Miguel Delibes - Diario de un cazador
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Esta mañana me topé con la de Alemán, de palique con el de Gimnasia en el sofá de la Sala de Profesores. Detrás mío entró el de Francés y les vio lo mismo que yo, pero como el de Gimnasia es un tipo con una espalda como un encerado, se hizo el tolondro y pasó a la Secretaría sin saludarles. Yo ya me olía la tostada, y cuando sonó el timbre sin dejarlo, ya sabía por dónde iba. El de Francés se puso guapo, aunque no llevaba razón. Le dije lealmente que no le vi salir de Secretaría y que le hacía arriba. Él dijo que mi obligación era estar abajo y no preocuparme de si él entraba o salía en Secretaría. Le dije entonces que si abandoné mi puesto fue por subir el correo y él me contestó que no me tomase atribuciones de cartero; que no me competían. ¡El muy cipote! Terminó por decir que esperaba que fuese ésta la primera y la última vez. Luego volvió a llamar todo el tiempo, porque le molestaban unos cuantos cantando en el corredor. Al salir se me acercó el Pavo y me preguntó qué pasaba. Me gustó que me tutease, la verdad, y yo le dije que el de Francés se quejaba de que un grupo cantase en los pasillos mientras daba la lección. El Pavo se echó a reír y me dijo que lo que pasa es que al tío le molestan los cuernos. Estuvimos un rato de cháchara y finalmente le dije al Pavo si era cierto que su padre tiene un coto. Me preguntó si era cazador y yo le respondí que sí y él entonces dijo que fenómeno, y que para vacaciones iríamos un rato. Le dije, para obligarle, que qué clase de combinación había y él me contestó que saldría por mí a la estación en la serret.
A las dos, cuando todo el mundo se había largado, me topé con el de Francés hablando con la de Alemán. Él creía que estaban solos y le iba diciendo a voces que jugar con los sentimientos de un hombre honrado era una bajeza. La de Alemán no le hacía mucho caso y fue él entonces, la agarró de las muñecas y dijo no sé qué de hacer una barbaridad. Me di media vuelta y me puse a silbar para que me oyesen. ¡Toma del frasco!
Le pregunté esta mañana al señor Moro si no nos renovarán el abrigo este invierno, porque el que tengo está para dárselo con cinco céntimos a un pobre. Me contestó que se lo diga yo a don Basilio, porque a él le duelen ya las narices de ir con esa embajada. Según el reglamento deberían renovarnos el vestuario cada tres años, pero por lo que dice el señor Moro va para cinco que no le dan un botón. Aproveché cuando don Basilio salía de clase para decírselo y él me respondió que estaba en ello, pero que el Centro no anda en fondos. Luego dijo que si le saca al Director General para la Biblioteca, retirará un pellizco para los abrigos. Le dije que reparase en el mío y a él le gibó tanta insistencia, me apartó de malos modos y me dijo que sí, y que le dejara en paz.
A Melecio le conté esta tarde lo del Pavo. Melecio quiere ir en víspera de Navidad y traer conejos para las fiestas. Me preguntó si hay algo nuevo de la chavala. No he querido decirle que la tengo en las mientes a todas horas, y que esta mañana la vi salir de la churrería y me entró un temblor de piernas que para qué. Quedamos en ir el domingo a lo de Jado.
Las perdices de lo de Jado están muy bravías. Claro que también es cierto que las ovejas han entrado ya en los majuelos y no tienen donde aguardar. Estuvimos tres horas dando patadas sin disparar la escopeta. La Doly andaba trabajadora, pero como si nada. A las dos nos llegamos a un maizal sin panochas, pero con las cañas altas. Allí se armó la guerra. Las tías salían a huevo, y no dábamos abasto. Cobramos cinco en un cuarto de hora y una se me largó de ala. Al concluir la mano, se me arrancó de los pies una media liebre. Las cañas me mareaban y dejé los dos tiros cortos. Le voceé a Melecio y le ocurrió otro tanto. En la vida se llevó una pieza más maldiciones. Melecio dijo que estaba cierto de haberla sacudido. Yo le dije que alguna habíamos de dejar para que criase. A cosa de kilómetro y medio hallamos la media liebre muerta junto a un chaparro. Melecio la puso a orinar y reventaba de contento. Nos sentamos a comer en una junquera y le pregunté que qué pediría él si le dijeran que se le concedía un favor. Melecio pensó un momento y dijo luego que que el Mele fuese un gran cazador. Le pregunté por los años del Mele y me dijo que ya va para ocho. Luego nos pusimos de recordatorios, y Melecio mentó a doña Flora y el día que él se orinó en la procesión del Viernes Santo cuando iba tocando la corneta. Nos reíamos a carcajadas como dos menguados. Era por doña Flora, y por la media liebre, y por el cielo azul intenso, y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes piernas para recorrerlo. Melecio explicó que no se pudo contener, y que la gente armaba dos murallas a lo largo de la calle. Le recordé yo que doña Flora, de regreso, le sacudió dos guantadas y dijo que para tanto como eso no había dado ella permiso para orinar antes de la procesión, y que había sido una vergüenza para el Grupo Escolar número 4. Habíamos terminado de comer y nos tumbamos un rato al sol, entre los juncos. Dije, luego, que yo pensaba entonces que era una eternidad lo que nos faltaba para hacernos hombres. La Doly jadeaba a mi costado, y Melecio dijo que ahora, en cambio, piensa uno que es un suspiro sólo lo que nos queda. Le dije asustado que se callara.
