Se ordenó a sí mismo alejarse de pensamientos sombríos, que sólo iban a conseguir que le estallase la cabeza. Debía apresurarse porque frey Dalmau lo esperaba y necesitaba tener la mente despejada y clara para escuchar lo que tenía que decirle.
Abraham despertaba de su sueño con dificultad, pensando que su buen amigo Arnau le había suministrado algún calmante en la sopa, para paliar el dolor de su cuerpo y de su mente. Había oído, en la lejanía de la inconsciencia, la voz del joven Guillem y los murmullos del boticario, y éstos le habían traído de vuelta a la realidad.
Su cuerpo estaba cansado y débil. La enfermedad avanzaba inexorable, paso a paso, sin ninguna prisa. Pensó en Nahmánides, su viejo compañero, y en el encargo que éste le había hecho. Confiaba en él y temía decepcionarlo, no tener las fuerzas necesarias para llevar a buen fin su misión. Tendría que fiarse de Arnau. Sólo pensar que el manuscrito de Nahmánides pudiera caer en malas manos le aterraba, aquel hermoso libro no podía convertirse en ceniza.
– ¡Arnau, Arnau! -Su voz era débil, casi un murmullo.
– Aquí estoy, mi buen Abraham, a vuestro lado. -Arnau había acudido al instante, con cara de preocupación-. No debéis inquietaros, descansad, ya habéis abusado demasiado de vuestras fuerzas. Os dije y os repetí que no estabais en condiciones de partir. Un viaje tan difícil y…
– Debo hablar con vos urgentemente, Arnau -le cortó el anciano judío, intentando incorporarse.
– Vos y yo no tenemos edad para urgencias, os conviene descansar y hablar poco.
– Arnau, no seáis obstinado y ayudadme, os digo que tengo que hablar con vos. -La voz de Abraham se había recuperado y en su tono había enfado e irritación, cosa que sorprendió a su compañero.
– ¡Está bien, está bien! -respondió el boticario, colocando varios almohadones en la espalda del enfermo-. No niego que puedo ser muy obstinado en ocasiones, Abraham, pero vive Dios que vos me superáis ampliamente. ¡Qué carácter! No sabéis estar enfermo.
– Callad y escuchad con atención -cortó Abraham en seco-. Si lo hacéis, comprobaréis la urgencia del tema que me preocupa, y si no os lo he contado antes es porque temía crearos problemas. Y creedme, es un tema que puede causaros innumerables complicaciones.
– Me estáis asustando, amigo mío, y eso no es fácil. Creía que confiabais en mí y que nuestras diferentes circunstancias personales no afectaban a nuestra relación.
– Lo siento, Arnau, pero esto no tiene nada que ver con la confianza, sino con el miedo -murmuró Abraham, mirando con franqueza al boticario-. Sabéis que estoy enfermo, enfermo y cansado, me queda poco tiempo y la muerte se ha convertido en una compañía incómoda, invisible, y no se aparta de mí. No puedo arriesgarme a morir sin confiaros el último deseo de otro viejo amigo.
– El querido Bonastruc de Porta. Claro que para ti siempre será Nahmánides -le interrumpió Arnau, mirándole con ironía.
– Pero ¡cómo podéis saberlo!
– Sois un viejo judío terco y tonto -suspiró el boticario con paciencia-. Por mucho que disimularais vuestro viaje a Palestina con los motivos más inverosímiles, sabía que queríais despediros de vuestro estimado amigo. En vuestro estado, la razón tenía que ser muy importante y lo comprendí de inmediato, pero reconozco que me dolió que no confiarais en mí. Vos sabéis lo mucho que apreciaba a Bonastruc y lo injusto que me pareció todo lo que hacían con él. Me enfadé con vos, lo confieso, pero no tardé mucho en rezar por vuestro retorno, a mi Dios y al vuestro, por si acaso.
Abraham lo contempló con ternura y afecto. Su amigo tenía razón, habían compartido una excelente amistad durante años y sus diferentes creencias no habían alterado su relación, sino al contrario, ambos se habían enriquecido con sus diferentes conocimientos, intercambiando información y ciencia.
– Tenéis toda la razón, Arnau, soy un judío tonto y cansado y estoy asustado, muy asustado. Por primera vez, la idea de
la muerte me atemoriza, como si viviera un inmenso vacío sin futuro ni esperanza en el que de nada me sirven todos mis estudios y conocimientos.
