!, debe estar convencido de que le ocultamos algo.
– Y con toda la razón, amigo mío, somos un desastre disimulando.
– De todas formas, no debemos preocuparnos por Guillem, Abraham. Es un buen chico. Incluso he estado tentado de confesarle nuestro problema, pero ya tiene bastantes preocupaciones con las que cargar. Esto debemos llevarlo sobre nuestras espaldas y si flaquean, entonces le pediremos ayuda. Merece toda nuestra confianza, además, ¡por todos los santos, Abraham, tampoco somos tan viejos!
– Estoy de acuerdo en cuanto a Guillem, pero en lo demás… somos viejos, Arnau, dos mulas viejas, ésa es la realidad. -Me alegro profundamente de que después de veinte años de amistad, te hayas decidido a tutearme aunque sea para decirme mula vieja. Pero es hora de descansar, viejo obstinado, tantas emociones acabarán contigo.
Arnau reclinó a su amigo en el lecho y lo abrigó. Después, se sentó a su lado, montando guardia, como en los viejos tiempos. Acariciaba el pequeño puñal que guardaba entre sus ropas, la edad no le había hecho olvidar su manejo, acaso más lento pero no por ello menos preciso. Estaría preparado y vigilante.
Capítulo VI Leví el cambista
«¿Estáis sano de cuerpo y libre de toda enfermedad aparente? Porque si se probara que sois víctima de alguna antes de que seáis nuestro hermano, podríais perder la Casa, cosa de la que Dios os guarde.»
Guillem de Montclar salió de la Casa en dirección al barrio de Santa María del Mar. Parecía que todo lo que estaba sucediendo le empujara, de forma obstinada y tenaz, hacia el mismo camino.
«Salgo del punto de partida para volver a él -pensó-, como si girara dentro de un círculo cerrado del que no puedo salir.» Se sentía atrapado, dando vueltas a un mismo eje: «Guils, Guils, Guils».
En aquella ocasión, no siguió la línea recta en dirección al mar, sino que se encaminó hacia el norte. Iba encorvado, sumido en sus pensamientos, reflexionando en la mejor manera de enfrentar al viejo cambista para aprovecharse de sus debilidades. Recordaba las explicaciones de sus experimentados amigos: «Lo verás sólo entrar en el lugar de los Cambios -le habían dicho- como un pavo real entre un rebaño de cabras, vestido de sedas y oropeles, viejo y enteco como una ciruela secada al sol del mediodía y con unos ojos de pajarraco carroñero, avistando nuevas presas, en tanto su puntiaguda barba protege su bolsa. No hay pérdida, muchacho, Leví es la excentricidad hecha carne».
Mantenía una cuidadosa vigilancia a su alrededor. Desde que conocía la naturaleza de la Sombra, no estaba dispuesto a descuidar su protección. Su mirada, aunque pareciera distraída, no dejaba de observar cada centímetro de calle y a cada individuo que se cruzaba con él. Se acercaba la hora del mediodía y un cálido sol atravesaba las estrechas callejuelas por las que deambulaba, hasta que desembocó en el lugar donde se agrupaban los artesanos de la plata. Un sonido agudo y repetitivo salía de los talleres, en donde los operarios se afanaban con sus pequeños martillos de metal. De improviso, aflojó el paso, como si un gran interés le hiciera detenerse ante el trabajo de un aprendiz que, con cara de aburrimiento, bruñía un candelabro. No captó ningún brusco cambio de ritmo en el andar de las gentes, todo parecía estar en orden.
A medida que se acercaba al lugar de los Cambios, su rostro empezó a sufrir serias transformaciones, acentuándose el aire distraído e ingenuo, un paso vacilante e inseguro, como si no estuviera demasiado convencido de adónde ir. Al desembocar en la amplia zona donde los cambistas tenían instaladas sus mesas, un nuevo Guillem apareció a la luz del mediodía, más joven e inseguro, con alguna grave preocupación que le contraía el rostro, vacilante y con las manos tironeando de la capa, incapaces de mantenerse quietas.
Sólo entrar en la plazuela, descubrió a su objetivo y comprendió que Abraham y Arnau no habían exagerado lo más mínimo. A unos metros, en un rincón detrás de su mesa, el pavo enseñaba las plumas sin el menor recato, vestido con las mejores sedas y alhajas, con su puntiaguda barba recortada con esmero y hablando con un incauto que le escuchaba con desconfianza. Guillem se acercó, mirando en todas direcciones, como si se hubiera perdido, cada vez más encorvado.
– Ése es un interés muy alto, Leví. -El cliente hablaba en tono suplicante-. Es un riesgo que excede mis posibilidades. Además, mi amigo Bertrand, el naviero, me ha comentado que ofrecéis un interés que, a la vuelta, se duplica milagrosamente. Ya sabéis que esto no es legal y que puede traeros muchos problemas.
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