Miguel Delibes - Diario de un cazador
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Hubo Claustro esta tarde. Como me olía que tratarían de la grati de Navidad, anduve al quite. En las citaciones se hablaba primero de los Ayudantes interinos y luego de la Biblioteca. La cosa salió a relucir en ruegos y preguntas. Don Basilio hace el canelo sometiendo estas boberías al Claustro. Al hombre se le encoge el ombligo cuando tiene que decidir solo. De todos modos nadie puso pegas y la grati se aprobó. Al subir, se lo dije al señor Moro y me soltó un bufido. Me eché a reír en sus barbas, más tranquilo que el Bomba, y esto al tío marrajo le desconcertó. ¡No te giba!
Al afeitarme, después de cenar, me encontré cara de panoli y me corté el bigote. La gorra me va peor sin él. Para la primavera me lo volveré a dejar. Con estas heladas no hay bigote que aguante.
La madre ha vuelto a decirme que anda alcanzada. Estas cosas me ponen de mal café. Ella dice que no tiene culpa, pero la fetén es que otros viven con menos. Le dije que aguarde a que se resuelva lo de la Conserjería y, si fallase, habrá que pensar en buscar algo para por las tardes.
La Amparo ha caído con la gripe y en vista de ello me subí en la burra con el Mele, a lo de Herrera. La Doly nos dio la tarde, pues no se hace al soporte. La amarré, pero la tía es terca como una mula y dos veces estuvo en un tris de ahorcarse. Lo de Herrera está muy pateado y las pocas perdices que quedan se levantan en París. En toda la mañana no vi más que una liebre rabiosa que se me arrancó a dos kilómetros. Está visto que en esto de la caza lo que no se haga en septiembre y octubre no se hace luego. Comimos en la cotarra San Crispín. Desde el alto se dominan los bosques de negrales, perdiéndose en la distancia. El río corre por medio y espejea con el sol. El Mele me preguntó dónde acostumbra a anidar la perdiz, y le dije que en Castilla suele hacerlo en las cebadas y los trigos. Le estuve contando que a veces los segadores encuentran un nido con huevos y al día siguiente no queda más que el cascarón. Me preguntó si es que nacían corriendo y le respondí que algo parecido a eso. A la derecha del pinar están los barbechos, y al cabo, lo de Muro, y le dije al Mele que íbamos a seguir el lindero después de comer, a ver si había más suerte. Me prometí de antemano no pisar una hierba del coto, pero luego, al ver que no salía una mosca, maneé unos chaparros. Era tan grande el silencio que me confié y al llegar a la pimpollada tiré a la derecha y me metí tranquilamente en el coto. Casi no habíamos dado un paso cuando apareció el guarda. Le di las buenas tardes y él dijo «si no sabíamos que eso estaba penado». Puse cara de gilí y le dije que cuál. El candongo tiró de libreta y me pidió los papeles. Le pregunté si es que me iba a denunciar y si por casualidad era aquello terreno de Muro. Respondió que bien claro lo decían las tablillas. Había una a cuatro metros, pero le dije que debía dispensarme porque no obré a intención. Él se cabreó, volvió a pedirme los papeles y dijo que todos iban con la misma copla. Vi la cosa mal y le puse en la mano un billete de cinco pavos y le pregunté qué alargaba el rifle. El vivales miró de reojo la mano y respondió que como alargar puede que los dos kilómetros, pero que a esa distancia no se hace puntería. Le dije que si eran alemanes y él dijo que sí, que eran alemanes. Luego le pedí que me indicara por dónde iba la linde y me largué. De retirada, se arrancó una perdiz en unas pajas, grandota como un ganso, y le tiré por calentarme la mano. La tía zorra cayó como un trapo. Llamé a la Doly, pero no sé qué coños la pasa a esta perra que, a pesar de que la llevé donde el plumón todavía caliente, no dio con ella ni la picaron los vientos. El bicho este no vale un real. Sobre los cinco barbos, esto. Lo que faltaba para el duro. Y encima, la madre me puso jeta porque vengo de vacío. Las mujeres son así. Creen que esto de la caza es aquello de llegar y besar el santo.
Dice el Pavo que el doce sale con la Tuna para Marruecos. Como veía mal la excursión, le pregunté si desistíamos de lo del monte, y él entonces me dijo que si hacía el siete. Le contesté que fenómeno, aunque no sé qué pensará Melecio sobre el asunto.
