Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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Bajaron durante un tiempo que al joven le pareció interminable, sobre todo por la estrechez del pasadizo. No era la primera vez que se encontraba en un lugar como éste. Recordó los pasadizos del castillo templario de Monzón, un auténtico laberinto subterráneo, donde Guils le había enseñado a orientarse. A oscuras, solo, perdido en la oscuridad de los túneles. «Sabes lo necesario para salir, chico, cuando lo consigas, comerás.» La primera vez se había pasado tres días perdido, sin comer, con el minúsculo frasco de agua vacío, hasta que Bernard lo encontró, desmoralizado y desfallecido. La segunda vez tardó veinticuatro horas, pero la orgullosa mirada de aprobación de Bernard fue mucho mejor que una copiosa comida y una jarra de buen vino. Sin embargo, nunca se acostumbró al fuerte olor a humedad, a tumba vacía, que parecía que saliera de la misma piedra viva. Guils los llamaba «lugares seguros», y para eso estaban, para reunirse o para fugarse, dependiendo de la circunstancia. «Y para esconderse, chico, como conejos en medio de una cacería.»

Desembocaron en una gran gruta natural. Grandes piedras se amontonaban en uno de sus lados, columnas con capiteles, derribadas. Una colosal estatua de la diosa Cibeles, mutilada sin manos, su hermoso rostro ladeado, mirando con la majestad de un dios que contempla, hierático, el dolor humano. Guillem reflexionó sobre ese imperio, que se creía inmutable e imperecedero y que había caído. Tal vez, en realidad, era la memoria la verdadera guardiana de la inmortalidad.

Diferentes túneles salían de una de las paredes de la cueva, un murmullo de agua de otro sumergido en la sombra. De repente aparecieron frente a una amplia sala con una mesa y varios asientos. Frey Dalmau se sentó, invitándole a hacer lo mismo.

– Y ahora que estamos tranquilos, Guillem, necesito saber dónde oísteis hablar de la «sombra», a quién y en qué circunstancias. Comprendo que os sorprenda mi demanda. No sabéis quién soy ni me conocéis demasiado, e ignoráis si podéis confiar en mí. Sin embargo, os ruego que lo hagáis.

Guillem pensó durante unos momentos. Su situación no era fácil, no sabía a quién acudir y desconocía qué ordenes debía seguir. La muerte de Guils escondía algo mucho más importante que un simple asesinato por robo, de eso estaba seguro, aunque ya no sabía qué pensar. Necesitaba confiar en alguien y Dalmau no le parecía una mala opción, era posible que pudiera indicarle a quién debía recurrir.

– Si os lo cuento, pondré en peligro vuestra vida. -Correremos ese riesgo -respondió Dalmau, paciente. Y Guillem empezó a hablar. Primero, con cautela, buscan do las palabras apropiadas; después, como si una necesidad vital lo impulsara a confiar a alguien toda aquella absurda historia. Dalmau escuchaba, y no quiso interrumpirle ni una sola vez, dejándole hablar libremente de Bernard, de lo que éste había significado en la vida del joven, de su desorientación sin él. Cuando Guillem terminó, se sintió seco y vacío, y permaneció en silencio. No sabía nada de su trabajo, ni de la muerte de Guils, los cinco años a su lado no le habían servido de nada. Frey Dalmau pareció comprender su estado de ánimo, la voz interior que atormentaba al joven.

– Creéis que Bernard no confió en vos y esto os hace daño. Pero creo que os equivocáis, Guillem, él no esperaba este final, era una previsión difícil de hacer. Es posible que, durante este tiempo, lo único que intentara fuera protegeros, adiestraros y al mismo tiempo, alejaros de las consecuencias de vuestro trabajo. Quizás os estaba regalando tiempo para que tomarais una decisión.

– Vos sabéis lo que quiso decir, sabéis qué significa la «sombra». -Guillem se aferraba a su única pista. No quería pensar en Bernard, en los motivos por los que le había dejado en la ignorancia.

– Sí, lo sé y no me gusta. Prueba de ello es que él está muerto.

– ¿Por eso este lugar? ¿Y tanto secreto?

