Miguel Delibes - Diario de un cazador

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Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas, y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad.

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No fui por el café. La madre me avisó para que me asomase a ver pasar el Talgo. Para la madre es un espectáculo de todos los días. Todos los días dice entre dientes: «¡Qué hermoso es!» A las siete vino Melecio y estuvimos recargando. Trajo más pistones de la cárcel. Nos los dan casi regalados y queman mejor la pólvora que los de fábrica. Melecio traía también una lata de pólvora P. B. S. Me dijo luego que, a mediodía, pasó por casa de Tochano y que la hinchazón había cedido. Después Melecio quedó como achucharrado y apenas hablaba. Casi a la hora de marchar me preguntó si me conformaría yo con otros treinta. Le dije que de cuál y respondió que de años. «¡Hombre! -dije-. Eso, Dios dirá.» Él dijo que los firmaba. «¿Es que te sientes mal? -le dije intranquilo-. ¿Por qué piensas hoy esas cosas?» «El otoño me abolla», agregó. Le pregunté si estaban malos los críos, pero él insistió que era el otoño. Cuando se iba me confesó que había regañado con el jefe. Este Melecio tiene un temperamento del diablo. A ratos pienso si no estará un poco chalado.

6 octubre, lunes

Hay más de doscientos chaveas de matrícula y algunos tan chicos que aún se mean en la cama. La gorra es un cachondeo. Uno se me cuadró esta mañana y me dijo: «A sus órdenes, mi teniente». Luego he oído a varios llamarme Teniente. Me quedaré con Teniente para toda la vida, digo yo.

Al señor Moro le dicen la Gallina y al de Francés, José Bonaparte. Es ley de vida. Después de todo también don Basilio es el Coronel. Tenía miedo de que me faltara la voz al llamar a clase o al dar la hora, pero todo rodó bien. El de Francés me ha dicho que le dé la hora a las menos diez; la de Alemán a las menos cinco; don Basilio a las menos siete y don Rafael a las menos cuarto. Así da gusto.

Después de comer, aunque la tarde estaba anubarrada, me cogí la burra y la escopeta y me llegué a Buitrejo. Los majuelos están aún sin vendimiar y viene una cosecha bien rala. A poco de llegar al pinar, descargó una nube y aguanté bajo un pino. Cuando escampaba, sentí cantar las perdices a mi vera. Hacía un ventarrón del demonio y me llegué a la linde del pinar cubriéndome con los pimpollos. Allí hay un claro de escobillas y jaras. El viento casi me tumbaba, pero aguardé con paciencia tras el pimpollo, pues la perdiz cantaba allí mismo. Cuando la vi apeonar, a tiro, estuve por sacudirla, pero aguardé por el placer de observarla. El sol rompió una nube y el campo se llenó de colores. De la parte de la derecha llegaron otras dos perdices cantando confiadamente. Luego se me ocultaron tras una avena y dejaron de cantar. Esperé un rato y salí a por ellas. Las suponía encamadas y llevaba a punto la escopeta. El bando de lo menos veinte se me levantó de los pies. Iban apiñadas y yo tiré al bulto y descolgué tres. No me atreví a tirar el segundo por miedo a perder las tres primeras y luego, en la bicicleta, me pesó.

En el café, el Pepe se cachondeó cuando se lo dije y me salió con la bobada de que también él, de chico, mató un oso de una pedrada en la ingle. Terció Zacarías y dijo que él cayó una vez dos perdices disparando cuando se cruzaban, pero no sabía de nadie que bajara tres de un tiro. Me cabreé y le dije si es que mi palabra no contaba. Los mandrias se echaron a reír. Juan, que retiraba los servicios, dijo: «El cazador no puede engañar a los de su oficio». Y me guiñó un ojo. Me levanté y me vine para casa sin jugar la partida. El que quiera divertirse que se compre un mono.

10 octubre, viernes

Vino Melecio después de comer. Traía en la mano un recorte de «El Diario Vasco» y me lo enseñó. Decía: «Proeza de un joven cazador. El joven de la localidad, Vicente Ansoátegui, tuvo la fortuna de matar ayer una hermosa liebre en este término municipal. Dicha proeza la realizó sin ayuda de perro». Dijo Melecio: «¿Qué te parece?» «Bueno -dije-. Yo no lo entiendo.» Luego me dijo Melecio que le acompañara al café, que íbamos a reírnos un rato. Respondí que ni hablar y me pidió que le explicara. Yo le conté lo de las tres perdices. Me preguntó si es que pensaba guardársela y le dije que no era eso, sino que no me petaba. Salí con él, pero en la esquina nos separamos y yo me fui donde el curtidor. La piel queda bien, aunque un poco tiesa. Le largué al tío los seis duros y él me dijo entonces que eran siete. Le dije que habíamos quedado en seis y seis le daba. El marrajo salió con que el bicho estaba machucado más de la cuenta y que si no quería la piel la dejase. Anduvimos un rato de picadillo. El tío estaba sentado en un taburete, enfrascado en la tarea sin mirarme. De repente levantó los ojos y dijo: «Vengan los seis. Con un duro me limpio yo el ojete». Le dije que no se trataba de eso y que si él creía que su trabajo lo valía le daba los siete duros y santas pascuas. Él saltó con que le diera lo que quisiera. Le dejé los siete pavos sobre el banco y llevé la piel a casa de Melecio para que la Amparo me la guarde hasta Navidad. A los tipos así hay que recortarles las alas.

