Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Pero ¿qué tiene que ver la Sombra en todo esto? -Guillem perdía el hilo y la paciencia.

– La Sombra era nuestro traidor, muchacho. El que desvelaba a oídos franceses y papales nuestros secretos, por eso os he puesto en antecedentes, para que podáis calibrar el peso de su traición.

– Creo recordar que Luis no llegó a pactar con nadie, ni con sirios ni con egipcios.

– Cierto, se quedó donde estaba, sin Jerusalén ni cautivos, pero muy irritado con el Temple. ¿ Conocéis la obsesión de Luis por las reliquias?

Guillem hizo un gesto negativo, desconcertado por el cambio en la conversación.

– Veréis, Luis creía que las reliquias eran portadoras del Cielo y que cuantas más poseyera, más Cielo tendría. Tenía la colección más increíble de la historia, amigo mío, y os la puedo recitar de memoria de tanto que se hablaba de ellas: la corona de espinas y un fragmento de la Vera Cruz, compradas en Constantinopla por un precio fabuloso; la Santa Lanza, los Santos Clavos, la Santa Esponja…

– ¿ La Santa Esponja? -murmuró Guillem, estupefacto. – La Túnica Sagrada, un trozo del Santo Sudario, un trozo de la toalla que María Magdalena usó con Jesucristo -Dalmau seguía la lista imparable-, una ampolla con leche de la Virgen y otra con la Divina Sangre… En fin, cuando acabó con el Nuevo Testamento, empezó con el Antiguo. Al mismo tiempo, las arcas de los comerciantes bizantinos, venecianos y genoveses se llenaban con fortunas colosales. Cada día salía a la luz una nueva reliquia, y no sé cómo el tesoro francés pudo soportar un saqueo parecido. Bueno, el caso es que en las reliquias está el principio y fin de esta historia, muchacho, aunque os sea difícil de creer.

– Tendréis que perdonarme, frey Dalmau, pero no veo la relación.

– No me extraña, Guillem. Todavía hoy me admira la complicada e increíble historia en que nos metió D'Arlés, sólo para salvar el pellejo. Habíamos conseguido encontrar la pista definitiva que nos llevaría al traidor, cuando D’Arlés se presentó para comunicarnos que había encontrado una reliquia auténtica, que había hablado con nuestros superiores y que se había decidido que su búsqueda era prioritaria. Había que encontrarla para ofrecérsela al rey de Francia y calmar así su cólera contra la orden.

– ¿Y os lo creísteis?

– Sí y no, nos creímos lo que decía D'Arlés, pero no nos creímos la naturaleza de la reliquia en cuestión. Llevábamos dos meses en el desierto, aislados de nuestros compañeros, únicamente en contacto con nuestros informadores árabes, y no os miento si os digo que estábamos exhaustos. Pero, por fin, habíamos logrado abrir una brecha en nuestra investigación, un camino que nos llevaba, directo, al nombre de nuestro traidor. Y aparece D'Arlés con una historia demencial.

– ¿Qué debíais buscar, una sandalia de Nuestro Señor o el mendrugo que sobró de la Santa Cena?

– ¡Oh, no, amigo mío! Se trataba del Manto de la Virgen. D'Arlés juró que su plan había sido aprobado y que debíamos partir de inmediato, que el comerciante que poseía la reliquia nos estaba esperando y que nuestros superiores habían insistido en que fuéramos nosotros los encargados de la misión, ya que no deseaban más filtraciones. Tuvimos una reunión de urgencia, no podíamos abandonar nuestra investigación en el punto en que se hallaba, y para nosotros lo prioritario era encontrar al traidor. Decidimos enviar a Jacques el Bretón para que continuara, pensando que en un par de días nos reuniríamos con él. Guils estaba furioso, convencido de que nos habíamos vuelto completamente locos y aullando que no daría ni un paso hasta tener la confirmación del maestre para aquella demencial misión. Pero estábamos muy lejos de San Juan de Acre y D'Arlés jugó muy bien su papel.

– Pero vosotros todavía desconocíais el nombre del traidor. -Así es. Jacques el Bretón lo averiguó dos días más tarde, y nosotros fuimos capturados y encerrados en una mazmorra siria. Mientras tanto, D'Arlés se escapaba a Francia, a convencer al rey Luis.

