Miguel Delibes - Diario de un cazador
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Con estos fríos mi bigote anda flojo. Del lado izquierdo, todavía; pero del derecho… El Pepe dice que es un quiero y no puedo. A la madre le gusta y cuando me mira dice que hace nada era aún un mocoso. Si pasados unos días no da más, me lo corto y para la primavera volveré a ensayar. Yo quisiera saber qué piensa la chica de la buñolería de los hombres con bigote.
A Melecio le confesé este mediodía que hay una chavea que me tiene gilí. Melecio se interesó y aunque yo le dije que, aparte de que la chica me puso a mí más azúcar que a los vejetes, no había nada, me hizo contarle todo con pelos y señales. Por la tarde volví junto a la buñolería. La chavala salió con el hombrón, pero se separaron en la esquina. Yo me acerqué y le dije que si no le importaba le acompañaría y ella dijo que no le importaba, y fui yo entonces y la acompañé. Ella me contó que la buñolería es de su padre, y que acababa de tener un hermanito y por eso venía ella a ayudar a su padre en lugar de su madre. Le dije yo que era una cosa rara que siendo su padre tan fuerte fuese ella tan flaca, y ella se echó a reír y me dijo que su padre era hombre y ella mujer, y que su hermanito recién nacido era en proporción tan fuerte como su padre, porque era hombre también. Luego me dijo que se llamaba Anita y que sus amigas dicen que se parece a la Pier Angeli. Le pregunté quién era ésa y ella me dijo que no bromeara. Le dije lealmente que no bromeaba y ella me dijo entonces que era una artista de cine y que ya me mostraría fotografías. Le pregunté a intención que cuándo y me dijo que el domingo. Yo le dije que era cazador y que los domingos salgo al campo y a ella esto la gibó y dijo que si no tenía tiempo, nada. Le dije que cualquier otro día, pero ella dijo que no salía más que los domingos, y que si su padre la ve corriendo por las calles entre semana la dobla por la mitad. También la chavala es de su pueblo.
Pasé por casa de Melecio, y el Mele me dijo que la perra estaba coja. La anduve mirando y tenía una garrapata entre los dedos inflada como un globo. Se la quité y le di un poco de alcohol. El animal aullaba y el Mele le acariciaba las orejas. Luego me pidió el chiquillo que le contara historias de animales. Le conté la del hurón que encontró dentro de la boca un turón y tuvo que salir de naja. El Mele se reía las muelas. Cuando llegó Melecio estuvimos un rato recargando.
A la chavala esa voy a darle otra oportunidad. Si quiere, bien; si no, ¡que tire por donde le dé la gana!
Estuvimos en lo de Quintanilla. Es un cazadero áspero, pero tiene perdiz. Por la mañana nos salió el guarda cuando acababa de coger un racimo de un bacillar. Lo arreglamos con dos barbos. Yo estuve hecho un panoli. Marré dos perdices que me salieron a huevo. Sobre la una, cuando llevábamos delante más de un ciento de ellas, apareció un jurado y nos dijo que aquello era vedado. Le pregunté por los postes y él dijo que arriba estaban. Le dije lealmente que arriba no había postes y él contestó que no tenía la culpa si los arrancan los del pueblo, pero que allí tenían que estar. Melecio me hizo señas de que callara la boca y tiramos para arriba. Buscamos la abrigada para comer y entonces le conté a Melecio que estuve con la chica de la buñolería la otra noche. Le dije también que me había citado para esta tarde y que se mosqueó cuando le dije que salía al campo. Dice Melecio que a las mujeres las cabrea la escopeta. Le pregunté la razón y él dijo que les estropea el domingo, y que recordase que la Amparo, mientras no tuvo el primer chico, siempre le ponía jeta.
Al volver para tomar el tren, me preguntó Melecio si conocía a uno que le dicen Pavo, que estudia donde yo estoy. Le dije que sí y que es el que organiza todas las jaranas. Melecio abrió el ojo y dijo que a ver si me hago con él, porque tiene un monte de la parte de La Pedraja, donde por lo visto no se da abasto para cargar la escopeta. Mañana haré por verle.