Por la tarde vimos correr el zorro por un teso pelado. Cojeaba de la mano izquierda. Luego empezaron a bajar las primeras sombras sobre el campo y sentí, sin saber por qué, como una tristeza. Tiré dos perdices largas por calentarme la mano. Melecio, a última hora, derribó un engañapastor porque se aburría. Hasta las doce no regresamos a casa. El rapidillo traía cuatro horas. Dicen que ha habido un descarrilamiento de la parte de Cervera.
Esta mañana bajé por una pela de churros. La chica me despachó como si fuera un desconocido. Me dolió, palabra. El hombrón miraba sin dejarlo desde su taburete y callé la boca. Luego oí decir al Pavo que la chavala de la buñolería está como un tren. Por la tarde regañé con Tochano por jugar el Rey a destiempo. Ha sido un día negro. Me acosté de mal café.
Se presentó Serafín a la hora de comer y le dijo a la madre que la Modes andaba con dolores de parto. La madre se echó el abrigo y se fue con él. A la noche, regresó. Mi hermana ha abortado. Dijo la madre que era un crío muy majo. Me pasé por casa de mi hermana después de cenar. Tenían al crío en una caja de zapatos sobre la mesa de la cocina, y mi cuñado lloraba a su vera. De vez en cuando acariciaba las manitas del chaval y lloraba más recio. No me imaginaba que la muerte de algo que no ha vivido pudiera doler. La Modes se quejaba en la habitación de al lado y entré a verla. Le dije que era una pena y que parecía un crío muy majo. Me agarró las manos y anduvo llorando un rato abrazada a ellas. Luego se serenó y me preguntó que si acompañaría a Serafín mañana a dar tierra al niño. Yo le pregunté que si se enterraba con todas las de la ley a algo que no ha nacido. Ella me contó que le habían bautizado y todo, y le habían puesto Pío, como el Papa. Le dije que si aguardaban a la tarde podría ir con Serafín. La Modes me dijo que habían estado de la fábrica de mi cuñado y uno había dicho que el crío empezaba a oler. Yo le dije que si a oler con este frío, y ella insistió que eso decía uno. Le dije que eran pamplinas, y que a las cuatro iría con un coche. Me han gibado la excursión de mañana.
Hoy enterramos al chavea de mi hermana. Parecía una coña eso de enterrar una cosa que ha muerto sin nacer. Fuimos los dos solos, con la caja de zapatos. Yo, por distraer a Serafín, le pregunté si la caja era de unos zapatos suyos o de la Modes, y él me contestó que se la había dado un vecino, pero que de todos modos el chaval no mediría más de un cuarenta y uno. Serafín se había colocado una corbata negra. El tío es muy aparatoso. Le puse un brazo por los hombros y le dije que tuviera resignación y que aún le quedaban cuatro. El cagueta de él empezó a hipar y pidió al taxista que parara. Se apeó llorando y me dijo que aguardase un minuto. Le vi que se metía en un bar, y entonces me apeé yo. Me preguntó el taxista si era cierto que llevábamos en la caja un niño muerto. Le dije que sí y él me pidió que se lo enseñara. Levanté con cuidado la cubierta y él dijo que era muy majo y que parecía talmente un muñeco. Me metí en la taberna con la caja bajo el brazo. Mi cuñado estaba en un grupo y tenía un campanillo sobre el mostrador. «Ve, aquí está», dijo al verme, y me quitó la caja. Le pregunté qué iba a hacer, pero no me contestó, puso la caja sobre una mesa de mármol y la destapó. Los cipotes que andaban con él se quitaron la gorra. Serafín rompió a llorar, se bebió el campanillo y pidió otro. Yo entonces me cabreé, cogí la caja y la cubrí y le dije a Serafín que me iba a enterrarlo solo. Él vino a mí y se puso a zamarrearme y a decir que el crío era suyo y que dijera otra vez lo de irme a enterrarle solo y me daba una mano de guantadas que no me iba a conocer ni mi madre. Le dije entonces que si no le daba vergüenza emborracharse de esa manera con su hijo de cuerpo presente y él se echó a llorar y se me abrazó y me dijo que el chiquillo se había muerto porque no le merecía. Como es de ley, me tocó pagar los vasos. Serafín iba voceando por la ventanilla que su hijo se había muerto porque no le merecía. La gente miraba y yo temía que a Serafín le diera algo. A la vuelta le acompañé a casa y le dejé acostado. El desgraciado me ha dado el día.
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