12 octubre, domingo. El Pilar

Esta mañana bajé por unos churros para celebrar la fiesta. Hay una buñolería en la esquina, pero hasta hoy no había entrado en ella. Ya iban a cerrar aunque sólo eran las nueve y media. Había un montón de churros sobre el zinc y pregunté si estaban calientes. El tipo gruñó y preguntó cuántos quería. Yo los toqué por encima con cuidado para ver si estaban calientes. El hombre se subió a la parra y voceó que los sobase bien y luego dijera que estaban fríos. Yo le dije que no se trataba de eso. Había una chavala fregando la churrera a mano izquierda, bajo un grifo, y volvió la cara al oírnos. Tenía los ojos grandes y asustados. Le dije al tipo aquel que me diera dos pesetas. El hombrón, mientras me despachaba, dijo a la chica: «Lava bien la estrella, que luego pasa lo que pasa». La chavala tenía las manos torpes y daba lástima. Yo no podía apartar los ojos de ella, y cuando comía los churros mano a mano con la madre, veía sus ojos asustados en el tazón de café con leche. Luego, cuando llevaba la caja con los birretes y las togas, junto a la estatua de Colón, donde había un acto de Hispanidad, me quedé mirando como alelado la puerta gris de la buñolería. Durante la Misa de Campaña y los discursos, seguía pensando en los ojos asustados de la chavala de la buñolería. Después de comer, me tumbé en la cama tripa arriba y en el techo continuaba viendo los ojos asustados de la chavala de la buñolería. No salí en toda la tarde. Por la noche me asomé a la azotea y se oía de lejos el concierto de la Banda Municipal en el kiosco del parque. Pensé que quería que tocasen La Bejarana y fue como un milagro, porque a la pieza siguiente la tocaban y hasta que la oí no me di cuenta de que si yo quería que tocasen La Bejarana era para poder recordar más de cerca los ojos asustados de la chavalilla de la buñolería. He estado un rato como una bambarria mirando las luces de la ciudad. Nunca he sentido una cosa así. También gibaría que la chavea esa me hiciera perder la cabeza.

15 octubre, miércoles

Hoy se presentó Serafín con un chirlo en la cabeza. Olía que apestaba a vino. La madre se asustó y le preguntó qué le ocurría. Él respondió que la Modes le había sacudido con el hierro de la cocina. Explicó que los embarazos irritan a mi hermana y que en la fábrica le habían dicho que diese parte, pero que él no va a dar parte porque quiere a la Modes, y eso era una vergüenza, y por los chicos. Le acompañé a la Casa de Socorro y le pusieron dos grapas. El menguado chillaba como una mujer cuando le cosieron. Al concluir le llevé a casa y la Modes se colgó de él como si hiciera un año que no le veía. «Eso es por lo que te quiero, gandul, ¿me oyes? Nada más que por lo que te quiero», decía a voces. Los dos lloraban y los chiquillos andaban por allí a la greña y yo, no sé por qué, me acordé de la chavala de la buñolería. Al regresar a casa, entré y pedí una pela de churros. El hombrón tenía una rueda en la sartén y la chavala atendía al mostrador. Me preguntó que si una peseta y yo dije que sí con la cabeza. Sirvió antes a dos vejetes y me di cuenta que en mis churros ponía más azúcar que en los de ellos. Le pregunté a qué hora cerraban y ella me dijo que a las ocho. Entonces le dije que si tenía algo que hacer a esa hora. Ella se achucharró y me hizo señas de que callara la boca porque el hombrón podía oírnos. A las ocho estaba como un clavo a la puerta de la buñolería y vi salir a la chica con el hombrón. Llevaba un abrigo muy corto y gastado y enseñaba unas pantorrillas demasiado flacas. A pesar de todo, tiene tilín. La seguí de lejos y por la noche, desde la azotea, me emperré en distinguir la casa donde ella vive.

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