– ¿Qué ocurrió?

– Cuando llegamos al lugar indicado, D'Arlés dijo que se adelantaba para recibir al individuo del Manto, mientras nosotros aligerábamos las monturas. Pero no había ningún comerciante ni Manto: D'Arlés nos había vendido y fuimos atacados y capturados, Guils, mi hermano Gilbert y yo. Pasamos dos años en aquella mazmorra, mi hermano murió allí, y nosotros también hubiéramos muerto de no ser por Jacques el Bretón. Nos encontró, nos sacó de aquel inmundo agujero y nos contó lo que había ocurrido.

– ¿Y D'Arlés?

– Se presentó ante el rey de Francia con un mugriento trapo, jurando que se trataba del Manto de María. Contó que el Temple tenía escondida la reliquia porque tenía propiedades milagrosas de curación, que él, en persona, había insistido en donarla al rey, pero que la orden se lo había prohibido. Dijo que su fidelidad a Luis era mayor que la que sentía por el Temple, que suplicaba su protección porque la orden había puesto precio a su cabeza y que, al mismo tiempo, le suplicaba discreción. Que a pesar del gran sufrimiento que le había causado la orden, conocía la valentía y honradez de muchos de sus miembros y no quería ofenderlos, por ello rogaba al rey que sólo comunicara al Gran Maestre el resultado de su acción y que quedara secreto para el resto. Luis estaba encantado, con el trapo, con D'Arlés y con la idea de soltarle una dura reprimenda al maestre Thomás de Berard. Pero mi hermano Gilbert estaba muerto y tanto Guils como yo habíamos perdido dos años encerrados, sin saber nada.

– Podríais haberle descubierto.

– Lo intentamos. También lo intentó el maestre Berard, pero Luis no quiso oír nada. «Francia no necesita ni tiene espías», le dijo, negándose a escuchar cualquier hecho delictivo de D'Arlés, ni tampoco a poner en duda la autenticidad de la reliquia. Ya os he dicho que estaba encantado. En cuanto a D'Arlés, podéis suponer que se hizo un nombre en la corte y se convirtió en el brazo derecho de Carlos d'Anjou, el hermano menor de Luis. Berard estaba convencido de que siempre había trabajado para él y es posible que tuviera razón.

– ¡Carlos d'Anjou! Un hombre ambicioso -dijo Guillem, asombrado por toda la historia.

– Eso es decir poco, querido muchacho. Es un hombre sin escrúpulos, con un servicio de espionaje digno de un rey, y que tiene en su centro a D'Arlés. Ambos son almas gemelas, no se detendrán ante nada, ni tan sólo ante el Papa que ahora come en su mano.

– Recuerdo unos versos que me enseñó Guils, no hace mucho. -Guillem se concentró para recordar mejor el poema-. Creo que son de uno de nuestros hermanos.

El Papa prodiga indulgencias a Carlos y a los franceses para luchar contra los lombardos y, en contra nuestra, da pruebas de gran codicia, ya que concede indulgencias y dona nuestras cruces a cambio de sueldos torneses.

Y a cualquiera que quiera cambiar la expedición a Ultramar por la guerra de Lombardía nuestro legado le dará poder, puesto que los clérigos venden a Dios y las indulgencias, por dinero contante.

– Versos del templario Ricaut Bonomel, muchacho, que explican claramente cuál es la situación actual. -Dalmau bajó la mirada, abatido-. Carlos d'Anjou no se detendrá ahora, ha conseguido que el Papa apoye y financie su ambición en Sicilia y que, a través de él, aniquile a toda la dinastía del emperador Federico, los Hohenstauffen. Sin embargo, su ambición va más lejos, hacia Constantinopla, el viejo imperio de Oriente. Tierra Santa abandonada a su suerte, en tanto el Papa desvía dinero y gentes para Carlos, en el corazón de Occidente, en una guerra de cristianos. Son malos tiempos para nosotros, Guillem.

– ¿Por qué la Sombra? ¿Por qué este nombre? -preguntó el joven, interesado.

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