Hemos hecho cinco perdices y una media liebre. Yo hice dos perdices y el resto Melecio. En casa me mudé de ropa y me bañé los pies, y me fui a la calle a dar un clareo. No he visto a Anita viva ni muerta.
El Pavo es mal estudiante, pero lleva dentro una alegría que para qué. Hoy, a cada vuelta que daba al corredor, yo le decía: «Pavo, majo». Él miraba y me hacía una seña con la mano. A la cuarta vez yo le dije también «Pavo, majo», pero él no me hizo la seña. A la quinta vuelta se separó del grupo y vino a mí y me saltó con que qué coño pasaba ya con tanto Pavo. Me dejó parado, la verdad, y le dije que yo no había querido molestarle. Dijo él: «Joroba ya eso de Pavo, Pavo, a lo bobo, ¿no comprendes?» Yo intenté ganarle por la mano y le dije que no lo tomara por ahí, que si quería un pito. «Acabo de tirarlo. No lo tomes a desaire», dijo él. Luego el cipote volvió con su cuadrilla. No me pareció pedirle el permiso. Otra vez será.
Tochano fue hoy por el café. Aún se le notan los colmillos del zorro en la muñeca. Nos jugamos el café a la garrafina y le tocó palmar. Dijo, por guasa, que le salía más barata la penicilina. Luego cogió la perra con que si en vez del tres-pito mete el cinco-pito no le ahorca Zacarías el seis-doble y nos dio la tarde. El Pepe todavía no se ha explicado.
En casa, la madre me contó otra vez lo del Gobernador, cuando invitó al padre a cazar y le dijo que era la primera escopeta del país. Siempre que se acercan las Ánimas hablamos del padre. Cuando me acosté, el viento sacudía la persiana contra los cristales y no me pude dormir hasta las tantas. Sentí el exprés de Galicia.
Por la mañana fui al camposanto a llevar al padre unas flores. He oído que en el cementerio hay una plaga de conejos. Me alegra por el padre. Así podrá entretenerse viéndoles corretear por entre las tumbas las noches de luna. Digo yo que así no se sentirá tan solo. Hace ya quince años que se marchó. ¡Cómo pasa el tiempo! A la salida del camposanto tropecé con don Florián, el cura párroco del Carmen. Me interesé por su reuma y me dijo que en los otoños secos mejora. Volvimos por el paseo de cipreses hablando del padre. Hacía una mañana templada y de no ser por lo apagado del sol y el aspecto del campo, parecería primavera. Le recordé al cura que hacía quince años de lo del padre y él dijo: «Verdaderamente no somos nadie». Él me contó algunas anécdotas de cuando cazaban juntos. Luego le recordé la tarde del entierro y le dije lealmente que su presencia me dio valor. Aquel día, quince años antes, don Florián me cogió de los brazos y me dijo: «Ya eres un hombre, Lorenzo». Lo decía porque yo tenía los ojos secos, sin darse cuenta de lo que a mí me costaba tener los ojos secos, recordando la mañana que el padre marró una liebre, tiró la escopeta y me dijo llorando: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Le dije luego si recordaba que el Don pasó la noche aullando como un poseído. Don Florián dijo: «¡Qué hermoso animal aquel! ¡Sentía casi como una persona!». En seguida cambió de conversación y me mostró las casas del Secretariado. Le dije que vaya si era una gran obra. Al pasar por casa del Pepe me preguntó don Florián cómo marchaba y yo le dije que lo mismo. Él dijo que si seguía sin acercarse a la iglesia y tomando sus cosas a chacota. Le contesté lealmente que ya se sabe que el Pepe no toma nada en serio. Don Florián dijo que qué lástima de chico, que tenía buenos principios.
Hubo carta de Tino. El hombre, tan satisfecho de la vida como siempre. La madre dijo que todos los días le pide al Señor que a la Veva le nazca un crío. Le pregunté el porqué y ella dijo sólo que Tino necesita un hijo. Mi hermano dice en su carta que no podrá venir para Nochebuena.
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