Al concluir las clases, don Rodrigo, el de Matemáticas, me llamó y me dijo que si quiero encargarme de la venta de unos apuntes de su asignatura. Me advirtió que se trata de hacer las cosas discretamente, y que me dejará un duro limpio cada ejemplar. El asunto me hizo tilín y le dije que de acuerdo. Don Rodrigo, aunque joven todavía, da la sensación de un hombre agotado. A pesar de que le dije que bueno, él se puso a darme explicaciones y me dijo que ya sabía que esto no debería hacerlo, pero que le dijera qué puede hacer un hombre con seis hijos y mil ochocientas mensuales si paga novecientas de casa. Me gibaba tanta historia, pero él, como si nada, siguió diciendo que en un país bien organizado, él vendería sus apuntes en la librería, pero que si conocía yo la comisión del librero, y que para tanto como eso él se hubiera metido librero y no tendría necesidad de estrujarse los sesos. Yo le dije que sí y él se animó y dijo que no fuera a creer por estas cosas que me decía que el negocio fuese una cosa inmoral, pero que me pusiera en su situación con ocho bocas en casa y no sabiendo más que matemáticas y no poder dar clases particulares, porque está prohibido, y que lo de vender apuntes se hace en todos los Centros docentes. Le dije que qué cosas tenía, y él me contó entonces que no hablaba por hablar y que, en el último viaje de estudios a Baleares, oyó decir a dos alumnos en la cubierta del barco que don Rodrigo era capaz de afeitar un huevo. Luego insistió en que le dijera sinceramente qué puede hacer un hombre como él con mil ochocientas mensuales y ocho bocas en casa si no es afeitar un huevo. Para que me soltara tuve que decirle que tenía que dar la hora al de Francés, y que ya sabía cómo las gastaba. Me dijo que no dejara de pasarme por su casa a recoger los apuntes.
En casa me encontré a Melecio. Dice que la Doly está enferma y que no sabe si es el moquillo, porque el animal anda muy postrado. Recuerdo que la tarde de Herrera no quiso seguir el rastro de la perdiz que caí, a pesar de que la llevé donde estaba el plumón todavía caliente. Quedé en pasarme por su casa para ver lo que procede. Éramos pocos y parió la abuela.
La Doly anda cogida. Lleva dos días sin probar bocado. En el ojo derecho se le ha formado como una telilla transparente. El Mele no se separa de ella. Acordamos llamar al veterinario. Melecio me preguntó si sabía lo de Tochano. Dije que no, y él dijo entonces que se casa con la Paula para Navidad. Le pregunté cómo era eso y él me contó que le encontró ayer tarde y le había dicho que durante su enfermedad pensó en la vida y había decidido casarse con la chica que le había demostrado su cariño. Le dije lealmente a Melecio que mira por dónde un zorro había conseguido lo que no consiguió don Florián, el cura.
José, el de Secretaría, me ha dicho que ayer volvieron a hablar de la Conserjería don Basilio y don Rafael. No sabe qué decidirán, pero cree que lo que sea sonará pronto. Al tal don Rafael le tengo más miedo que a un nublado. Es más tonto que un hilo de uvas, pero se me hace que no me tiene buena ley.
Como me prometió el Pavo, la Tuna estuvo esta noche donde Anita. Sólo se asomó el churrero y les dijo que se largaran, porque el chaval acababa de agarrar el sueño. Les dio tres pelas. El tío no se ha corrido. La verdad es que tres pelas en estos tiempos no son dinero.
Estuve esta tarde a ver a la perra. Por lo visto el veterinario ha recetado penicilina. Pregunté a Melecio si interesaba la inversión con un animal que así viva mil años nunca aprenderá a cobrar, pero él dijo que aunque no sea más que por el chico está determinado a ello. Escotamos a diez barbos. De vuelta a casa me di de bruces con Anita. Me acerqué a ella y la panoli puso cara de circunstancias. Le pregunté si le gustó la serenata y respondió que su padre a poco la desloma, porque había entendido que ella salía con estudiantes. Le dije entonces que si tenía a mano las fotografías de la artista esa que se le parece, y me contestó que el domingo las sacó, pero que no me vio en el paseo vivo ni muerto. En el portal le agarré una mano y ella me dejó hacer. La arrinconé y le solté lo que pensaba desde que la conocí en la buñolería. Ella me salió con que por qué me había quitado el bigote. Le pregunté si le gustaba más con bigote, y ella dijo que ni más ni menos, solamente que extrañaba el verme ahora sin él. Estaba tan mollar que pensé que era buen momento y le pregunté por su madre. Ella se extrañó que le preguntase por su madre, y yo le dije que era por lo del crío. Se achucharró como si yo le hubiera propuesto un qué y, al fin, me dijo que su madre iba ya por la buñolería, y que ella había vuelto a peinar. Le dije que no sabía que peinara y ella dijo que iba para un año que trabajaba con las Mimis en la peluquería de la calle La Blanca. He quedado en ir el martes a la noche y ella en echarse al bolso las fotografías.
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