– Os pasa lo mismo que al resto de la humanidad, Abraham, pero como sois más sabio en conocimientos, más orgulloso en realidades -contestó el boticario, con la risa bailándole en los ojos-. Sin embargo, si lo que os preocupa es morir ahora, ya os lo podéis quitar de la cabeza. Moriréis algún día, de eso no cabe ninguna duda, pero no ahora. Os recuperaréis poco a poco. Dentro de unos días os encontraréis mucho mejor y esos lúgubres pensamientos desaparecerán. Os lo dice un buen boticario.
– Os haré caso y me cuidaré, pero de todas formas tengo que hablaros de algo muy importante para mí. Como sospechabais fui a Palestina a ver a Nahmánides y también para cumplir uno de sus deseos. Ya sabéis el triste destino de todas sus obras, quemadas en la hoguera, pero yo… Bien, será mejor que os lo enseñe. Traedme mi maletín y ruego a Dios que esto no os reporte grandes males.
Guillem golpeó un par de veces la puerta de la Sala Capitular. Una voz le ordenó que pasara y, al entrar, se encontró en una habitación muy hermosa. Paneles de madera noble cubrían parte de sus paredes y una amplia chimenea de piedra y mármol, esculpida, proyectaba destellos de luz en el artesonado del techo.
– Pasad, Guillem. Supongo que frey Arnau os ha comunicado los problemas de salud de Abraham y la imposibilidad de emprender nuestro viaje.
Dalmau estaba cerca del hogar, en pie, observándole con afecto. Le pareció más alto y más joven, como si fuera la mesa de administrador que tenía en el alfóndigo la que añadiera años a su figura. Sus ojos, de un gris claro, se hundían tras unas considerables ojeras y, sin embargo, su mirada transmitía serenidad. Su rasgo más característico era su extrema delgadez, casi exagerada en comparación con su altura.
– Parecéis sorprendido -le dijo-. Mucha gente cree que soy una continuación de mi mesa y cuando me levanto, impresiono a más de uno. A Guils le divertía mucho esto, decía que me había convertido en una letra de cambio andante… y creo que no le faltaba razón.
– Ignoraba que conocierais tan bien a Bernard.
– No teníais modo de saberlo, muchacho. Fuimos juntos a Tierra Santa, muy jóvenes, y juntos entramos en el Temple. Durante algunos años, compartimos este trabajo que ahora es el vuestro, una tarea difícil y anónima. Y peligrosa. Después nuestros caminos tomaron rumbos diferentes, pero nuestra amistad continuó.
Guillem le escuchaba con atención. No le había extrañado el pasado de espía de frey Dalmau, había comprobado su habilidad en la observación, su fino olfato de sabueso adiestrado.
– Habéis conseguido una buena máscara -le dijo, sin dejar de observarle.
– Comprendo. Habláis de la vieja teoría de Guils de cómo disfrazarse sin tener que hacerlo. -Dalmau soltó una estruendosa carcajada que contagió al joven-. Un magnífico concepto, no lo dudo, aunque no todos teníamos la extraordinaria capacidad de Bernard para aplicarlo. Os aseguro que provocó muchas polémicas entre nosotros, sobre todo porque yo necesitaba muchos elementos de camuflaje para pasar desapercibido, y Guils se partía de risa con mis disfraces. De ahí viene la broma de la letra de cambio, comentaba que por fin había entendido la filosofía de la «máscara» y que sin añadir nada a mi persona, me había convertido en el administrador más convincente del puerto.
Ambos se contemplaron, riendo, recordando las bromas del amigo desaparecido, cerca de la calidez del fuego que ardía en la chimenea.
– Bien, Guillem, tenemos asuntos de los que hablar.
La gravedad había vuelto al rostro de frey Dalmau. Le indicó con señas que le siguiera y se encaminó hacia uno de los paneles de madera que cubrían la pared. Guillem se fijó en la hermosa rosa del Temple, tan finamente trabajada, que llenaba todo el espacio del panel. También observó los distintos símbolos grabados a lo largo del muro de la Sala, diferentes todos, y se preguntó si en cada lado de la habitación habría el mismo orden. Frey Dalmau manipuló un mecanismo, oculto a la mirada de Guillem, y el panel se deslizó a un lado, sin casi un sonido. Entró tras Dalmau a un oscuro agujero donde unos escalones de piedra descendían hacia el fondo, con dificultad al principio, medio encorvado y con la roca del techo rozándole la espalda.
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