– No, muchacho. -Dalmau contestó de forma tajante-. No se trata de nuestra seguridad, sino la de los otros. Nadie que sepa de la Sombra tiene una larga vida, y sería estúpido y superficial poner en peligro a los miembros de esta comunidad, ¿no creéis? Estamos aquí para evitar más muertes inútiles.

Frey Dalmau miró largamente al joven, calibrando sus aptitudes, y continuó.

– Ésta es una historia de espías, Guillem, un mundo aparte, irreal. Ya sabéis que ésta es una profesión que no existe, no hay espías en el Temple ni en Roma, no los hay en las Cortes reales ni en los caballeros Hospitalarios, ni en los Teutónicos. Los espías no existen y el mundo puede dormir tranquilo. Guillem sonrió ante la ironía del administrador, pero sabía que decía la verdad. Nadie aceptaba que hubiera espías, pero mientras tanto su número crecía de forma alarmante, desde las cancillerías hasta los conventos.

– La Sombra es un hombre que, en un tiempo, tuvo una estrecha relación con nosotros. Con Guils, conmigo y con el Temple. Su nombre, o el que dio al ingresar en la orden, era D'Arlés, Robert d'Arlés. Era un joven muy atractivo, con una gran cultura y una habilidad especial para los idiomas. Escaló puestos en la orden rápidamente, hasta que llegó a los que empezaban a llamarse «servicios especiales», con Guils y conmigo. -Dalmau calló un momento, inspirando hondo, como si no le fuera agradable recordar.

– Trabajamos varios años juntos, sin problemas. Éramos un buen equipo. Hasta 1251 no empezaron los conflictos. Hacía ya un tiempo que habíamos detectado filtraciones importantes en nuestra orden y varios compañeros habían muerto en extrañas circunstancias. Estábamos realmente preocupados, eran tiempos difíciles y la cruzada de Luis en Egipto había sido un desastre. Toda Tierra Santa lo estaba pagando muy caro. -¿Luis de Francia?

– El mismísimo rey de Francia, instalado en San Juan de Acre después del desastre de Damieta. Aquella matanza habría podido evitarse. Nosotros habíamos insistido en la necesidad de recuperar Jerusalén y dejar la campaña egipcia para más adelante, pero todo fue inútil.

– Los franceses estaban más preocupados por conseguir el poder en Occidente, frey Dalmau, igual que el Papa. La muerte del emperador Federico y la desintegración del imperio era un enorme pastel, una gran tarta de colores llamando a los comensales.

– Sí, tenéis razón, un apetitoso pastel…, todavía lo es, a pesar del tiempo transcurrido. -Dalmau resopló en un gesto de disgusto-. Siria y Egipto estaban en guerra entonces y no negaré que los intereses de la Orden estaban con los sirios, lo que nos iba a traer graves problemas. Siria acababa de tener una grave derrota y ofreció al rey Luis la ciudad de Jerusalén, a cambio de una alianza militar contra Egipto. Era una propuesta tentadora, sobre todo después de Damieta. Luis podía recuperar su fama y convertirse en el héroe de la cristiandad, algo que él deseaba. Sin embargo, entre esta halagadora propuesta y el rey, se encontraban los miles de cautivos cristianos encerrados en las mazmorras egipcias. Era un asunto delicado, los nobles le presionaban con la amenaza de que si pactaba con los sirios, Egipto mataría a todos los cautivos.

– ¿No fue por aquel tiempo que saltó el escándalo Vichiers? -comentó Guillem.

– Estáis bien informado, muchacho. En medio de aquella delicada situación, alguien susurró al oído del rey Luis que el Temple mantenía negocios con los sirios. Como veis, las filtraciones en nuestro servicio iban de mal en peor y todos nuestros esfuerzos para atrapar al traidor habían sido inútiles hasta entonces. Nos costaba creer que fuera uno de los nuestros, que estábamos alimentando a la serpiente en nuestras propias entrañas.

– ¿Cuál fue la reacción del rey?

– Luis montó en cólera contra el Temple, no podía creer que alguien moviera un dedo sin su divino consentimiento. Planeó una humillación sin precedentes para la orden, y el comportamiento del entonces Gran Maestre, Vichiers, le hizo caer en la ignominia para el Temple. Su nombre debería ser borrado de nuestros Libros.

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